lunes, 28 de febrero de 2011

Un cuento y un poema


In memoriam J.F.K
Esta bala es antigua.
En 1897 la disparó contra el presidente del Uruguay un muchacho de Montevideo, Arredondo, que había pasado largo tiempo sin ver a nadie, para que lo supieran sin cómplice. Treinta años antes, el mismo proyectil mató a Lincoln, por obra criminal o mágica de un actor, a quien las palabras de Shakespeare habían convertido en Marco Bruto, asesino de César. Al promediar el siglo XVII la venganza la usó para dar muerte a Gustavo Adolfo de Suecia, en mitad de la pública hecatombe de una batalla.
Antes, la bala fue otras cosas, porque la transmigración pitagórica no sólo es propia de los hombres. Fue el cordón de seda que en el Oriente reciben los visires, fue la fusilería y las bayonetas que destrozaron a los defensores del Álamo, fue la cuchilla triangular que segó el cuello de una reina, fue los oscuros clavos que atravesaron la carne del Redentor y el leño de la Cruz, fue el veneno que el jefe cartaginés guardaba en una sortija de hierro, fue la serena copa que en un atardecer bebió Sócrates.
En el alba del tiempo fue la piedra que Caín lanzó contra Abel y será muchas cosas que hoy ni siquiera imaginamos y que podrán concluir con los hombres y con su prodigioso y frágil destino.

El suicida

No quedará en la noche una estrella.
No quedará la noche.
Moriré y conmigo la suma
del intolerable universo.
Borraré las pirámides, las medallas,
los continentes y las caras.
Borraré la acumulación del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pájaro.
Lego la nada a nadie.

Jorge Luis Borges

lunes, 21 de febrero de 2011

Julio Cortázar por Abelardo Castillo


Ser escritor, Buenos Aires, Ed. Perfil, 1997

Mi relación con Julio Cortázar empieza en el año 1960: acababa de salir Las armas secretas, libro que leí en un tren en un viaje a San Pedro. Lo leí de un tirón y, cuando lo terminé, estaba convencido de haber descubierto al mayor cuentista argentino. Cortázar en esa época era un desconocido, aunque ya había publicado algunos libros, allá por los años cincuenta. De vuelta en Buenos Aires escribí en El grillo de papel una nota sobre el libro, donde ponía a Cortázar, como cuentista, por encima de Borges, descubría que las iniciales Ch. P. de "El perseguidor" eran las de Charlie Parker -hasta ese momento nadie había notado que ese relato no es una invención sino que está basado en una biografía de Parker-, sostenía que Cortázar terminaría por escribir novelas, y sobre todo señalaba, no sin pedantería, que el final del cuento "Las armas secretas" me parecía imperfecto. Al poco tiempo recibo una carta de Cortázar, la primera de una larga serie de cartas, donde decía que lamentaba no poder encontrarse conmigo, porque ya estaba con un pie en el avión, pero que había leído esa crítica y nos agradecía haberla publicado. Cortázar era más de veinte años mayor que todos nosotros y nos hablaba como si tuviera nuestra edad. Decía -son palabras de Cortázar-: "le voy a certificar unos pálpitos"; en efecto el protagonista de "El perseguidor" era Charlie Parker, aunque nadie se había dado cuenta; en efecto, estaba escribiendo una novela; en efecto, el cuento "Las armas secretas" le había costado mucho trabajo, no lo consideraba resuelto y nunca había sabido cómo terminarlo. En El grillo de papel, y luego en El escarabajo de Oro, aprovechamos a mansalva esa carta. Le escribimos a París y lo primero que hicimos fue pedirle un cuento inédito, que nos mandó. En realidad, nos mandó dos. Uno de ellos era "Continuidad de los parques". Después tuvimos el cuidado, deliberadamente tardío, de explicarle que éramos una revista de izquierda. Sabíamos que el trabajaba en la Unesco y que había publicado en Sur. Le proponíamos ser nuestro colaborador permanente. Nos mandó otra carta diciéndonos que el hecho de que fuéramos una publicación de izquierda se la hacía más leíble; también recuerdo que no escribió "legible", sino "leíble", y a partir de ese momento, hasta el último número, formó parte de nuestra revista. Esa amistad -o lo que fuera- con Cortázar, duró literalmente hasta su muerte, no sin algunas discusiones intermedias. Cuando apareció Rayuela le criticamos el injerto de la teoría de la novela dentro de la novela; incluso le hice una broma, en una carta, sugiriéndole que la próxima edición la hiciera en lata, porque de tanto ir de atrás para adelante el libro se rompía todo, a menos que su estructura fuera una especie de negocio para que uno tuviera que comprar dos ejemplares. Hacia 1973 lo conocí personalmente de la manera más insospechada y curiosa. Una mañana, a eso de las nueve y media, me llaman por teléfono; alguien me pregunta si habla con la casa de Castillo y yo le digo que sí, en muy mal tono porque estaba medio dormido, a las nueve y media de la mañana (quizá me había acostado hacía dos horas). La voz me dice: "Le habla Julio Cortázar." Y yo le respondo, con absoluta indiferencia: "Ah, sí, que bien." Esto sólo es explicable por esa manía, tan nacional, de sospechar que, si una voz dice que nos llama Julio Cortázar, se trata de una broma. Supuse que era algún amigo sampedrino que, cuando me oyera contestar: "¡Ah, Cortázar!, cómo le va, qué sorpresa", me iba a decir: "Así que a Cortázar lo atendés y con nosotros te hacés el raro..." La voz, un poco cortada, me dice: "¿Pero, hablo con la casa de Abelardo Castillo?", y en el "pero" y en la palabra "Abelardo" noté el gangoseo típico de Cortázar, que pronunciaba la "r" a la francesa, no por amaneramiento o por hacerse el francés, sino porque tenía frenillo. No podían ser mis amigos de San Pedro, quienes, hablando en general, no son lingüistas tan refinados como para reparar en esos detalles. Le digo: "Pero, ¿quién habla?" "Cortázar", me dice Cortázar. Volví a notar la "r" afrancesada y le dije: "Perdóneme, Cortázar, estoy medio dormido, me acuesto muy tarde, estoy durmiendo con mi novia...", qué sé yo qué disparates. El hecho es que quería conocernos, es decir, conocer a los integrantes de El escarabajo de Oro. Recuerdo que me pidió que no hubiera demasiada gente, porque los argentinos hablábamos muy alto y en Buenos Aires hay mucho ruido y él ya estaba desacostumbrado a nuestros decibeles. Sylvia siempre recuerda esa mañana porque ella tendría veintidós años, y, cuando yo le comenté a Cortázar que estaba durmiendo con mi novia, él dijo: "No hay nada más lindo que dormir con la novia." Cortázar vino a mi casa esa tarde. Cuando lo atiende Sylvia, que le llegaba literalmente a las costillas flotantes -Cortázar era un hombre altísimo-, estábamos oyendo jazz, a Charlie Parker, pero por pura casualidad. Estaba encendida la radio, no era un disco nuestro. Supongo que a él le pareció natural. En su literatura se nota que esos pequeños milagros le parecían naturales. Más tarde llegaron Liliana Heker, Bernardo Jobson, Daniel Freidenberg, uno o dos más. Lo que nos asombró ese día fue no encontrar en Cortázar el humos de sus libros, el de Cronopios o de algunos capítulos de Rayuela. Era un alto señor muy serio, casi circunspecto, muy tímido, que hablaba en voz baja y, cuando se reía, se tapaba la boca con la mano. No habló mal de ningún escritor argentino, cosa muy rara entre escritores argentinos, aunque yo creo que, en parte, lo hacía por astucia, no por las mismas razones por las que Marechal nunca hablaba mal de nadie. Cortázar se cuidaba un poco, por su condición de argentino a medias. Era ambiguo y querible, sobre todo muy querible para las mujeres: una combinación rarísima de gigante y de huérfano. En esa época, en el 73, tenía unos sesenta años, barba absolutamente negra, pelo negro y tupido; parecía un hombre de treinta años que se ha dejado la barba para parecer mayor. Hasta que nos reencontramos, esa misma noche o alguna otra, no lo oímos reír. Estaba entusiasmado por recorrer "el barrio de los piringundines", en la calle 25 de Mayo, y nadie se animaba a decirle que a estas alturas ya no había tantos piringundines como él recordaba, pero igual nos fuimos a caminar por la calle 25 de Mayo, por Alem, a tomar vino y a comer en algún bodegón del Bajo. Y ahí apareció el verdadero Cortázar. Después de unos vasos de vino, el humor de Cortázar era irrefrenable. Estaba hecho de cosas mínimas como las que a veces pone en sus libros. Contó una minihistoria inolvidable. No sé si en Villa Crespo o en Flores, o tal vez en alguno de los pueblos donde vivió, había una profesora de teoría y solfeo, una de esas señoritas mayores un poco patéticas, que tenía unas tarjetitas donde decía: Fulana de Tal, Profesora de Piano, Teoría y Solfeo, y abajo, en letra muy chiquita, csi invisible: Se vende un arpa usada. Exactamente lo que le hubiera gustado encontrar a Oliveira. Hacia 1960, yo le había enviado a París mi cuento "Historia para un tal Gaido", en el mismo momento en que él nos mandaba "Continuidad de los parques": se cruzaron en el camino. En el cuento de Cortázar, el personaje de una novela mata al lector; en el mío, al autor. Le fascinaban estos cruces. Con Bioy Casares le sucedió algo parecido: escribieron una o dos veces el mismo cuento. Claro que, siendo argentino, lo asombroso sería no volver a escribir un cuento de Bioy o de Cortázar. La última vez que hablé con él fue muy poco antes de su muerte. En mitad de esta relación hubo una polémica muy amarga sobre el exilio durante la dictadura militar. Cortázar llegó a sostener que todos los escritores que tenían algo que decir debían irse a París. Lo propuso textualmente. nosotros le respondimos en El ornitorrinco -el texto lo escribió Liliana Heker, pero puedo decir nosotros, porque ella respondía por todos-, recordándole que en la Argentina todavía estaban las Madres de Plaza de Mayo, los obreros que no habían podido exiliarse ni lo pensaban; que aparecían, si uno corría el riesgo de editarlas, unas cuantas revistas literarias no oficiales; que el mero hecho de vivir en París no garantizaba la buena conciencia de nadie; y, sobre todo, que ya se había dado un fenómeno que a Cortázar se le había pasado por alto, Teatro Abierto, que fue prácticamente un acto masivo de rebeldía cultural contra la dictadura. Muchos revolucionarios estratosféricos se molestaron con nuestra revista por haber discutido con Cortázar, porque, en esos años, disentir con él era como desautorizar al Papa. Cortázar no contestó; aceptó esas razones, vale decir, nos confirmó su aceptación tácita. Pero, además, la última vez que vino a la Argentina, antes de morir -la visita famosa que ahora todos recuerdan porque no lo invitó Alfonsín-, volvió a llamar por teléfono para decirme que teníamos razón, y que pusiera el televisor esa noche, ya no sé en qué programa, porque lo diría explícitamente, cosa que efectivamente hizo, y que cuando volviera a Buenos Aires, en unos meses, iba a encontrarse con nosotros, "con mis amigos", dijo. Ya nunca más volvió, a los tres meses había muerto. En aquellas primeras noches del setenta, le preguntamos sobre Latinoamérica y él dijo con franqueza: "No entiendo mucho de política." O sea, que sus opciones políticas eran viscerales. No quería ser un intelectual, no se sentía un intelectual. Era un hombre comprometido emocionalmente con aquello que creía justo. Y sobre todo era un escritor. Salvo Borges, y no encuentro otra excepción, no he conocido a nadie tan preocupado por el tema de las palabras. Para Cortázar, las palabras no sólo tenían significado y sonido, sino color y peso. Hablaba del color de las palabras como si fueran una especie desconocida de animalitos que había que amaestrar. Cortázar ha dicho que no corregía, o que improvisaba sus cuentos sin saber cómo ni por qué. Es falso, es una pose inocente o una broma para señoritas que venden arpas usadas. Yo recuerdo cartas que acompañaban algún cuento para la revista: "Por favor, los puntos, las comas; revísemelo usted mismo, que lo he corregido tanto..." Cortázar coqueteaba un poco al decir que escribía sus historias sin saber dónde iba. Él, a lo mejor, no lo sabía; pero su inconsciente sí. Esa poética del éxtasis, que profesan los jóvenes tontos, sólo es útil si ya se es Cortázar, si ya se tiene una ciega confianza en que las palabras hablan por nosotros.

domingo, 13 de febrero de 2011

Ulrica


Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.
Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York, esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las murallas. Eramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.

-Soy feminista -dijo-. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.

La frase quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba. Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.

Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que era noruega.

Uno de los presentes comentó:
-No es la primera vez que los noruegos entran en York.
-Así es -dijo ella-. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.

Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresióno su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descrubrí poco a poco.

Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.

Me preguntó de un modo pensativo:
-¿Qué es ser colombiano?
-No sé -le respondí-. Es un acto de fe.
-Como ser noruega -asintió.

Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.

Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
-A mí también. Podemos salir los dos.

Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven.

No había un alma en los campos. Le propusé que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.

Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que era un lobo. Ulrica no se inmutó.

Al rato dijo como si pensara en voz alta:
-Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que las grandes naves del museo de Oslo.

Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia Edimburgo.
-En Oxford Street -me dijo- repetiré los pasos de Quincey, que buscaba a su Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.

-De Quincey -respondí- dejó de buscarla.

Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.

-Tal vez -dijo en voz baja- la has encontrado.

Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos.

Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
-Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.

Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y en una muchacha de Tezas, clara y esbelta como Ulrica que me había negado su amor.

No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.

Tomados de la mano seguimos.

-Todo esto es como un sueño -dije- y yo nunca sueño.

-Como aquel rey -replicó Ulrica- que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una pocilga.

Agregó después.

-Oye bien. Un pájaro está por cantar.

Al poco rato oímos el canto.

-En estas tierras -dije-, piensan que quien está por morir prevé el futuro.

Y yo estoy por morir -dijo ella.

La miré atónito.

-Cortemos por el bosque -la urgí-. Arribaremos más pronto a Thorgate.

-El bosque es peligroso -replicó.

Seguimos por los páramos.

-Yo querría que este momento durara siempre -murmuré.

-Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres -afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.

-Javier Otálora- le dije.

Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.

-Te llamaré Sigurd- declaró con una sonrisa.

Si soy Sigurd -le repliqué- tu serás Brynhild.

Había demorado el paso.

-¿Conoces la saga?- le pregunté.

-Por supuesto -me dijo-. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con sus tardíos Nibelungos.

No quise discutir y le respondí:

-Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.

Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el Northern Inn.

Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:

-¿Oíste el lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.

Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura. Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaba muebles ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba al tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica

viernes, 11 de febrero de 2011

Ser escritor, Abelardo Castillo

Simpleza y excelencia van de la mano en cuanta historia nos narre el gran Abelardo.
Acá van tres imprescindibles.


No tengo opiniones sobre literatura. Heine decía que las catedrales fueron hechas porque los hombres que las construyeron no tenían opiniones, sino convicciones. Seguramente no construiré nunca una catedral, pero, al menos, tengo una convicción: un buen cuento es una historia contada de la única manera posible.

Lugar del escritor

No hay listas de mejores libros, hay listas de libros más vendidos.

Un escritor es tal vez un hombre que establece su lugar en la utopía.

Moralidades de entrecasa

Un gran talento es, en el fondo, una numerosa inutilidad para todo lo demás.

Libros y Biblioteca

Borges decía no tener sus propios libros en la biblioteca porque quería tener una buena biblioteca. No era sólo una broma. Un escritor es alguien que se toma muy en serio la literatura pero no se toma en serio a sí mismo.

Poesía y Prosa

Ser poeta no significa escribir en verso; ni el puro acto mecánico de versificar garantiza la poesía. Hay otro tipo de escritor que llega a los versos a través de la prosa, como Borges, como Quevedo, incluso como Poe.

La poesía no es una manera de escribir, es más bien un modo de vivir, de percibir el mundo.

Literatura y Felicidad

La literatura es un conjuro contra la infelicidad y la desdicha. La felicidad no hay que escribirla: hay que vivirla.

En la literatura se pone el deseo, la nostalgia, la ausencia, lo que se ha perdido o no se quiere perder. Pero es tan difícil escribir una buena historia feliz.

Literatura de Provincia

Rilke le aconsejaba al joven poeta que cuando creyera no poder escribir más volviese a su infancia: las dos patrias del escritor son justamente eso: su idioma y su infancia. Tu infancia que es el origen de todo lo que sos. Las dos están ligadas al lugar en donde has vivido, a su gente, a sus árboles, a su cielo.

Consejo para poetas

"Creedme que todo depende de esto: haber tenido, una vez en la vida, una primavera sagrada que colme el corazón de tanta luz que baste para transfigurar todos los días venideros" (Rilke)


La Historia Subterránea

Ninguna historia cuenta una sola historia, ni en los libros ni en la vida. Pero, sobretodo en la literatura, si la historia subterránea no es en cierto modo la esencial no hay obra de ficción.


Lenguaje del arte

Una novela sólo se explica por sí misma. Lo que cualquier obra de arte significa sólo puede ser captado, develado, desde su propio lenguaje. No se puede contar con palabras una sinfonía o una sonata. Como tampoco se puede pintar un poema o razonar una escultura.

Las brutas verdades de Arlt

"Uno no sabe que pensar de la gente, si son idiotas en serio o si se toman a pecho la burda comedia que representan"

Ideas peligrosas

La gente llama ideas peligrosas a las ideas nuevas. Si fueran honrados deberían decir: peligrosas para mí. Bien mirado, una nueva idea es rarísima y es la respuesta de la inteligencia a una necesidad humana nueva, de ahí que las llamadas ideas peligrosas sean las únicas ideas necesarias. Lo realmente peligroso son las viejas ideas. Tienen la inmovilidad y la fascinación de la muerte.

No es lo mismo ambigüedad que confusión. Una historia debe tener siempre un único final. Si quisiste dos o más desenlaces, esos desenlaces son un único final: se llama ambigüedad. Si nadie te entiende ni medio se llama confusión.

martes, 8 de febrero de 2011

De pérdidas y hallazgos en la obra de Borges

“El Aleph y “El Zahir son dos cuentos de Borges, que empiezan con el dolor por una mujer que ha muerto y a la que el narrador amaba secretamente. En ambas historias la pérdida es anterior al hallazgo de un objeto mágico.
En “El Zahir” la mujer es Teodolina Villar y el prodigio, un Zahir (un objeto que no se puede olvidar, en este caso una moneda).

Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior.

El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodolina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.

Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tomado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacuarí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mi desdicha, tres hombres jugaban al truco.

Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle, tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula.

Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de níquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental.

El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos.

El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos

Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios.

En el “El Aleph” la mujer perdida se llama Beatriz Viterbo y el objeto mágico que se encuentra es un punto, escondido en la escalera de un sótano donde convergen todos los puntos del universo.
El comienzo de “El Aleph” pone en escena el duelo, el amor secreto y la muerte de la mujer a la que se ama con un mundo que trascurre insensible.

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.

La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.

Borges comprueba que Carlos Argentino Daneri, el primo de Beatriz, ni estaba loco y que el prometido Aleph existe, en el punto mágico, Borges ve todo el universo:

Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos.

La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.

Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Carta en mano, Julio Cortazar

Para Felisberto Hernández
Carta en mano

Felisberto Hernández fue el escritor uruguayo con quien Cortázar sintió mayor afinidad. A él y a Italo Calvino debe Felisberto el inicio de su prestigio internacional. Aunque nunca llegaron a conocerse, Cortázar escribió en 1980 (Felisberto había muerto en 1963) esta "carta" que luego sirvió de prólogo al volumen Novelas y cuentos de la Biblioteca Ayacucho (1985). El texto está incluido también en Obra crítica de Cortázar publicado por Alfaguara.

Felisberto, tú sabes (no escribiré "tú sabías"; a los dos nos gustó siempre transgredir los tiempos verbales, justa manera de poner en crisis ese otro tiempo que nos hostiga con calendarios y relojes), tú sabes que los prólogos a las ediciones de obras completas o antológicas visten casi siempre el traje negro y la corbata de las disertaciones magistrales, y eso nos gusta poquísimo a los que preferimos leer cuentos o contar historias o caminar por la ciudad entre dos tragos de vino. Descuento que esta edición de tus obras contara con los aportes críticos necesarios; por mi parte prefiero decirles a quienes entren por estas páginas lo que Antón Webern le decía a un discípulo: "Cuando tenga que dar una conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama la música". Aquí para empezar no habrá ni sospecha de conferencia, pero a vos te divertirá el buen consejo de Webem por la doble razón de la palabra y la música, y sobre todo te gustara que sea un músico el que nos abra la puerta para ir a jugar un rato a nuestra manera rioplatense.

Esto de abrir la puerta no es un mero recuerdo infantil. En estos días en que andaba dándole la vuelta a la máquina de escribir como un perrito necesitado de árbol, encontré cosas tuyas y sobre vos que no conocía en los remotos tiempos en que por primera vez leí tus libros y escribí páginas que tanto te buscaban en el terreno de la admiración y del afecto. Y te imaginarás mi sorpresa (mezclada con algo que se parece al miedo y a la nostalgia frente a lo que nos separa) cuando llegué a un epistolario recogido por Norah Giraldi, en el que aparecen las cartas que le escribiste a tu amigo Lorenzo Destoc mientras hacías una gira musical por la provincia de Buenos Aires. Como si nada, sin el menor respeto hacia un amigo como yo, fechas una carta en la ciudad de Chivilcoy, el 26 de diciembre de 1939. Así, tranquilamente, como hubieras podido fecharía en cualquier otro lado, sin demostrar la menor preocupación por el hecho de que en ese año yo vivía en Chivilcoy, sin inquietarte por la sacudida que me darías treinta y ocho años más tarde en un departamento de la calle Saint-Honoré donde estoy escribiéndote al filo de la medianoche.
No es broma, Felisberto. Yo vivía entonces en Chivilcoy, era un joven profesor en la escuela normal, vegeté allí desde el 39 hasta el 44 y podríamos habernos encontrado y conocido. De haber estado a fines de ese diciembre no hubiera faltado al concierto del Terceto Felisberto Hernández, como no faltaba a ningún concierto en esa aplastada ciudad pampeana por la simple razón de que casi nunca había concierto, casi nunca pasaba nada, casi nunca se podía sentir que la vida era algo más que enseñar instrucción cívica a los adolescentes o escribir interminablemente en un cuarto de la Pensión Varzilio. Pero habían empezado las vacaciones de verano y yo aprovechaba para volver a Buenos Aires donde me esperaban mis amigos, los cafés del centro, amores desdichados y el último número de Sur. Vos tocaste con tu terceto en eso que llamas a secas "el club" y que conocí muy bien, el Club Social de Chivilcoy detrás de cuyo amable nombre se escondían las salas donde el cacique político, sus amigos, los estancieros y los nuevos ricos se trenzaban en el póquer y el billar. Cuando en tu carta le decís a Destoc que la discusión para que te aceptaran y te pagaran el concierto se libró junto a una mesa de billar, no me enseñas nada nuevo porque en ese club todas las cosas se libraban así. Muy de cuando en cuando, a regañadientes pero obligados a cuidar la fachada de las "actividades culturales", los dirigentes accedían a un concierto o a una velada presuntamente artística, que pagaban mal y sin ganas y que escuchaban apoyándose entredormidos en el hombro de sus nobles esposas.
Si te hablara de algunas cosas que vi y escuché en esos tiempos no te sorprenderían demasiado y en todo caso te divertirían, vos que les contabas tantos cuentos a tus amigos como un preludio para aflojar los dedos antes de refugiarte en tu cuarto de hotel y escribir tus cuentos, justamente ésos que hubiera sido imposible contar sin destruir su razón más profunda. En esos mismos salones donde tocaste con tu terceto yo escuché, entre otras abominaciones, a un señor que primero contempló al público con aire cadavérico (probablemente tenía hambre) y luego exigió silencio absoluto y concentración estética pues se disponía a interpretar la... sinfonía inconclusa de Schubert. Yo me estaba frotando todavía los oídos cuando arrancó con un vulgar pot-pourri en el que se mezclaban el Ave María, la Serenata, y creo que un tema de Rosamunda; entonces me acordé de que en los cines andaban pasando una película sobre la vida del pobre Franz que se llamaba precisamente La sinfonía inconclusa, y que este desgraciado no hacía más que reproducir la música que había escuchado en ella. Inútil decirte que en el selecto público no hubo nadie a quien se le ocurriera pensar que una sinfonía no ha sido escrita para el piano.
En fin, Felisberto, ¿vos te das cuenta, te das realmente cuenta de que estuvimos tan cerca, que a tan pocos días de diferencia yo hubiera estado ahí y te hubiera escuchado? Por lo menos escuchado, a vos y al "mandolión" y al tercer músico, aunque no supiera nada de vos como escritor porque eso habría de suceder mucho después, en el cuarenta y siete, cuando Nadie encendía las lámparas. Y sin embargo creo que nos hubiéramos reconocido en ese club donde todo nos habría proyectado el uno hacia el otro, yo te habría invitado a mi piecita para darte cana y mostrarte libros y quizá, vaya a saber, alguno de esos cuentos que escribía por entonces y que nunca publiqué. En todo caso hubiéramos hablado de música y escuchado los discos que yo pasaba en una victrola más que rasposa pero de donde salían, cosa inaudita en Chivilcoy, cuartetos de Mozart, pailitas de Bach y también, claro, Gardel y Jelly Roll Morton y Bing Crosby. Sé que nos hubiéramos hecho amigos, y anda a imaginar lo que habría salido de ese encuentro, cómo habría incidido en nuestro futuro después de conocernos en Chivilcoy; pero claro, justamente entonces yo tenía que irme a Buenos Aires y a vos se te ocurría elegir ese hueco para dar tu concierto. Fíjate que las órbitas no solamente se rozaron ahí sino que siguieron muy cerca durante una punta de meses. Por tus cartas sé ahora que en junio del 40 estabas en Pehuajó, en julio llegaste a Bolívar, de donde yo había emigrado el año anterior después de enseñar geografía en el colegio nacional, horresco referens. Andabas dando tumbos musicales por mi zona, Bragado, General Villegas, Las Flores, Tres Arroyos, pero no volviste a Chivilcoy, la batalla junto a la mesa de billar había sido demasiado para vos. Todo eso asoma ahora en tus cartas como de un extraño portulano perdido, y también que en Bolívar paraste en el hotel La Vizcaína, donde yo había vivido dos años antes de mi pase a Chivilcoy, y no puedo dejar de pensar que a lo mejor te dieron la misma pieza flaca y fría en el piso alto, allí donde yo había leído a Rimbaud y a Keats para no morirme demasiado de tristeza provinciana. Y el nuevo propietario, que se llamaba Musella, te acompañó sin duda hasta tu pieza, frotándose las manos con un gesto entre monacal y servil que bien le conocí, y en el comedor te atendió el mozo Cesteros, un gallego maravilloso siempre dispuesto a escuchar los pedidos más complicados y traer después cualquier cosa con una naturalidad desarmante. Ah, Felisberto, qué cerca anduvimos en esos años, qué poco faltó para que un zaguán de hotel, una esquina con palomas o un billar de club social nos vieran damos la mano y emprender esa primera conversación de la que hubiera salido, te imaginas, una amistad para la vida.
Porque fíjate en esto que mucha gente no comprende o no quiere comprender ahora que se habla tanto de la escritura como única fuente válida de la crítica literaria y de la literatura misma. Es cierto que a mí no me hizo falta encontrarte en Chivilcoy para que años más tarde me deslumbraras en Buenos Aires con El acomodador y Menos Julia y tantos otros cuentos; es cierto que si hubieras sido un millonario guatemalteco o un coronel birmano tus relatos me hubieran parecido igualmente admirables. Pero me pregunto si muchos de los que en aquel entonces (y en éste, todavía) te ignoraron o te perdonaron la vida, no eran gentes incapaces de comprender por qué escribías lo que escribías y sobre todo por qué lo escribías así, con el sordo y persistente pedal de la primera persona, de la rememoración obstinada de tantas lúgubres andanzas por pueblos y caminos, de tantos hoteles fríos y descascarados, de salas con públicos ausentes, de billares y clubs sociales y deudas permanentes. Ya sé que para admirarte basta leer tus textos, pero si además se los ha vivido paralelamente, si además se ha conocido la vida de provincia, la miseria del fin de mes, el olor de las pensiones, el nivel de los diálogos, la tristeza de las vueltas a la plaza al atardecer, entonces se te conoce y se te admira de otra manera, se te vive y convive y de golpe es tan natural que hayas estado en mi hotel, que el gallego Cesteros te haya traído las papas fritas, que los socios del club te hayan discutido unas pocas monedas entre dos golpes de billar. Ya casi no me asombra lo que tanto me asombró al leer tus cartas de ese tiempo, ya me parece elemental que anduviéramos tan cerca. No solamente en ese momento y esos lugares; cerca por dentro y por paralelismos de vida, de los cuales el momentáneo acercamiento físico no fue más que una sigilosa avanzada, una manera de que a tantos años de una mesa de billar, a tantos años de tu muerte, yo recibiera fuera del tiempo el signo final de la hermandad en esta helada medianoche de París.
Porque además también viviste aquí, en el barrio latino, y como a mí te maravilló el metro y que las parejas jóvenes se besaran en la calle y que el pan fuera tan rico. Tus cartas me devuelven a mis primeros años de París, tan poco tiempo después que vos; también yo escribí cartas afligidas por la falta de dinero, también yo esperé la llegada de esos cajoncitos en los que la familia nos mandaba yerba y café y latas de carne y de leche condensada, también yo despaché mis cartas por barco porque el correo aéreo costaba demasiado. Otra vez las órbitas tangenciales, el roce sigiloso sin que nos diéramos cuenta; pero qué querés, a mí me tocaría encontrarte en tus libros y a vos no encontrarme en nada; en ese territorio en que habitamos eso no tuvo ni tiene importancia, como no la tiene el que ahora yo no lleve esta carta al correo. De cosas así vos sabías mucho, bien que lo mostrás en Las manos equivocadas y en tantos otros momentos de tus relatos que al fin y al cabo son cartas a un pasado o a un futuro en los que poco a poco van apareciendo los destinatarios que tanto te faltaron en la vida.
Y hablando de faltas, si por un lado me duele que no nos hayamos conocido, más me duele que no encontraras nunca a Macedonio y a José Lezama Lima, porque los dos hubieran respondido a ese signo paralelo que nos une por encima de cualquier cosa, Macedonio capaz de aprehender tu búsqueda de un yo que nunca aceptaste asimilar a tu pensamiento o a tu cuerpo, que buscaste desesperadamente y que el Diario de un sinvergüenza acorrala y hostiga, y Lezama Lima entrando en la materia de la realidad con esas jabalinas de poesía que descosifican las cosas para hacerlas acceder a un terreno donde lo mental y lo sensual cesan de ser siniestros mediadores. Siempre sentí y siempre dije que en Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio, y qué hermoso saberlos a todos latinoamericanos) estaban los eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la hora de Menos Irene y de La casa inundada.
Bueno, se me acaba el papel y ya sabemos que el franqueo es caro, por lo menos el que paga el lector con su atención. Acaso hubiera sido preferible callar cosas que siempre supiste mejor que los demás, pero confesa que la historia de la sinfonía inconclusa te hizo reír, y que seguro te gustó saber que habíamos estado tan cerca allá en las pampas criollas. Esta carta te la debía aunque no sea ni de lejos las que te escriben otros más capaces. A mí me pasó lo que vos mismo dijiste tan bien: "Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado". Ahora llega el otro sueño, el de las dos de la mañana. Déjame que me despida con palabras que no son mías pero que me hubiera gustado tanto escribirte. Te las escribió Paulina también de madrugada, como un resumen de lo que había encontrado en vos: Las más sutiles relaciones de las cosas, la dama sin ojos de los más antiguos elementos; el fuego y el humo inaprensibles; la alta cúpula de la nube y el mensaje del azar en una simple hierba; todo lo maravilloso y oscuro del mundo estaba en tí.

Te querrá siempre
Julio Cortázar
El País Cultural Nº 258
Edición 5º aniversario
14 de octubre de 1994