Primera Entrega
Juan Carlos Onetti
por Antonio Muñoz Molina
por Antonio Muñoz Molina
En 1975, cuando Juan Carlos Onetti se exilió en España, su nombre era mucho menos familiar para los lectores pasionales de la literatura latinoamericana que los de García Márquez, Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa. Incluso los lectores, un poco más sofisticados, de Carpentier, de Rulfo y de Borges era difícil
que conocieran la obra de Onetti, incluso que tuvieran referencias precisas sobre ella. Los lectores españoles se alimentaban entonces con entusiasmo y con cierta envidia de novelas escritas en el español de América, sobre las que tenían, o teníamos, porque en este caso la tercera persona es de una deshonestidad insostenible, una idea general determinada por la lectura de Cien años de soledad, La casa verde y Rayuela. Las novelas sudamericanas habían de ser torrenciales, abrumadoras en su extensión, en su complejidad y en su virtuosismo técnico, de un barroquismo entre colonial y selvático que, según el razonamiento de Carpentier, era la única forma de expresar la realidad de aquellos países: el llamado realismo mágico. En este panorama, Borges ya era una irregularidad, con sus argumentos cerebrales y su propensión a las ambientaciones nórdicas, con su laconismo y su ironía, tan lejanos de los arrebatos tropicales y gramaticales de Carpentier, o de las alfombras voladoras y los gitanos hechiceros de García Márquez.
El tardío hallazgo de Onetti trajo consigo una sorpresa semejante a la de los cuentos de Borges. Sus narraciones carecían tan radicalmente de color local como las de de Franz Kafka, con las que a veces no dejan de guardar un cierto parentesco.
En cuanto al barroquismo, al parecer obligatorio, dictado por Carpentier, no había ni rastro de él en aquellas páginas que uno empezaba a frecuentar hacia los veinte años, con la ilusión ávida y la nerviosa felicidad de los descubrimientos absolutos. Los héroes de Onetti no disertaban adecuadamente sobre jazz en los cafés de París, no fundaban naciones ni atravesaban cordilleras, no volaban por los aires ni se perdían en selvas ni en laberintos simbólicos: los héroes de Onetti eran los más pacíficos, los más perezosos, los más inútiles del mundo. Lo único que hacían era fumar, preferiblemente echados bocarriba en la cama, fumar e inventarse cosas, contar embustes y enamorarse de mujeres sensuales y perdidas, de mujeres pintadas que bebían en los cafés o de muchachas angélicas cuya perfección y dulzura no podían ser merecidas por nadie.
Al poco tiempo de llegar Onetti a Madrid le hicieron una entrevista en la televisión. Yo la vi por casualidad, y no exagero si digo, al cabo de casi veinte años, que aquella entrevista fue el principio de una influencia decisiva en mi vida. Yo no había oído a nadie hablar de literatura con la falta de énfasis, con la mezcla de pasión pudorosa y desapego no del todo ficticio con que hablaba aquel hombre de apellido italiano y voz tan demorada como sus ademanes. Frente a la rimbombancia española (los escritores españoles que aparecían entonces en la televisión tenían aspecto de gobernadores civiles, o de mantenedores de Juegos Florales) aquel hombre exhibía una naturalidad un poco ausente, fatigada y cortés.
Por esa época yo andaba enfermo de lo que el mismo Onetti llamó literatosis, que es una enfermedad a la que sucumben siempre los aspirantes a escritores, los fervorosos artistas adolescentes de provincias, y en virtud de la cual uno convierte la literatura en su religión, su absolutismo y su martirio, y tiende a preferir a los escritores más obviamente literarios, y a imaginar ese oficio como una especie de sacerdocio místico o de destino. A toda esta basura romántica yo agregaba entonces la pasión por un libro excelente de Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua, en el que la figura de Flaubert se convierte en el símbolo del escritor anacoreta, disciplinado, casi oficinista, indiferente a todo lo que no sea su obra, atado a ella como a una tiranía laboral de la que extrae, después de una destilación desesperada y dolorosa, algunas líneas geniales. Pero aquel tipo, en la televisión, estaba diciendo exactamente lo contrario: que él escribía sólo cuando le entraban ganas, que igual se pasaba dos días seguidos escribiendo que tres meses sin hacerlo, que escribía de cualquier modo, de noche, en la cama, en pequeños papelitos que luego se le extraviaban entre los cigarrillos y los libros y que su mujer los recogía: el oficio de escritor, en sus palabras, se volvía soluble en los hechos comunes de la vida...
Continuará
Esperamos la siguiente entrega.
ResponderEliminarAmerita.
Un abrazo.
en uno de mis talleres estamos leyendo a onetti.
ResponderEliminarsus cuentos agobiantes y oscuros.
sus míseros personajes.
tanta belleza.
espero la continuación.
abrazos*
Recuerdo ese reportaje, fue reproducido en canal Encuentro. El programa se llamaba a fondo y el "videotape" es en blanco y negro. Pude ver los reportajes a Mujica Laínez (el se hacía tildar así, no como el Lainez que lo inmortalizó) Borges, Carpentier, Dalí (definió genial y enfáticamente que la religión del siglo XX era el dólar, y parece que prosigue) y Cortázar, por supu. Magnífico por cierto. De Onetti, qué puedo decir, ya dije mucho alguna vez por este sitio. Y su parsimonia a veces exaspera, ¡inclusive en ese reportaje! Pero es un grande y me alegro de haberlo leído. Cuentos como el infierno tan temido me han maravillado. Besos.
ResponderEliminarAlgunas veces suelo olvidar que el libro que leo fue escrito por alguien, por un ser que se supone humano y real, poseedor de una biografía reseñable, al que llaman “escritor”. Pero otras veces, como en el caso de Onetti, me es difícil mantener esta abstracción del texto, y la figura del escritor aparece tan real como si nos conociéramos de toda la vida, recayendo en los tópicos de la admiración y la identificación. Supongo que el hecho de pasar todos los días por delante de su casa influye algo. De cualquier forma, esa lección de Onetti que señala Antonio es lo fundamental: la del desdén de la escritura como oficio y como promotora de egolatrías y soberbias.
ResponderEliminarA Muñoz Molina le debo, precisamente, el haberme acercado a la obra de Onetti, hace ya más de veinte años. Conozco, pues, la admiración de éste por el maestro uruguayo, y conozco bien este texto completo que nos traes aquí, que si no me equivoco escribió como introducción a los cuentos completos de Onetti. Hace tiempo que no lo leo, pero recuerdo ese mundo sórdido, desengañado, triste exactamente como si hubiera estado en Santa María, en aquel astillero, en aquel próstibulo, en aquella consulta médica; asimismo tengo siempre presente su estilo lacónico y duro, pero que exige del lector el máximo grado de complicidad.
ResponderEliminarGracias por dejarnos este post R; yo tb me topé con él de repente y sin esperarmelo y me dejó marcada para siempre.
ResponderEliminarun abrazo