miércoles, 28 de diciembre de 2011

La otredad en "Lejana"


A través del análisis del cuento Lejana, diario de Alina Reyes, publicado en 1951 por Julio Cortázar, identificamos una serie paralela de mundos posibles, donde lo fantástico viaja simultáneo y paralelo a lo real: entre este mundo y aquel, entre lo real y lo escrito; atraviesan ciudades, personas modificando vidas; la reunión de las dos partes en un solo personaje; la fusión intensa que permite que al final el narrador ya no sea Alina Reyes, sino la voz de la manifestación de ella misma "Me acuerdo que un día pensé "Allá me pegan, allá la nieve me entra por los zapatos y esto lo sé en el momento, cuando me está ocurriendo allá yo lo sé al mismo tiempo ¿Pero por qué al mismo tiempo? A lo mejor me llega más tarde, a lo mejor no ha ocurrido todavía (...)".
La ambigüedad se expresa claramente en la narrativa de la protagonista.
"Porque a mí, la lejana, no la quieren."
Aquí el uso de la primera persona y de la tercera persona del singular denota esa dicotomía. Alina Reyes es el pasaje de una interioridad reservada que al pasar el puente se exterioriza irracionalmente; las dos partes se unen y se vuelven a dividir de una manera imperceptible, y de esta nueva división surge una especie de traspaso del ser, en el que Alina se convierte en la mendiga, y grita, "De frío, porque la nieve le estaba entrando por los zapatos rotos, porque yéndose camino de la plaza iba Alina Reyes, lindísima en su sastre gris, el pelo un poco suelto contra el viento, sin dar vuelta a la cara y yéndose."
Alina Reyes necesita salvar a la otra para ser la otra, la que no llegó a ser y siempre habitó su interior, porque la ausencia no se llena hasta el encuentro final de las dos almas.
El vacío de una superficialidad que la hace pobre en su riqueza; búsqueda y hallazgo de su alma; sufre, porque quiere sufrir porque sufrir es ser por fin ella.
Necesita el puente, el frío y el dolor para que sepan que Alina Reyes no es sino su antítesis.
Si proyectada salva, es salvada también, porque aún en el dolor siente el placer de ser la fuerza extraña que no es extraña.
Lo uno y lo múltiple, la identidad y la diversidad; desalojada por la entrevisión de la multiplicidad.
El concepto de individuo unívoco, en el que el encuentro con el otro; encuentro con uno mismo; descomposición de la personalidad individual, es también irrupción de lo otro, presencia de lo desconocido en la propia conciencia.
El texto anuncia "Diario de Alina Reyes" y comienza siendo narrado en primera persona, con todo el intimismo, la naturalidad y la autenticidad que la forma del diario de vida conlleva y el sujeto enunciante desdoblado.
El estilo introspectivo del yo que dialoga consigo mismo a solas constituye una especie de garantía de fidelidad respecto de las ideas y sentires.
Es espejo en el que la protagonista se contempla y, en este sentido, es en sí mismo dador de identidad.
La yuxtaposición de hechos que se enumeran sin nexo aparente o bien las construcciones elípticas sugieren en ocasiones el divagar de la conciencia: "Pero sí, Alina Reyes, y por eso anoche fue otra vez, sentirla y el odio".
Los coloquialismos léxicos "soy una chica sin humos"; "parapeto", entre los que llama la atención una solitaria inclusión del característico "che", "Eso le da frío a cualquiera, che, aquí o en Francia", además de los familiarismos, los diminutivos y aumentativos: "M'hijita, la última vez que te pido que me acompañes al piano. Hicimos un papelón"; "enormísimo", "abrigadísimo", "delgadísima", "lindísima", a lo que debe sumarse el uso de fragmentos en lenguas extranjeras "Votre ame est un paysage choisi...", "piré, champagne", "Now I lay me down to sleep; factor que contribuye a la configuración de un personaje en tránsito que habita espacios simultáneos, pero distintos y distantes. No fundidos.
Expansión del ego, revelando la indeterminación de la propia identidad; la irrupción de lo otro, lo que en apariencia lejano y sin conexión, sin embargo, se va apoderando hasta compartir la identidad de la protagonista.
Alina es una especie de anagrama vivo en el que el espacio en blanco o los puntos suspensivos insinúan que es alguien más, que le falta algo para ser totalmente, algo que aún no ha descubierto, completamente opuesto a lo que ella sabe y cree de sí: se trata de un otro yo, de otra realidad.
Efectivamente, a partir de aquel juego del lenguaje se constata que 'la lejana' está elaborada en cuanto doble opuesto de Alina; todo en ella constituye la antítesis de la protagonista.
Ambas conciencias se iluminan mutuamente, configurándose como el reflejo invertido de cada una. De ahí que se configuren en cuanto opuestos complementarios, relación en la que los límites de la ajenidad tienden a desvanecerse.
No en vano la otredad se manifiesta en este relato mediante la experiencia de una presencia ajena como si fuera propia, de una voz extrínseca hablando desde adentro.
Coexistencia simultánea de esos dos yo. Es más bien un problema de perspectivas opuestas conviviendo en un mismo ser. La continua presencia ajena-lejana enfatiza en Alina el sentimiento de descolocación, de estar a medias, una incomodidad que no la deja ser feliz ni con una realidad ni con la otra.
El proceso de conciencia que el diario narra, va mostrando cómo lo otro irrumpe progresivamente en el yo, cómo lo cotidiano es sobresaltado por lo insólito, cómo lo fantástico se va apoderando poco a poco de toda realidad razonable y cierta -destruyendo toda lógica y certidumbre-.
Se da así una lucha de personalidades, expresada estilísticamente por medio del uso intercalado de la primera y la tercera personas. El discurso ajeno se yuxtapone al propio, lo invade: "porque soy yo y le pegan"; "Porque a mí, a la lejana, no la quieren".
No existe un diálogo, pero sí el deseo de comunicación, expresado en las ansias de Alina de enviarle un telegrama a la Lejana.
"Sujeto y discurso se pluralizan agudamente y el cuento como tal se transforma en un espacio donde uno y otro pierden sus identidades seguras y definidas..."
La protagonista deviene, en tal sentido, sujeto heterogéneo, plural y también sujeto transcultural, en el sentido de que en ella se da un proceso transitivo, de paso entre mundos.
Tal vez por ello es que a medida que el cuento y los días en el diario avanzan, el yo evoluciona hacia una posición de aceptación del otro e incluso de deseo de encuentro y de posesión. Aquí la figura del puente, adquiere relevancia primordial.
A Alina le obsesiona la idea del puente; "Más fácil salir a buscar ese puente, salir en busca mía y encontrarme como ahora, porque ya he andado la mitad del puente entre gritos y aplausos..."
El puente como posibilidad de paso, de cruce del umbral y, consecuentemente, de reunión e integración.
Juego confuso y a veces angustiante entre las imágenes del yo y del otro, del yo que no sólo es incapaz de sacudirse del otro sino que además se reconoce en él constantemente.
El anhelo de reunión, de fusión de la identidad quebrada de la protagonista -"Se doblegará si realmente soy yo, se sumará a mi zona iluminada, más bella y cierta con solo ir a su lado y apoyarle una mano en el hombro".
El diario culmina el 7 de febrero y da paso a una voz en tercera persona, un narrador aparentemente omnisciente, certero, que relatará el anhelado encuentro final, en medio del puente de Budapest.
Ceñía a la mujer delgadísima, sintiéndola entera y absoluta dentro de su abrazo, con un crecer de felicidad igual a un himno, a un soltarse de palomas, al río cantando. Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las sensaciones de afuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada, pero segura de su victoria, sin celebrarlo pero tan suyo.

viernes, 23 de diciembre de 2011

La navidad de Auster

Fue lo primero que me acercó a sus letras. Casi por casualidad, por causalidad. Que lo disfruten. Que haya mucho todavía por compartir. Que este año renueve la confianza, la fe y las ganas. Siempre. Gracias a todos y a cada uno de ustedes.

Rossina

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.

Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición.

que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carné de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carné, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete, de treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

La poesía properciana


En su determinación se articula un código creativo vinculado con la tradición alejandrina, deudora de la elegía helenística, pero el poeta introduce variaciones al emular el modelo; no sólo combina temas epigramáticos, sino que introduce auténticos epigramas en su libro de elegías.
Entendemos elegía como la combinación de distintos géneros literarios como resultado de las influencias literarias más dispares; la conjunción de elementos íntimos y subjetivos tales como el papel de la mujer, y del amor en la vida y en la actividad del poeta.
Individualmente podemos tematizar la existencia del elemento autobiográfico.
La voz de la primera persona no como recurso ni fotomontaje sino como proceso.
Ya que del momento que el poeta interpreta el papel del poeta enamorado, la elegía no es autobiográfica.
Los elegíacos no cantan a una relación amorosa en particular, sino a la vida amorosa en sí misma. Petrarquista o trovador ha creado una mitología erótica, de donde proviene la emoción amorosa de sus versos y no de la evocación de sus eventuales penas de amor.
Subjetivismo fingido.
El elemento biográfico es un pretexto poético y sufre un proceso de reelaboración y transfiguración; factor que impide una crónica lineal de su relación con Cintia. Realidad y ficción se fusionan en su obra.
Fusión plena entre obra poética y elección de vida. Esclavo del amor.
Es capaz de crear el mundo tomando como motivo una situación cotidiana que le sirve de pretexto, alcanzando una nueva situación lírica y significación.
En la Elegía I, se define por oposición a Homero, asociado al tipo de poesía épica.
La poesía como fin subjetivo catártico, como liberación de emociones, positivas o negativas que el amor genera.
La épica sirve a los fines colectivos como la elegía a los individuales.

"por eso si hay pudor confiesa ya tus faltas: confesar por quien mueres a veces en el amor te alivia" (I,9, 33-34)

El inminente viaje de la mujer amada y el consiguiente abandono. La cura amoris, será su preocupación, definiendo su militia amoris "no nací para la gloria, no nací para las armas: quieren lo hados que soporte esta milicia".
Por oposición al poder bélico que representa Augusto.
Es la proyección de los distintos sentimientos inspirados por Cintia la que motiva su poesía. Sólo por Cintia alcanzó su gloria tanto renombre y sólo por Cintia se complace.
Sólo tu me agradas: ¡Ojalá solo yo, Cintia te agrade! Este amor valdrá más que el nombre de padre.
A pesar de que en la elegía II, aflora su intención de dedicarse al canto épico y loar a Augusto. Reconoce que esta disposición es tan solo un esbozo y vincula aún más su poesía amorosa en detrimento de la épica y la didáctica.
En los poemas de la elegía III se alude a la memoria de los enamorados una vez muertos.
Cuando la sombra de la muerte se acerque a su umbral, el poeta umbro rechazará la pompa de los desfiles, los lamentos vanos. Quisiera el poeta por el contrario el humilde cortejo de un entierro plebeyo y la transmisión de su poesía. Evidencia del amor que no perece.
Los celos de Propercio se traducen en lamento, hasta el punto tal que el rapto de la amada representa su propia muerte
Se instala la metáfora de la piedra pomez (utilizada para alisar los papiros que formaban los volúmenes) con esta imagen se alude al hecho de pulir formal y temáticamente la propia poesía.
"Ciertamente aquel Homero evocador de su caída, supo que su obra se engendraría en el futuro"
Esta referencia se justifica porque Homero representa el máximo exponente del canto épico, y de inmortalización de su poesía.
Reconoce el mérito del canto épico a pesar de que el suyo esté tan lejano.
La exaltación de la mujer amada y la proyección de los sentimientos que suscita.
"¡Afortunada, si de algún modo fuiste elogiada por mi libro!"
La poesía aparece como medio de eternizar y eternizarse ante el paso insondable a la muerte.
Gloria imperecedera.
Es característica la evocación de Propercio a las 9 musas, aunque sus nombres no se citan expresamente, sus atributos permiten definirlas.
La elegía IV se dirige contra la celestina Acantis, que ciega a los maridos, desprecia la fidelidad, y quebranta las leyes del pudor. Abierta al goce inmediato, desvirtúa la fidelidad.
Propercio rechaza los adornos y la superficialidad a favor del nudus amor (amor desnudo, sin artificios).
Finalidad amorosa en su poesía
"Libro mis batallas en el angosto lecho"
Definiendo al amor como al universo especial que aúna enfermedad y dolor sin curación, y a la poesía elegíaca como curación.
Expresa la posición del amator exclusus o amante rechazado.
El abandono en cualquier caso asociado a un largo viaje, enlazada con una alusión a la fugacidad del amor.
"Cuánto amor apenas en un instante se evapora"
El dolor del amante abandonado en su primeras noches a solas y en el sentirse molesto a sus propios oídos.
Sitúa el estado de felicidad en el poder llorar junto a la amada.
Sometido a la certeza absoluta del amor exclusivo.
"No puedo amar a otra ni abandonar a ésta"
Los amantes deben disfrutar sus alegrías inmediatamente, puesto que como la belleza misma el tiempo de amar es fugaz y volátil"
Por eso, mientras sea posible, gocemos amándonos: nunca es bastante largo el amor".
Se configura como héroe de la milicia amorosa. y de este estatuto la deificación de Cintia.
El enojo de Cintia es auténtico y se debe a los celos, determinado por los amores furtivos en que Cintia lo sorprende.
"Le cantaban a un sordo, desnudaban sus pechos ante un ciego".
Ante la insensibilidad del poeta frente a las insinuaciones de las cortesanas.
La superposición de los distintos estados de ánimo es inmediata. La infidelidad de Propercio. La ira de Cintia que adopta forma de reacción militar y que castiga al amante.
Propercio proclama su admiración por todas aquellas mujeres que amen el umbral solo de su esposo, y pregona como modelo femenino ideal el de las mujeres orientales, que al morir el esposo disputan sobre cuál ha de seguirle en la muerte.
El amante y la mujer amada han de ser idealmente libres. Independencia sin custodia: fides. Su eje estructural, asumiendo el seruitium y militia amoris definidos por pudictia y la ilusión de amor unicus.
Relación amorosa igualitaria y equiparada.
"Yerra quien busca el final de un amor insensato, el amor verdadero desconoce toda medida"

viernes, 2 de diciembre de 2011

De estudios preliminares...

De la página preliminar de Jorge Luis Borges a Ficción y Realidad:

José Bianco es uno de los primeros escritores argentinos y uno de los menos famosos. La explicación es fácil. Bianco no cuidó su fama, esa ruidosa cosa que Shakespeare equiparó a una burbuja y que ahora comparten las marcas de cigarrillos y los políticos. Prefirió la lectura y la escritura de buenos libros, la reflexión, el ejercicio íntegro de la vida y la generosa amistad.
[..]
Como el cristal o como el aire, el estilo de Bianco es invisible. Las palabras, aunque armoniosas, no se interponen entre el autor y los lectores. Este es un modo de afirmar que su estilo es clásico. [..] Las páginas de José Bianco nos confían casi imperceptiblemente, una historia que nuestra imaginación agradece y de la que no podemos descreer. Esta virtud no es común.
[..]
Recuerdo gratamente la lectura de su novela Sombras suele vestir , palabras que proceden de Góngora. En ella, Bianco nos cuenta una historia donde, tal como sucede en la realidad, lo cotidiano y lo fantástico se entretejen. Ayuda a lo fantástico la gravitación de la Biblia, tantas veces recordada y citada por los protagonistas.
Jorge Luis Borges. Buenos Aires, 18 de Septiembre de 1985.

Estudio preliminar, José Bianco

Obras escogidas.

Sinopsis.


No sé hasta que punto es lícito asociar los nombres de Voltaire y Diderot, junto con Rousseau los héroes intelectuales de la Revolución Francesa.
El filósofo del siglo XVIII venera la razón, pero exalta sus límites. Prefiere declararse vencido de antemano, confesar la debilidad de su entendimiento.
Reemplaza el mundo de las existencias por un mundo de objetos que le pertenecen, pues los ha convertido en objetos de su conocimiento.
¿Qué importa saber lo que existe o no existe?
Consideremos Res Nullius al hombre Voltaire y al hombre Diderot que diferían y profundamente, en más de un sentido. Señalemos la función rectora de ambos en la sociedad francesa del siglo XVIII.
Voltaire asigna negligentemente al mundo, por pura comodidad, un origen divino; otros como Diderot el juego infinitamente complejo de causas pequeñas e innumerables.
Las ideas liberales del siglo XVIII traerán la Revolución Francesa.
Diderot se declara el "hombre de la naturaleza". La naturaleza es lo contrario de la sociedad. Instinto, educación, experiencia; en eso se basa la moral de Diderot.
A juicio de Voltaire, en cambio, unicamente la sociedad puede consolarnos de la triste condición humana. Lo mejor que han inventado los hombres para soportar sus males es ponerlos en común.
La naturaleza de Voltaire es ser al mayor grado posible un hombre social.
Las ideas filosóficas de Diderot son imprecisas (es materialista y ateo) "los seres circulan unos en otros" "No hay más individuo que la totalidad", "nacer vivir y morir es cambiar de forma".
Se acusa a Voltaire de no saber lo que quiere pero jamás podría acusárselo de no saber lo que no quiere: la crueldad, la ignorancia, el fanatismo y la injusticia.
Diderot está mas cerca que Voltaire de la Revolución Francesa y de nuestra actual democracia igualitaria, pero Voltaire monárquico, absolutista y aristócrata contribuye más que Diderot a echar abajo las bases del antiguo régimen. Sacude al altar sin tocar el trono.
"Si Dieu n´existait pas il faudrait l´inventer" "je ne suis pas chretien mais c´est pour t´aimer mieux".
Considera monstruosa la idea del pecado asociada al placer o al deseo.
Al fanatismo religioso opone el fanatismo de la razón.
Voltaire es la guerra a esa religión cristiana que ha engendrado tantas guerras.
Denuncia las tonterías y crueldades que se cometen en su nombre. Discute con erudición discutible la autenticidad de los escritos revelados. Su defecto más pernicioso : la intolerancia.
Si bien la Iglesia apoyó a los oprimidos, no trató nunca de reivindicar su libertad ni de despertar en ellos la conciencia de sus derechos.
Ha puesto coto a multitud de males, pero ha dejado subsistir el principio del mal.
Ahogan una libertad de pensamiento que es la fuente de la libertad política y necesitan luchar contra la Iglesia para defender los derechos del espíritu humano.
Era preciso negar con furia antes de poder negar con simpatía.
Un hombre de letras debe vivir en un país libre, escribe Voltaire...


sábado, 26 de noviembre de 2011

Teoría literaria, Borges / Carpentier


Adolfo Bioy Casares, en un numero especial de la revista francesa L’Herne, cuenta que, hace treinta años, Borges, él mismo y Silvina Ocampo proyectaron escribir a seis manos un relato ambientando en Francia y cuyo protagonista hubiera sido un joven escritor de provincias.
El relato nunca fue escrito, pero de aquel esbozo ha quedado algo que pertenece al propio Borges: una irónica lista de dieciséis consejos acerca de lo que un escritor no debe poner nunca en sus libros.

16 consejos
Jorge Luis Borges
En literatura es preciso evitar:

1. Las interpretaciones demasiado inconformistas de obras o de personajes famosos. Por ejemplo, describir la misoginia de Don Juan, etc.

2. Las parejas de personajes groseramente disímiles o contradictorios, como por ejemplo Don Quijote y Sancho Panza, Sherlock Holmes y Watson.

3. La costumbre de caracterizar a los personajes por sus manías, como hace, por ejemplo, Dickens.

4. En el desarrollo de la trama, el recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el espacio, como hacen Faulkner, Borges y Bioy Casares.

5. En las poesías, situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector.

6. Los personajes susceptibles de convertirse en mitos.

7. Las frases, las escenas intencionadamente ligadas a determinado lugar o a determinada época; o sea, el ambiente local.

8. La enumeración caótica.

9. Las metáforas en general, y en particular las metáforas visuales. Más concretamente aún, las metáforas agrícolas, navales o bancarias. Ejemplo absolutamente desaconsejable: Proust.

10. El antropomorfismo.

11. La confección de novelas cuya trama argumental recuerde la de otro libro. Por ejemplo, el Ulysses de Joyce y la Odisea de Homero.

12. Escribir libros que parezcan menús, álbumes, itinerarios o conciertos.

13. Todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una película.

14. En los ensayos críticos, toda referencia histórica o biográfica. Evitar siempre las alusiones a la personalidad o a la vida privada de los autores estudiados. Sobre todo, evitar el psicoanálisis.

15. Las escenas domésticas en las novelas policíacas; las escenas dramáticas en los diálogos filosóficos. Y, en fin:

16. Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio.

FIN



El adjetivo y sus arrugas
Alejo Carpentier


Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas.
El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.
Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.
Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.

FIN

jueves, 10 de noviembre de 2011

De héroes sin atributos

Su autor Julio Premat, catedrático argentino residente en Paris, sostiene que la escritura moderna en la Argentina supone, en simultáneo con la producción de una obra, la construcción de una figura de autor.
Una figura de autor en el plano tradicional y conocido de los medios culturales, académicos y editoriales, como, un personaje de autor, una ficción de autor en los textos. Esa ficción a menudo aparece marcada por una representación contradictoria: ser un gran escritor es no ser nada o nadie.
Así, el libro se ocupa de seis escritores que, a pesar de sus diferencias, pueden asociarse en las maneras de trabajar una autofiguración.
Macedonio Fernández: el gran mito de la literatura argentina, el escritor que no escribe, el escritor de la novela futura.
Borges: el escritor de la reescritura, de una originalidad hecha de repetición, tanto en la producción como en la identidad.
Di Benedetto: escritor del silencio, de una extrañeza casi demente pero siempre lacónica.
Osvaldo Lamborghini: escritor del goce, de lo no escribible, de una destrucción utópica del lenguaje en lo pulsional y, también, el nuevo mito del escritor maldito.
Saer: el escritor borrado, sin imagen ni biografía, que delimita una presencia fuerte a través de la construcción ambivalente de un lugar y de una compleja gama de personajes de escritor.
Y, por último, Piglia: investigador detectivesco, delincuente demente, máquina de escribir o lector de la cultura universal, que presenta su relación con la literatura como una apropiación ilícita, una despersonalización radical o un borrado de la identidad del hombre que escribe.
Indaga en este trabajo las autofiguraciones de autor en la Literatura Argentina, Premat se ocupa de indagar cómo Macedonio Fernández, Borges, Di Benedetto, Osvaldo Lamborghini, Saer, Piglia y Aira, se construyen a sí mismos por las huellas que se encuentran en sus textos.
Esas autofiguraciones se perciben como un vestigio que el texto deja. Esto vestigios no son tributarios de los biografismos, sino que por el contrario son marcas que el texto evidencia en un camino retrospectivo, hacia el final de la lectura y explorando hacia atrás la obra, se consuma una posible figura de autor.
De indudable filiación saeriana como el propio Premat refiere en la introducción, el texto no sólo aprovecha algunas conclusiones expresadas en su anterior libro “La dicha de Saturno. Escritura y melancolía en la obra de Juan José Saer”, sino que además asedia ciertas constantes que importan por un lado la insistencia de los escritores a inscribirse dentro de una tradición y al mismo tiempo a destacar la fuerte dimensión negativa del sujeto que escribe, como si el escritor no fuera nada ni nadie.
La ilusión biográfica y la ficción de autor son los ejes sobre los que Premat elabora su hipótesis que no se fija en ese “ya sabido” que postula que las figuras de autor son construcciones ficcionales, sino que indaga cómo es posible encontrar las trazas a lo largo de todo un proyecto literario, finalmente es el texto el que da cuenta de una figura de autor.
Así la elaboración de la obra corre en paralelo a la construcción esa figura cuya muerte fue decretada por Barthes hace 40 años pero que regresa de otro modo, como bien señala Martín Kohan, no hay un regreso a la dimensión de autor de la que también se ocupó Foucault (“función escritor”) sino que el retorno a la indagación de esas figuras supone ver a los autores con las heridas de su rendición.
Borges decía que Macedonio profería una frase fantástica y se la atribuía a otro, esa condición que podía ser imputada a la humildad tal vez fuera el germen de la propia negación, una construcción hecha de negatividad, pero que al cabo, deja sus rastros.
Premat, nos lleva a repensar la construcción de los linajes y las tradiciones y nos cambia el eje, ya que si la autocanonización de Lugones es un punto de partida para pensar cómo el resto se construye en tanto autor, fracasada la operación lugoninana de constituirse en el patriarca, sigue configurando un punto de referencia para los que llegando después se construyen, análogamente a su proyecto literario.
Premat a despecho, tal vez, de su voluntad construye un canon. En él se proyecta el oximorón que Juan José Saer heredó de Macedonio “no puedo narrar, entonces narro” y cuando el proyecto que parte de la negatividad, se consuma, los sesgos de ese héroe sin atributos, producto de la negación misma, nos susurran una figura de autor.


Comenzaremos su análisis.

martes, 1 de noviembre de 2011

El candelabro de plata, Abelardo Castillo

Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro (o bestial), incapaz de adaptarse al florido mundo, donde para tranquilidad de la hermosa gente se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero, al menos, hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que paso esta noche; soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. No. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable, quién podría juzgarme, quién sobre la tierra (quién en el Cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor, vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido: pero tratare de ser coherente.
Todo empezó esta misma tarde, es decir: la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa, Todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata –más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la pobreza que lo rodea– parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Creo que ya nunca voy a poder desprenderme de él.
Digo que empezó a la tarde. Vagabundeaba yo por los zaguanes más sórdidos del Dock, cuando, al escuchar unos gritos y risas que venían de un cafetín de los muelles, reparé en la fecha. Paradójicamente, me vi en el viejo parque de nuestra casa. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que –como quien se lava– decidí celebrar mi propia Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mi me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero donde vivo. Con orgullo pueril, de chico, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua nobleza hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien: era una sensación extraña, como de paz –un gran sosiego–, pero poco a poco empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto, para qué lo había hecho: para quién; podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo. Y por primera vez en muchos años necesité, imperiosamente, de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y esa no vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco.
Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formase parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.
Cuando llegue frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo –también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto–: una mujer pintarrejeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes marineros de ropas mugrientas, abrazaban a mujerzuelas que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas, dijo: ''¿Quién te creés vos que soy?" y, adornando con un insulto bestial, le respondieron quien se creían que era. No podía soportar aquello: por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba un solo segundo más iba a vomitar, o a golpear a alguien o a llorar a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo:
–Te venís conmigo –le dije.
Mi voz debe de haber sido insólita, el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos, y balbuceó:
–¿Qué dice usted, señor? ...
– Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.
– Pero, ¿cómo, yo... con usted? . . .
Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.

Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar: hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por si misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos –así lo dijo– eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.
– Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, el apenas caminaba.
Dijo que ese era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó:
– Y pensar, señor, que ahora tiene un hijo... Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa. Yo pensé entonces en aquel nieto: ojos de cielo al mediodía, cabellos de trigo joven. De qué otro modo podía ser. Solo que el viejo Franta, difícilmente iba a comprobarlo nunca.
Dije:
– Pero, ¿Como te enteraste de ellos?
– El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes. Yo pensaba, me acuerdo, como era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mi también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada turbia y le diga "señor" al primer sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunte:
–¿Y no intentaste volver? ¿No trataste...?
Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose.
–Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es.... es muy feo. Volver como un mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho, ¿sabe?, que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree... No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho... –hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe–. Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿sabe?, y entonces ella se murió. Esperando. ¿No ve que todo es una porquería, señor?
La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque este contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles, forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación. Dijiste:
– Qué vergüenza, señor.
Eso dijo: qué vergüenza. Y después agregó no poder matarse.

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios, y acaso el candelabro, le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, digo, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires.
Y entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable que –como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose a si mismo. El suicidio o la locura son dos formas del Apocalipsis individual: la venganza de la soledad.
Pero este es otro asunto. Lo que quería explicar es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño.
El me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción, y a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañe, pobre viejo, lo engañe y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto.
Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de la aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba –él lo había adivinado– no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa, fascinante, yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
De pronto dijo:
–Pero, ¿por qué señor, por qué...?
No acabó de hablar: no se atrevió. Entendí que en ese instante me aborrecía con toda
su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, apenas una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora
solo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que nos quedaban.
Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, el también, a ser una persona.
De golpe, volví a la mesa: sus dedos se apartaron.
Dije:
–¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?...
Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad:
–¿Sabés lo que es el cáncer, vos?
El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara al nivel de la suya, dije:
– Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una pared.
El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de pronto comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes.
Concluí secamente:
– Por eso.
– Quiere decir...
– Quiero decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces, ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo, van a poder resucitarme –me erguí, hablaba con voz serena y contenida–. Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, lo que tienen derecho a la esperanza, o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.
Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo.
– Calle usted, señor... –murmuró aterrado.
Entonces, súbitamente, di el toque final a la idea que me torturaba:
– Un cadáver –dije con voz ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.
De pronto, la noche del puerto se hizo fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían en las sombras, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y solemnes.
– Por Dios, Franta –dije, y creo que gritaba–; por ese Dios en el que vos no creés y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vas a volver viejo, y vas a volver como un hombre.
La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el muchachito que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su maravillosa patraña. En la tierra bajo la estrella, los hombres de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.
Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceo llorando:
– No te olvidaré mientras viva.
Me había tuteado. Había dejado de ser la bestia sometida y mustia. Era un hombre: yo había cumplido mi obra.
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa . Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición, se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos caballos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.
Con todo cuidado retiré mis manos de entre las suyas, y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.
Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.

martes, 25 de octubre de 2011

Onetti / Benedetti (Correspondencia 1951-1955)


Las cartas intercambiadas entre Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994) y Mario Benedetti (Paso de los Toros, 1920, Montevideo 2009), estaban en poder del último. En noviembre de 1998 Benedetti las entregó a fin de que fueran depositadas en el Programa de Documentación en Literaturas Uruguaya y Latinoamericana, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, donde se conservan.
Estas cartas no poseen espesor confesional, en ellas sólo se discute sobre literatura o sobre la vida literaria; por último, la cuidadosa calidad de su escritura expresa una firme conciencia compositiva, la manifestación del placer por el texto más allá de la perentoria comunicación de un mensaje. Una elocuente ironía disparada por Onetti circula en varias comunicaciones: un día la escritura privada se hará pública, se escribe hoy no tanto para decir algo al interlocutor sino para la "gloria". Se escribe para que en el futuro "los cuervos del Instituto de Investigaciones" escudriñen, cubran de bronce, tergiversen las rectas intenciones del creador, según bromea Onetti a principios de 1952 (Carta 4). Con el mismo espíritu lúdico y con no menos ironía, dirá poco después: "No le escribo a usted, sino a la Patria. (Calcule, de aquí a cien años, a los diez de mi muerte, el brillo o punta que pueden sacarle a la frasecita ésa los muchachos del Instituto" (Carta 6). Pudo haber sido más optimista en sus cálculos, porque menos de medio siglo después, y a un lustro y poco de su muerte, se procura sacar alguna "punta" a las frases, socarronas (y no tanto), de este Onetti que, en el fondo, reclamaba perdurar y ser reapropiado como escritor uruguayo.
La cartas van de una orilla a otra del Plata a lo largo de cuatro años exactos: entre la primera mitad de 1951 y el 18 de abril de 1955. Cuando Onetti mandó de Buenos Aires a la capital uruguaya la primera de sus notas, hacía una década que se encontraba radicado en Argentina. Cuando recibió la última que le enviara Benedetti desde Montevideo, faltaba muy pocos meses para que regresara al país de origen. Por eso el epistolario se interrumpe, ya que a partir de mediados del 55 la convivencia en la misma ciudad permite comunicarse en forma más inmediata y directa, si es que eso se llevó a la práctica.
En Madrid se reencontrará con un Benedetti también exiliado, de quien llegó a ser casi vecino, ya que alcanzaron a vivir a poco menos de quince cuadras. Y aunque Onetti no salía de su apartamento, Benedetti llegó a visitarlo allí en más de una ocasión, sobre todo en los últimos años. Quizá no se frecuentaron demasiado en Montevideo, entre 1955 y 1974 (año en que Benedetti se vio obligado a salir del país) ni en la primera etapa del exilio (1974-1980), pero en ese lapso Benedetti escribió varios artículos sobre la narrativa onettiana, reconociéndola siempre como una de las mayores obras de esta América.
El último episodio de esa relación literaria ocurrió en Madrid, en marzo de 1993, cuando Benedetti fue uno de los que presentó la última novela de su amigo: Cuando ya no importe.
En el remoto 1951 Onetti tuvo la iniciativa epistolar. Pero el establecimiento del contacto lo procuró el escritor que residía en Montevideo, quien le envió un ejemplar de su libro Marcel Proust y otros ensayos, publicado aquel año. La respuesta desde Buenos Aires no demoró mucho, porque Onetti tenía una verdadera avidez por estar en diálogo permanente con los jóvenes uruguayos (a quienes llevaba más de diez años), sobre todo los que hacían la revista Número: Idea Vilariño -con la que más tarde tendrá una relación sentimental-, Emir Rodríguez Monegal, Manuel A. Claps, Sarandy Cabrera y, desde luego, Mario Benedetti. Necesitaba estar al tanto de las novedades literarias uruguayas.
En 1951 se sumará Mario Benedetti con la redacción del prólogo a la compilación Un sueño realizado y otros cuentos, editada por Número, una de las motivaciones de esta correspondencia. Cuando estableció su vínculo con el narrador residente en la otra orilla, Benedetti apenas pasaba los treinta años de edad, pero ya daba muestras de la prolífica actividad que hasta hoy lo caracteriza. Ni siquiera había conseguido eco en Buenos Aires, según puede advertirse en la última de las comunicaciones enviadas a Onetti:
Tengo la santa intención (y he preparado el mamotreto) de ofrecer a alguna editorial argentina un volumen de cuentos. Son 15 o 16, la mayoría inéditos, bajo el título y el tema común de Montevideanos. Llevo 7 libros publicados y humildemente debo confesar que estoy podrido de costear mis ediciones (Carta 9).
Con estos antecedentes y, sobre todo, con un conocimiento mutuo que sólo se daba por escrito, los asuntos sobre los que hablan no pasan la raya de lo 'público', salvo cuando se trata de proyectos personales.
Fuera de esto, que no es poco y es lo medular, no había nada privado que tratar entre quienes tuvieron un primer y fugaz encuentro personal a comienzos de los cincuenta en una cervecería del Parque Rodó, según testimonios de Benedetti y de Idea Vilariño. Sólo hablan de literatura -en general de la propia- en un sincero y despojado intercambio de opiniones. Hablan de Número y del semanario Marcha, de la provinciana pero activa vida literaria de Montevideo, de algunas obsesiones, del presente y del futuro.
Hay cosas definidas con nitidez y que desmienten algunos lugares comunes sobre uno y otro escritor. Por ejemplo, la repetida imagen de que Onetti se niega a ingresar en el 'escalafón' y se mueve al margen del mundo. Por otra parte, contra la imagen cercana de un Onetti ermitaño, encerrado en una pieza y ensimismado, hay un escritor aún joven -que oscila entre los 42 y los 46 años- que sabe dialogar con alguien más joven, quien lo respeta sin la previsible veneración que podría llegar de otros, un escritor que participa de la vida cultural, un poco al sesgo, pero que está muy presente aun estando ausente del territorio uruguayo. Benedetti silencia su actividad como poeta. Esto quizá se deba a que los términos del diálogo se hacen con arreglo a la narrativa y el ensayo, tal vez porque considera que Onetti tiene una dudosa 'autoridad' en el género, o una escasa afinidad. Como sea, cifra todas sus esperanzas en convertirse en narrador "definitivo":
Me gusta hacer crítica, pero más, mucho más, me gusta hacer cuentos. No sé si me importa demasiado si haré algún ensayo definitivo de 300 páginas, pero sí me importaría hacer un cuento definitivo de 5, 10 o cualquier número de páginas (Carta 2).
Basta leer sólo una página, un solo párrafo de uno y otro autor para notar las enormes diferencias entre ambos, la singularidad de cada uno. En las cartas comparecen opiniones coincidentes. Los dos conciben, en un sentido muy 'moderno', la separación de funciones: hay narradores por un lado y críticos por otro (Rodríguez Monegal parece ser el modelo uruguayo para los dos); hay buenos y malos escritores; se puede uno entrometer en diversos ejercicios pero siempre habrá una 'verdad' última y honda. Onetti entiende que su destino es el de novelista y cuentista, por lo que se rehúsa a entregar una visión crítica sobre Céline, con quien, evidentemente, no quiere que se lo filie en exceso. Benedetti aspira a convertirse en un narrador y si hace crítica sólo es porque le atrae como una forma subsidiaria de la narrativa, una tarea más del escritor-lector, una versión del "poeta-crítico" que imaginara T. S. Eliot. La práctica de la ironía es otra nota común, aunque con diferentes matices. En Onetti adquiere densidad y elegancia que sirve de estímulo para el otro corresponsal, más afecto al retruécano, la broma punzante, la superposición de la lengua 'culta' con la 'popular'. El humorismo ligero o ingenioso de Benedetti concurre en su prosa de ficción (algo muy aplaudido por Onetti)
Existe, más allá de las ideas básicas compartidas, una fuerte distancia entre los dos escritores. Hay una mirada muy crítica de Onetti hacia la concepción del libro de cuentos sin organicidad y de estructura miscelánea, una condena del mero "juego" que oculta o impide la expresión del pensamiento del autor (a propósito de Esta mañana); está la sospecha sobre el relato que sólo se rige por exigencias formales o "intelectuales" (acerca de Quién de nosotros). Por su lado, Benedetti rechaza la narración ambigua y nebulosa, que esconde o encubre la nítida lógica de los acontecimientos relatados (eso en relación a 'María Bonita' o 'La casa en la arena'). Quizá la mayor disidencia tenga que ver con la visión del mundo que producen las ficciones. Onetti reprocha, al pasar, en una carta de comienzos del 52, que en Esta mañana "la totalidad de los cuentos está chorreando exasperación y un poco de odio" (Carta 4).
A su corresponsal no le pasa inadvertida esta señal: "Acerca de la exasperación y del odio, ya hablaremos. Pero no son inventados. Hay mucho de la vida prójima que huele mal y no puedo evitar que la nariz literaria se me frunza" (Carta 5).
No se habla de política. La ausencia podrá no sorprender a los lectores de Onetti -salvo del último-, pero sí a quienes conocen a un Mario Benedetti.
De todas formas, tanto uno como otro preferían transitar por un mundo de referencias y de interferencias literarias que les pertenecía más que cualquier otro y en el que ya estaban instalados con plena y legítima comodidad.
Click aquí por la correspondencia completa.

Artículos de Emir Rodríguez Monegal, Carlos Real de Azúa y David Viñas
Edición, notas y cronología de Pablo Rocca

domingo, 16 de octubre de 2011

Los caminos de Haroldo Conti


El escritor Haroldo Conti nació en Chacabuco, Provincia de Buenos Aires el 25 de mayo de 1925. Estudió filosofía, fue seminarista, maestro rural, profesor de latín, actor, director teatral aficionado, empresario de transportes, piloto civil, guinoista de cine, navegante y hasta náufrago. A pocas semanas del golpe militar, en la madrugada del 5 de mayo de 1976, fue secuestrado a las puertas de su casa. Desde entonces continúa desaparecido.

Después de "Sudeste" conocí por fuerza ese mundo que llaman de las letras, y pensé que nunca más iba a poder escribir una línea. Allí estaba esa gente que suponía espiritualmente la más rica, sostenida sobre la cabeza de un alfiler, podada y limitada en sus experiencias hasta la asfixia y yo con mi novelita debajo del brazo tratando de hacerme un hueco donde pudiera meter los pies. Entonces decidí seguir donde estaba, igual a como estaba, porque después de todo no es tan importante vivir como escritor sino escribir como tal. Lo que yo quería era una literatura que no se interpusiera entre uno y la vida, sino que fuera justamente un modo de conocerla y penetrarla mejor. Una literatura así es una tarea solitaria; dramática y lúdica al mismo tiempo, y sobre todo necesita de los vivos y no de los muertos. De alguna manera, ellos estaban muertos. En eso no descubrí nada nuevo sino que, casi por instinto, acepté el camino de aquellos viejos conocidos para quienes la literatura no fue una forma exquisita de la singularidad sino la imperiosa y hasta trágica necesidad.

A las pequeñas cosas les doy mucha importancia. Si usted viene a mi casa verá muchos cachivaches. Bueno, es todo lo que va a quedar de mí, la lámpara que encendí con tanto cariño, la lapicera que he usado toda mi vida, esta ropa que para otro no significa nada y que para mí tiene mi olor, mi sustancia... Usted dice en cuanto a lo que dije de otros escritores, que queda su obra pero partamos de que es una minoría la que escribe; yo hablo ahora en general, de toda la humanidad. Además no es sólo el hecho físico de mi ropa. Yo le confieso que no le doy más importancia a mi obra que a las cosas físicas que dejo, porque ellas han compartido más mi vida, tienen mucho más sentido que mis libros. Los libros yo los escribo como vida que vivo, no como un monumento literario que dejo.


(De la charla en el Instituto Superior de Periodismo, 1968).

Los caminos

"y aunque la línea está cortada señalando el fin yo sólo digo adiós hasta que nos veamos de nuevo" Bob Dylan


A veces pienso que los días de mi vida se parecen a las teclas de esta máquina. Son redondos y precisos y justamente porque no hacen otra cosa que escribir.
Paco Urondo me ha dicho quiero que escribas algo para el Diario de Mendoza. Y yo le he dicho que bueno, que sí a esa voz precipitada que se dispara desde algún rincón de esta madre Baires y atraviesa una milla de paredes, y antes de colgar la voz me ha dicho un día de estos tomamos un café y charlamos y yo he dicho que sí, que bueno y le he pedido a mi vieja que me sirva un café y bebo en honor de Paco este solitario café que de otra manera se enfriaría en el pocilio esperando el día porque aquí no hay tiempo realmente para las ceremonias del ocio y todo se reduce a voces y urgencias y paredes y señales.
Y ahora me siento a escribir y en el mismo momento, a seiscientos kilómetros de aquí, mi amigo Lirio Rocha se sienta en la puerta de su rancho, porque sus días son igualmente redondos, sólo que en otro sentido, y si el mar lo permite son también precisos, a su manera, se sienta, como digo, en la puerta de su rancho, en la Punta del Diablo, al norte de Cabo Polonio, entre el faro de Polonio y el de Chuy, y mira el mar después de cabalgar un día sobre el lomo de su chalana, porque es el tiempo de la zafra del tiburón, ese oscuro pez del invierno hecho a su imagen y semejanza, y se pregunta (es necesario que se pregunte para que yo siga vivo porque yo soy tan sólo su memoria), se pregunta, digo, qué hará el flaco, es decir, yo, seiscientos kilómetros más abajo en el mismo atardecer.
Y entonces yo me pregunto a mí vez qué es lo que hago realmente, o para decirlo de otra manera por qué escribo, que es lo que se pregunta todo el mundo cuando se le cruza por delante uno de nosotros, y entonces uno pone cara de atormentado y dice que está en la Gran Cosa, la misión y toda esa lata, pero yo sé que a mi amigo Lirio Rocha no puedo decirle nada de eso porque él sí que está en la Gran Cosa, esto es, en la vida y que yo hago lo que hago, si efectivamente es hacer algo, como una forma de contarme todas las vidas que no pude vivir, la de Lirio por ejemplo, que esta madrugada volverá al mar, de manera que se duerme y me olvida. Y yo dejo de golpear esta máquina.
Y ahora, que es noche cerrada y las voces y las paredes se han muerto hasta mañana y la Gran Noche de B aires se parece al mar, pongo un disco de Jobim para no morirme del todo y pienso en mi otro amigo, porque es el momento de los amigos y las ausencias, mi amigo Alfonso Domínguez, capitán, que vive también frente al mar, algunas millas más abajo sobre el lomo salado del Cabo de Santa María y que toca la flauta como Herbie Mann y talla mascarones como el Aleijandinho y aparte de eso calcula la derrota de cada barco que pasa en el horizonte y bebe una copa de vino a cada cambio de viento, siempre que no tarde demasiado, y entonces vuelvo a golpear otra tecla y otra porque me digo que, después de todo, nadie sabrá de ellos si no es por este viejo artificio, y que es igualmente urgente y necesario que mi amigo Antonio Di Benedetto y Mercedes del Carmen Thierry, que tiene los ojos más sabios del mundo, y don Florencio Giacobone que vive en Rivadavia y prepara las mejores conservas de este lado de la tierra y que todos los inviernos baja al Delta a faenar un par de cerdos en el almacén del Nene Bruzzone, que nació en las islas y tripuló aquel doble par de leyenda con el flaco Bataglia cuando todos los remeros eran campeones, y el resto generoso de los muchos y buenos amigos de Mendoza tengan noticias de estos otros amigos que viven frente al mar, y es así que por fin entiendo cuál es la Gran Cosa, porque yo los junto a todos ellos, salto sobre las distancias y el tiempo y los junto a todos ellos en esta mesa del recuerdo que tiendo y sirvo para mis amigos.
(septiembre de 1969)

domingo, 9 de octubre de 2011

Borges, el amor y la ausencia


Me decía hoy que usted encuentra al hombre americano solo. ¿Borges también es solo?

Sí, muchas veces me siento solo. Pero tengo amigos, pocos pero buenos; tengo gente que me quiere. Y tengo además un refugio que no todos tienen y es el hecho de que esencialmente soy un escritor. Mal escritor, buen escritor, eso no importa. Lo importante es poder refugiarme en la literatura, eso es lo que más me ayuda a escapar de la soledad.

¿Del amor entiende, Borges?

Borges: Sí. Desgraciadamente, sí.

¿Cómo desgraciadamente?

Porque desgraciadamente pienso que trae más pesares que placeres. Ahora claro que la felicidad que da el amor es tan grande que más vale ser desdichado muchas veces para ser feliz algunas. ¡Es también una cuestión de estadística!

Vale la pena entonces ser desdichados muchas veces para ser felices un minuto?

Sí. Yo creo que sí. Yo creo que todos nosotros hemos sido muy felices con el amor alguna vez y también creo que todos hemos sido muy desdichados muchas veces. El amor le ofrece a uno esa incertidumbre, esa inseguridad del hecho de poder pasar de una felicidad absoluta a la desdicha; pero también de poder pasar de la desdicha a la brusca, a la inesperada felicidad. Pienso que es una experiencia y uno no debe rehusar experiencias.

Revista Extra - Año XII - n° 133 - Julio 1976

"Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura
y mi ventura, inagotable y pura"

*

"Entre mi amor y yo han de levantarse
trescientas noches como trescientas paredes
y el mar será una magia entre nosotros.
No habrá sino recuerdos.
¡Oh tardes merecidas por la pena!
Noches esperanzadas de mirarte,
campos de mi camino, firmamento
que estoy viendo y perdiendo....
Definitiva como un mármol
entristecerá tu ausencia otras tardes"

*

"Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nichos de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas;
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde"

*

"El presente está solo. La memoria
erige el tiempo. Sucesión y engaño
es la rutina del reloj. El año
no es menos vano que la vana historia"

*

"¿Dónde estará mi vida, la que pudo
haber sido y no fue, la venturosa
o la de triste horror, esa otra cosa
que pudo ser la espada o el escudo
y que no fue? ¿Dónde estará el perdido
antepasado persa o el noruego,
dónde el azar de no quedarme ciego,
dónde el ancla y el mar, dónde el olvido
de ser quien soy? ¿Dónde estará la pura
noche que al rudo labrador confía
el iletrado y laborioso día,
según lo quiere la literatura?
Pienso también en esa compañera
que me esperaba, y que tal vez me espera"

*

"Tarde que socavó nuestro adiós.
Tarde acerada y deleitosa y monstruosa como un
ángel oscuro.
Tarde cuando vivieron nuestros labios en la desnuda
intimidad de los besos.
El tiempo inevitable se desbordaba sobre el abrazo inútil.
Prodigábamos pasión juntamente, no para nosotros
sino para la soledad ya inmediata.
Nos rechazó la luz; la noche había llegado con urgencia.
Fuimos hasta la verja en esa gravedad de la sombra
que ya el lucero alivia.
Como quien vuelve de un perdido prado yo volví de
tu abrazo.
como quien vuelve de un país de espadas yo volví
de tus lágrimas.
Tarde que dura vívida como un sueño
entre las otras tardes.
Después yo fui alcanzando y rebasando
noches y singladuras"

*

"Es el amor. Tendré que ocultarme o huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La
hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras,
la vaga erudición el aprendizaje de las palabras que usó
el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad,
las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven
amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche
intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo, es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz
del ave, ya se han oscurecido los que miran por la ventana, pero la
sombra no ha traído la paz.
Es ya lo se, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la
espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con su pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos que cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo"



En 1964 se dice a sí mismo: «Ya es mágico el mundo. Te han dejado...».
Insiste en el tema amoroso en los tankas, y en On his Blindness habla «del amor que espero y que no pido».
En Two english poems, dedicados a Beatriz Bibiloni Webster de Bulrich, «I can give you may loneliness, my darkness, the hunger of my heart; I am trying to bride you with uncertainty, with danger, with defeat...»

Click en el link por la traducción.

martes, 4 de octubre de 2011

Alejandra Pizarnik y Olga Orozco


Tiempo
A Olga Orozco

Yo no sé de la infancia
más que un miedo luminoso
y una mano que me arrastra
a mi otra orilla.

Mi infancia y su perfume
a pájaro acariciado.


Homenaje a Alejandra Pizarnik por Olga Orozco
Pavana del hoy para una infanta que amo y lloro

A Alejandra Pizarnik

Pequeña centinela,
caes una vez más por la ranura de la noche
sin más armas que los ojos abiertos y el terror
contra los invasores insolubles en el papel en blanco.
Ellos eran legión.
Legión encarnizada era su nombre
y se multiplicaban a medida que tú te destejías hasta el último hilván,
arrinconándote contra las telarañas voraces de la nada.
El que cierra los ojos se convierte en morada de todo el universo.
El que los abre traza las fronteras y permanece a la intemperie.
El que pisa la raya no encuentra su lugar.
Insomnios como túneles para probar la inconsistencia de toda realidad;
noches y noches perforadas por una sola bala que te incrusta en lo
oscuro,
y el mismo ensayo de reconocerte al despertar en la memoria de la
muerte:
esa perversa tentación,
ese ángel adorable con hocico de cerdo.
¿Quién habló de conjuros para contrarrestar la herida del propio
nacimiento?
¿Quién habló de sobornos para los emisarios del propio porvenir?
Sólo había un jardín: en el fondo de todo hay un jardín
donde se abre la flor azul del sueño de Novalis.
Flor cruel, flor vampira,
más alevosa que la trampa oculta en la felpa del muro
y que jamás se alcanza sin dejar la cabeza o el resto de la sangre en el
umbral.
Pero tú te inclinabas igual para cortarla donde no hacías pie,
abismos hacia adentro.
Intentabas trocarla por la criatura hambrienta que te deshabitaba.
Erigías pequeños castillos devoradores en su honor;
te vestías de plumas desprendidas de la hoguera de todo posible paraíso;
amaestrabas animalitos peligrosos para roer los puentes de la salvación;
te perdías igual que la mendiga en el delirio de los lobos;
te probabas lenguajes como ácidos, como tentáculos,
como lazos en manos del estrangulador.
¡Ah los estragos de la poesía cortándote las venas con el filo del alba,
y esos labios exangües sorbiendo los venenos de la inanidad de la
palabra!
Y de pronto no hay más.
Se rompieron los frascos.
Se astillaron las luces y los lápices.
Se degarró el papel con la desgarradura que te desliza en otro
laberinto.
Todas las puertas son para salir.
Ya todo es el revés de los espejos.
Pequeña pasajera,
sola con tu alcancía de visiones
y el mismo insoportable desamparo debajo de los pies:
sin duda estás clamando por pasar con tus voces de ahogada,
sin duda te detiene tu propia inmensa sombra que aún te sobrevuela en
busca de otra,
o tiemblas frente a un insecto que cubre con sus membranas todo el caos,
o te adrementa el mar que cabe desde tu lado en esta lágrima.
Pero otra vez te digo,
ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un
manto:
en el fondo de todo jardín hay un jardín.
Ahí está tu jardín,
Talita cumi.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Aquí Alejandra, por Julio Cortazar


París, 9 de septiembre de 1971

Mi querida, tu carta de julio me llega en septiembre, espero que entre tanto estás ya de regreso en tu casa. Hemos compartido hospitales, aunque por motivos diferentes; la mía es harto banal, un accidente de auto que estuvo a punto de. Pero vos, vos, ¿te das realmente cuenta de todo lo que me escribís? Sí, desde luego te das cuenta, y sin embargo no te acepto así, no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza –y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte. Quiero otra carta tuya, pronto, una carta tuya.
Eso otro es también vos, lo sé, pero no es todo y además no es lo mejor de vos. Salir por esa puerta es falso en tu caso, lo siento como si se tratara de mí mismo.
El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos todos los que te leemos; y ya no vivimos los tiempos en que ese poder era el antagonista frente a la vida, y ésta el verdugo del poeta.
Los verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese privilegio imperial, queridísima.
Yo te reclamo, no humildad, no obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria. Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra.
Escribíme, coño, y perdoná el tono, pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?) para darte una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo.
Julio



Homenaje de Julio Cortazar a Alejandra Pizarnik
(29 de abril de 1936 /25 de septiembre de 1972)

Bicho aquí,
contra esto,
pegada a las palabras
te reclamo.
Ya es la noche, vení,
no hay nadie en casa
salvo que ya están todas
como vos, como ves,
intercesoras,
llueve en la rue de l'Eperon
y Janis Joplin
Alejandra, mi bicho,
vení a estas líneas, a este papel de arroz
dale abad a la zorra,
a este fieltro que juega con tu pelo
(Amabas, esas cosas nimias
aboli bibelot d'inanité sonore
las gomas y los sobres
una papelería de juguete
el estuche de lápices
los cuadernos rayados)
Vení, quedate.
tomá este trago, llueve,
te mojarás en la rue Dauphine,
no hay nadie en los cafés repletos,
no te miento, no hay nadie.
Ya sé, es difícil,
es tan difícil encontrarse
este vaso es difícil,
este fósforo,
y no te gusta verme en lo que es mío,
en mi ropa en mis libros
y no te gusta esta predilección
por Gerry Mulligan,
quisieras insultarme sin que duela
decir cómo estás vivo, cómo
se puede estar cuando no hay nada
más que la niebla de los cigarrillos,
cómo vivís, de qué manera
abrís los ojos cada día
No puede ser, decís, no puede ser
Bicho, de acuerdo,
vaya si sé pero es así, Alejandra,
acurrucate aquí, bebé conmigo,
mirá, las he llamado,
vendrán seguro las intercesoras,
el party para vos, la fiesta entera,
Erszebet
Karen Blixen
ya van cayendo, saben
que es nuestra noche, con el pelo mojado
suben los cuatro pisos, y las viejas
de los departamentos las espían
Leonora Carrington, mirala,
Zorn con un murciélago
Clarice Lispector, agua viva,
burbujas deslizándose desnudas
frotándose a la luz, Remedios Varo
con un reloj de arena donde se agita un láser
y la chica uruguaya que fue buena con vos
sin que jamás supieras
su verdadero nombre,
qué rejunta, qué húmedo ajedrez,
qué maison close de telarañas, de Thelonius
que larga hermosa puede ser la noche
con vos y Joni Mitchell
con vos y Hélène Martín
con las intercesoras
animula el tabaco
vagula Anaïs Nin
blandula vodka tónic.
No te vayas, ausente, no te vayas,
jugaremos, verás, ya están llegando
con Ezra Pound y marihuana
con los sobres de sopa y un pescado
que sobrenadará olvidado, eso es seguro,
en una palangana con esponjas
entre supositorios y jamás contestados
telegramas.
Olga es un árbol de humo, cómo fuma
esa morocha herida de petreles,
y Natalia Ginzburg, que desteje
el ramo de gladiolos que no trajo
¿Ves bicho? Así. Tan bien y ya. El scotch.
Max roach, Silvina Ocampo,
alguien en la cocina hace café
su culebra contando
dos terrones un beso
Leo Ferré
No pienses más en las ventanas
el detrás el afuera
Llueve en Rangoon
Y qué
Aquí los juegos. El murmullo
(Consonantes de pájaro
vocales de heliotropo)
Aquí, bichito. Quieta. No hay ventanas ni afuera
y no llueve en rangoon. Aquí los juegos.