domingo, 31 de octubre de 2010

El otro duelo

Hace ya tantos años que Carlos Reyles, hijo del novelista, me refirió la historia en Adrogué, en un atardecer de verano. En mi recuerdo se confunden ahora la larga crónica de un odio y su trágico fin con el olor medicinal de los eucaliptos y la voz de los pájaros.
Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de las dos patrias. Me dijo que sin duda yo tenía mentas de Juan Patricio Nolan, que había ganado fama de valiente, de bromista y de pícaro. Le contesté, mintiendo, que sí. Nolan había muerto hacia el noventa, pero la gente seguía pensando en él como en un amigo. Tuvo también sus detractores, que nunca faltan. Me contó una de sus muchas diabluras. El hecho había ocurrido poco antes de la batalla de Manantiales; los protagonistas eran dos gauchos de Cerro Largo, Manuel Cardoso y Carmen Silveira.¿Cómo y por qué se gestó su odio? ¿Cómo recuperar, al cabo de un siglo, la oscura historia de dos hombres, sin otra fama que la que les dio su duelo final? Un capataz del padre de Reyles, que se llamaba Laderecha y "que tenía un bigote de tigre", había recibido por tradición oral ciertos pormenores que ahora traslado sin mayor fe, ya que el olvido y la memoria son inventivos. Manuel Cardoso y Carmen Silveira tenían sus campitos linderos. Como el de otras pasiones, el origen de un odio siempre es oscuro, pero se habla de una porfía por animales sin marcar o de una carrera a costilla, en la que Silveira, que era más fuerte, había echado a pechazos de la cancha al parejero de Cardoso. Meses después ocurría, en el comercio del lugar, una larga trucada mano a mano, de quince y quince; Silveira felicitaba a su contrario casi por cada baza, pero lo dejó al fin sin un cobre. Cuando guardó la plata en el tirador, agradeció a Cardoso la lección que le había dado. Fue entonces, creo, que estuvieron a punto de irse a las manos. La partida había sido muy reñida; los concurrentes, que eran muchos, los desapartaron. En esas asperezas y en aquel tiempo, el hombre se encontraba con el hombre y el acero con el acero; un rasgo singular de la historia es que Manuel Cardoso y Carmen Silveira se habrán cruzado en las cuchillas más de una vez, en el atardecer y en el alba, y que no se batieron hasta el fin. Quizá sus pobres vidas rudimentarias no poseían otro bien que su odio y por eso lo fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de los dos se convirtió en esclavo del otro. Ya no sé si los hechos que narraré son efectos o causas. Cardoso, menos por amor que por hacer algo, se prendó de una muchacha vecina, la Serviliana; bastó que se enterara Silveira para que la festejara a su modo y se la llevara a su rancho. Al cabo de unos meses la echó porque ya lo estorbaba. La mujer, despechada, quiso buscar amparo en lo de Cardoso; éste pasó una noche con ella y la despidió al mediodía. No quería las sobras del otro. Fue por aquellos años que sucedió, antes o después de la Serviliana, el incidente del ovejero. Silveira le tenía mucho apego y le había puesto Treinta y Tres como nombre. Lo hallaron muerto en una zanja; Silveira no dejó de maliciar quién se lo había envenenado. Hacia el invierno del 70, la revolución de Aparicio los encontró en la misma pulpería de la trucada. A la cabeza de un piquete de montoneros, un brasilero amulatado arengó a los presentes, les dijo que la patria los precisaba, que la opresión gubernista era intolerable, les repartió divisas blancas y, al cabo de ese exordio que no entendieron, arreó con todos. No les fue permitido despedirse de sus familias. Manuel Cardoso y Carmen Silveira aceptaron su suerte; la vida del soldado no era más dura que la vida del gaucho. Dormir a la intemperie, sobre el recado, era algo a lo que ya estaban hechos; matar hombres no le costaba mucho a la mano que tenía el hábito de matar animales. La falta de imaginación los libró del miedo y de la lástima, aunque el primero los tocó alguna vez, al iniciar las cargas. El temblor de los estribos y de las armas es una de las cosas que siempre se oyen al entrar en acción la caballería. El hombre que no ha sido herido al principio ya se cree invulnerable. No extrañaron sus pagos. El concepto de patria les era ajeno; a pesar de las divisas de los chambergos, un partido les daba lo mismo que otro. Aprendieron lo que se puede hacer con la lanza. En el curso de marchas y contramarchas, acabaron por sentir que ser compañeros les permitía seguir siendo rivales. Pelearon hombro a hombro y no cambiaron, que sepamos, una sola palabra.
En el otoño del 71, que fue pesado, les llegaría el fin. El combate, que no duraría una hora, ocurrió en un lugar cuyo nombre nunca supieron. Los nombres los ponen después los historiadores. La víspera, Cardoso se metió gateando en la carpa del jefe y le pidió en voz baja que si al día siguiente ganaban, le reservara algún colorado, porque él no había degollado a nadie hasta entonces y quería saber cómo era. El superior le prometió que si se conducía como un hombre, le haría ese favor.
Los blancos eran más, pero los otros disponían de mejor armamento y los diezmaron desde lo alto de un cerro. Al cabo de dos cargas inútiles que no llegaron a la cumbre, el jefe, herido de gravedad, se rindió. Ahí mismo, a su pedido, lo despenaron.
Los hombres depusieron las armas. El capitán Juan Patricio Nolan, que comandaba a los colorados, ordenó con suma prolijidad la consabida ejecución de los prisioneros. Era de Cerro Largo y no desconocía el rencor antiguo de Silveira y Cardoso. Los mandó buscar y les dijo:–Ya sé que ustedes dos no se pueden ver y que se andan buscando desde hace rato. Les tengo una buena noticia; antes que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera. Ya sabe Dios quién ganará.
El soldado que los había traído se los llevó.
La noticia no tardó en cundir por todo el campamento. Nolan había resuelto que la carrera coronaría la función de esa tarde, pero los prisioneros le mandaron un delegado para decirle que ellos también querían ser testigos y apostar a uno de los dos. Nolan, que era hombre razonable, se dejó convencer; se cruzaron apuestas de dinero, de prendas de montar, de armas blancas y de caballos, que serían entregados a su tiempo a las viudas y deudos. El calor era inusitado; para que nadie se quedara sin siesta, demoraron las cosas hasta las cuatro. (Les dio trabajo recordar a Silveira.) Nolan, a la manera criolla, los tuvo esperando una hora. Estaría comentando la victoria con otros oficiales; el asistente iba y venía con la caldera.
A cada lado del camino de tierra, contra las carpas, aguardaban las filas de prisioneros, sentados en el suelo, con las manos atadas a la espalda, para no dar trabajo. Uno que otro se desahogaba en malas palabras, uno dijo el principio del Padrenuestro, casi todos estaban como aturdidos. Naturalmente, no podían fumar. Ya no les importaba la carrera, pero todos miraban.–A mí también me van a agarrar de las mechas –dijo uno, envidioso.–Sí, pero en el montón –reparó un vecino.–Como a vos –el otro le retrucó.Con el sable, un sargento marcó una raya a lo ancho del camino. A Silveira y a Cardoso les habían desatado las muñecas, para que no corrieran trabados. Un espacio de más de cinco varas quedaba entre los dos. Pusieron los pies en la raya; algunos jefes les pidieron que no les fueran a fallar, porque les tenían fe y las sumas que habían apostado eran de mucho monto.A Silveira le tocó en suerte el Pardo Nolan, cuyos abuelos habían sido sin duda esclavos de la familia del capitán y llevaban su nombre; a Cardoso, el degollador regular, un correntino entrado en años, que para serenar a los condenados solía decirles, con una palmadita en el hombro: "Ánimo, amigo; más sufren las mujeres cuando paren".Tendido el torso hacia adelante, los dos hombres ansiosos no se miraron. Nolan dio la señal.
Al Pardo, envanecido por su actuación, se le fue la mano y abrió una sajadura vistosa que iba de oreja a oreja; al correntino le bastó con un tajo angosto. De las gargantas brotó el chorro de sangre; los hombres dieron unos pasos y cayeron de bruces. Cardoso, en la caída, estiró los brazos. Había ganado y tal vez no lo supo nunca.

domingo, 24 de octubre de 2010

Borges y la poesía

El Sur

Desde uno de tus patios haber mirado
las antiguas estrellas,
desde el banco de
la sombra haber mirado
esas luces dispersas
que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
ni a ordenar en constelaciones,
haber sentido el círculo del agua
en el secreto aljibe,
el olor del jazmín y la madreselva,
el silencio del pájaro dormido,
el arco del zaguán, la humedad
-esas cosas, acaso, son el poema.

Jorge Luis Borges
Fervor de Buenos Aires (1923)


El amenazado

Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.

Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa
máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. De que me servirán
mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el
aprendizaje de las palabras que uso, el áspero Norte para cantar sus
mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca,
las cosas comunes, los hábitos, el joven amor d e mi madre, la sombra
militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?

Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.

Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta
a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas,
pero la sombra n o ha traído la paz.

Es, ya lo se, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la
espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.

Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.

Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.

Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)

El nombre de una mujer me delata.

Me duele una mujer en todo el cuerpo.



Del libro "El oro de los tigres", 1972

domingo, 17 de octubre de 2010

Cortazar II


Los libros de arena de Cortázar
Dos de sus mejores libros vuelven a circular, editados por primera vez en la Argentina: “La vuelta al día en ochenta mundos” y “Ultimo round”. ¿Sus mejores libros, en qué sentido? Porque son muchos los que creen que, a diferencia de lo que sucede con “Rayuela”, estos volúmenes son lo más poético y perdurable de su obra. Tanto, que el lector tendrá la impresión de que Cortázar continúa escribiéndolos aún hoy.
Por Guillermo Piro
Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas, dice Julio Cortázar en un texto breve de Ultimo round. Las mías, casualmente, están comprendidas en ese libro y en otro, La vuelta al día en ochenta mundos, las dos creaciones más extravagantes e inclasificables del más extravagante e inclasificable de los escritores argentinos.
Es cierto, a diferencia de tantos otros escritores, argentinos y no, Cortázar parece haberse propuesto expresamente transitar todos los géneros, todos los estilos y todas las escuelas. Está el Cortázar de los relatos que parece rendirle tributo a Borges a cada línea. Está el Cortázar costumbrista de Los premios; el políticamente comprometido del Libro de Manuel y Viaje alrededor de una mesa; el que rinde tributo a Henri Michaux con Un tal Lucas (cuya idea central surge de Un certain Plume, del poeta belga); el que en Rayuela aplica a Raymond Roussel en la construcción de un relato que puede ser leído de distintos modos, saltanto de un capítulo a otro, yendo de atrás para adelante y de adelante para atrás; el morelliano, que como pocos escritores en la historia es capaz, con 62 Modelo para armar, de llevar a la práctica cierto proyecto de novela teorizada en los dictados de un personaje que se la pasa haciendo incursiones rápidas y efectivas en Rayuela (Morelli, justamente).
Luego está el poeta, no tan malo como algunos pretenden, e incluso genial por momentos (comprometido, costumbrista, antiperonista, procubano y lírico). Está el Cortázar epistolar, el Cortázar con voz propia recitando Torito en un disco de vinilo y el Cortázar que es ejemplo de cortazarismo, algo que nadie tiene mucha idea de qué es, pero que en cualquier caso funciona como el lugar común del que pretende remarcar que algo escrito con alguna pretensión inclasificable no lo es tanto. Y está el Cortázar que es todos esos al mismo tiempo. Se trata de esas dos creaciones únicas e incomparables, hechas en colaboración con el artista plástico Julio Silva entre 1967 y 1969, que viera sucesivas ediciones en México y que luego de años de ausencia en librerías vuelven a aparecer en el país editados por Siglo XXI.
Julio Silva y Cortázar volverían a trabajar juntos en un libro que vio la luz en 1984 (Silvalandia), el año de la muerte de Cortázar. Pero lo cierto es que para entonces ya nada fue igual. Nada fue igual pero también es innegable que a Cortázar no le gustaba repetir recetas (o que al menos no le gustaba repetirlas durante mucho tiempo). Con Silvalandia no habían (ni él ni Silva) pretendido repetir las experiencia de La vuelta al día... y Ultimo round. Julio Silva y Cortázar se conocieron en 1955, cuando Silva, después de estudiar en el taller de Battle Planas, decidió probar suerte en París. Parece que Cortázar no dejaba de quejarse de la mala impresión y diagramación de sus libros; Silva le ofreció su ayuda y así surgieron las tapas para Rayuela, Todos los fuegos el fuego y Bestiario. Pero una cosa es ser responsable del aspecto de una tapa y otra tener a cargo la diagramación completa (tapa incluida) de dos libros.
Hay un testimonio donde Julio Silva da cuenta de las tribulaciones de ambos para ilustrar un texto de Cortázar publicado en Ultimo round (Muñeca rota) con una serie de fotos. Cuenta Silva: “Como se trataba de la historia de una muñeca descuartizada, fuimos juntos a comprar una”, dice Silva. “La llevamos al departamento de Cortázar y le quitamos los brazos y las piernas. Yo la iba moviendo y él tomaba las fotos. Después, durante todo el día, no pudimos hablarnos ni mirarnos por la culpa. Lo vivimos como algo sádico”.
Historia gráfica. La vuelta al día... y Ultimo round siguen resultando inclasificables, como ya dijimos, debido a la mezcla de géneros y estilos. Pero hay algo más. El carácter de su estructura verdaderamente original radica en que, por una vez (dos veces, en realidad) Cortázar no parece estar rindiendo tributo a nadie –dentro de ambos libros se rinde tributo a mucha gente, porque Cortázar no se cansaba de halagar a sus maestros, pero eso es otra cosa. La propuesta gráfica de Silva no volvió a repetirse en el diseño gráfico editorial argentino –y no volverá a repetirse, a riesgo de que su autor sea acusado de plagiario. ¿En qué consiste ese diseño? A primera vista, en la ausencia de diseño; esto es, en la capacidad del libro de adaptarse a sus propias exigencias (a las exigencias de su autor), de modo que abundan los cambios de tipografías, los textos en sentido horizontal, las fotografías a página completa, los textos en negrita, los dibujos, las bastardillas...
Cuando ambos textos aparecieron por primera vez, en 1967 y 1969, respectivamente, la presentación editorial difería bastante. La vuelta al día... supo tener siete ediciones entre 1967 y 1969 en un solo tomo levemente rectangular, con un diseño interior basado en dos columnas, en la más grande de las cuales cabía el texto en cuestión, quedando la otra disponible para las notas, las fotografías, las ilustraciones o, sencillamente, el vacío de la letra.
La primera edición de Ultimo round, en cambio, a pesar de constar de un solo tomo, tuvo en su primera edición (10 mil ejemplares impresos en Italia) una disposición muy diferente. El libro constaba de dos libros, unidos por la misma tapa: planta baja y primer piso. La planta baja era elongada, espacio propicio para reproducir copias de contactos fotográficos y poemas (además de textos cortos como el del recuadro Trabajos...). El primer piso, a dos columnas, ocupaba dos tercias partes del libro, y allí la fórmula de La vuelta al día... parecía repetirse (no del todo: sólo parecía).
Ya en 1970, la editorial Siglo XXI de México optó por una solución gráfica menos onerosa y práctica: redistribuyó los textos y organizó el libro en dos pequeños tomos de bolsillo (y en el camino, por razones que hasta ahora nadie pudo explicar, quedaron poemas como los que integraban el capítulo Razones de la cólera, que incluía el famoso La patria, tal vez la manifestación más claramente antiperonista de un Cortázar después del crítico relato Casa tomada.
Es probable que, dos años después de la primera edición, Cortázar ya no se sintiera tan antiperonista como cuando había abandonado el país rumbo a París, en 1951, cansado ya de “los bombos que no me dejaban escuchar a Bartok” (ver recuadro Conjeturas...).
Ultimo round conoció en España sendas ediciones olvidables a cargo de las editoriales Debate y Destino, donde el diseño gráfico de Julio Silva brillaba por su ausencia y en los que se limitaban a reproducir, uno después de otro, los textos de Cortázar. Hasta la actualidad, La vuelta al día... ha sido reimpresa una veintena de veces en México, lo mismo que Ultimo round. Pero ambas ediciones no estaban al alcance de cualquier bolsillo. Ahora, a cuarenta años de su primera edición, en un esfuerzo de los editores por pagar una deuda de amor con un autor inolvidable, ambos libros aparecen nuevamente en edición argentina.
Descubriendo con Julio. “A mi tocayo”, dice Cortázar, “le debo el título de este libro”. La referencia a Julio Verne y su La vuelta al mundo en 80 días es descarada y descarnada, y el ensayo que comienza así puede considerarse la razón de que muchos lectores hayan accedido a Verne a destiempo, a una edad en que debían vanagloriarse de haberlo leído (y tal vez olvidado).
Lo cierto es que en misceláneas, relatos breves y poemas hay toda una larga serie de escritores, músicos, científicos y artistas con quienes muchos de los que leímos el libro antes de cumplir los veinte años nos topábamos por primera vez:Wittgenstein, Lévi-Strauss, Resnais, Mallarmé, Filloy, Caillois, Rimbaud, Roussel, Foucault, Duchamp, Lezama Lima, Monk, Keats, Queneau... y los nombres siguen. El abanico de lecturas abierto por Cortázar, a la manera de quien hace trucos de manos mostrando las cartas, es inmenso. Al punto que muchos lectores no pueden aún dar por completado el larguísimo listado onomástico.
Cortázar se refiere a todos ellos sin la precaución y los recaudos que suelen inspirar los textos académicos y los ensayos críticos. Se esfuerza por poner de manifiesto el carácter inofensivo de todo lo que es pretendidamente “alto”, “puro”. Contra toda interpretación, siguiendo el fluir de su deseo y su necesidad de compartir un hallazgo o el amor por determinado autor, parece limitarse a proponer su visión de las cosas, invitando al lector a que se aventure en esa selva y corra el placentero riesgo de aportar la suya. Silva, diseñando, por su parte parece decirnos que el artista es aquel siempre disponible y dispuesto a mover los esquemas, incluso los propios, con el único fin de perseguir –y encontrar– lo bello –algo que en La vuelta al día... y en Ultimo round aparece a cada página.
Ambos libros tienen, además, un carácter eterno y poético, no en el sentido de que lo prima en ellos es lo perdurable y musical, sino que pueden leerse con la falta de método con que se leen los libros de poesía, saltando de un texto a otro, llevados por la curiosidad o la simple atracción.
Quien esto escribe, a 30 años de haber emprendido la lectura de ambos libros por primera vez, no está en grado de poder asegurar que los ha leído por completo. Hay textos que recuerda de memoria, y otros a los que cree estar volviendo cuando en realidad los lee por primera vez. Ambos libros tienen ese efecto irreproducible con facilidad; esto es, el carácter de “libro de arena”, de libro mutante, que cambia bajo nuestros ojos, que parece crecer y reproducirse, acortarse y alargarse. Hay pocos libros que susciten una impresión tan clara y diversa: ofrecen y esconden, muestran y al mismo tiempo difieren.
Toda la obra de Cortázar está fechada, tiene una data precisa que no necesita corroboración. Basta leer sus cuentos y novelas para advertir en qué época fueron escritos, bajo qué influjo, en medio de qué ruidos. En La vuelta al día... y en Ultimo round pasa otra cosa: Cortázar, como su Charlie Parker de El perseguidor, parece estar diciendo todo el tiempo: “Esto lo estoy escribiendo mañana”. Lo que vuelve a estos libros, entonces, eternos y poéticos, es que no han terminado de cristalizar, que podrían estar siendo escritos ahora, hoy mismo. Es una virtud de la que carecen muchos libros, pero sobre todo es una virtud de la que carece Cortázar. Es cierto que hay textos, como Noticias del mes de mayo –un largo poema escandido por sentencias de Mayo del 68– o Sílaba viva –“Qué vachaché, está ahí aunque no lo quieran,/ está en la noche, está en la leche,/ en cada coche y cada bache y cada boche...”–, un infantil homenaje al Che Guevara, que no pueden leerse sin echar un vistazo al colofón. Pero hay otros (Canada Dry; Casi nadie va a sacarlo de sus casillas; Tu más profunda piel; Las buenas inversiones; Del gesto que consiste en ponerse el dedo índice en la sien y moverlo como quien atornilla y destornilla; Grave problema argentino: querido amigo, estimado o el nombre a secas; y, especialmente, Me caigo y me levanto) que no tienen fecha de vencimiento. Más todavía: el lector tiene la impresión de que el día en que pueda decir que ha comprendido finalmente ambos libros no llegó todavía, no llegará nunca.
La vuelta al día... y Ultimo round vienen presentados por los editores como collages. Está perfecto. Pero a ambos podría corresponderles otra palabra igualmente adecuada: son cócteles. Es decir, la combinación de ingredientes aparentemente incompatibles que da lugar a un producto único.
Son textos que, considerados de manera independiente, podrían tener un efecto nocivo o tal vez benéfico, no tiene importancia, pero que incorporados en un libro resultan absolutamente excitantes y embriagadores.

jueves, 7 de octubre de 2010

El costado oriental de Borges

Un fuerte vínculo afectivo unía a Borges con el Uruguay, un país donde hizo transcurrir varios de sus mejores cuentos y a cuya historia se refiere en algunos de sus poemas.
Con estas palabras empieza su Autobiografía: "No puedo precisar si mis primeros recuerdos se remontan a la orilla oriental u occidental del turbio y lento Río de la Plata; si me viene de Montevideo, donde pasábamos largas y ociosas vacaciones en la quinta de mi tío Francisco Haedo, o de Buenos Aires".
País al que él llamaba Banda Oriental, allí habían nacido su abuelo paterno (Francisco Isidro Borges) y su abuela materna (Leonor Suárez Haedo), sino porque él mismo fue gestado en Uruguay. En su juventud Borges escribió sobre muchos escritores "orientales" y a lo largo de toda su vida admiró la obra de William Hudson "La tierra purpúrea", un libro que describe al Uruguay del siglo XIX a través de los ojos de un viajero inglés.
También Borges concedió a Uruguay la maternidad del tango negándosela así a su propia ciudad natal, Buenos Aires. "El tango nació de los compadritos que habitaban los suburbios de las ciudades del Río de la Plata, probablemente en la orilla oriental", decía siempre. Esa opinión también la expresó en verso en el poema "Milonga para los orientales". "Milonga del primer tango/ que se quebró, nos da igual,/ en las casas de Junín/ o en las casas de Yerbal/", escribió mencionando dos calles de la Ciudad Vieja de Montevideo.
Su vinculación con Uruguay no fue meramente intelectual, el joven Borges vacacionó algunas largas temporadas en la finca de su familia en el barrio montevideano de Paso Molino y pasó memorables estadías en la zona del litoral Uruguayo.
En su "Autobiografía" él recuerda su gran habilidad como nadador "que había adquirido en ríos de corrientes rápidas como el Uruguay y el Ródano" cuando era un niño.
El Borges juvenil escribió un prólogo a una antología de poetas uruguayos donde el abusivo elogio que reciben los orientales debe ser entendido, sobre todo, como una provocación a sus compatriotas argentinos.

Un libro es congregación de muchos poetas - de hombres que al contarse ellos, nos noticiarán novedades íntimas de nosotros - y yo soy el guardián inútil que charla. ¿Que justificación es la mía en este zaguán? Ninguna salvo ese río de sangre oriental que va por mi pecho, ninguna salvo los días orientales que hay en mis días y cuyo recuerdo sé merecer. Algunos - una siesta, un olor a tierra mojada, una luz distinta - ya no sabría decir de qué banda son. Esa fusión, o confusión, esa comunidad, puede ser hermosa.¿Que distinciones hay entre los versos de esta orilla y los de la orilla de enfrente? La más notoria es la de los símbolos manejados. Aquí la Pampa o su inauguración, el suburbio; allí los árboles y el mar. El desacuerdo es lógico: el horizonte de Uruguay es de arboledas y cuchillas, cuando no de agua larga; el nuestro de tierra. El anca del escarceador Pegaso oriental lleva marcados una hojita y un pez, símbolos del agua y del monte…Siempre esas dos tutelas están. Nombrada o no, el agua induce una vehemencia de ola en los versos; con o sin nombre, el bosque enseña su sentir dramático de conflicto, de ramas que se atraviesan como voluntades. Su repetición vistosa, también. Dos condiciones juveniles - la belicosidad y la seriedad - resuelven el proceder poético de los uruguayos. La primera está en el personificado Juan Moreira de Podestá, en los matreros con divisa de José Trelles, en el ya inmortal compadrito trágico de Florencio Sánchez, en las atropelladas de Ipuche y en el; ¡A ver quien me lo niega! con que sale a pelear por una metáfora suya, Silva Valdés. El humorismo es esporádico en los uruguayos, como la vehemencia en nosotros. Obligación final de mi prólogo es no dejar en blanco esta observación. Los argentinos vivimos en la haragana seguridad de ser un gran país, de un país cuyo sólo exceso territorial podría evidenciarnos, cuando no la prole de sus toros y la feracidad alimenticia de su llanura. Si la lluvia providencial y el gringo providencial no nos fallan, seremos la villa Chicago de este planeta y aún su panadería. Los orientales, no. De ahí su clara heroica voluntad de diferenciarse, su tesón de ser ellos, su alma buscadora y madrugadora. Si muchas veces, encima de buscadora fue encontradora, es ruin envidiarlos. El sol, por las mañanas, suele pasar por San Felipe de Montevideo antes que por aquí...

Luego de leer estas palabras un uruguayo no duda de que Borges privilegiaba la ficción a la realidad.
Sus viajes al vecino país también continuaron de adulto, ya que con frecuencia visitaba mucho el departamento de Salto, donde vivía su prima, que estaba casada con el escritor uruguayo Enrique Amorim. En la casa salteña de este matrimonio ocurrieron dos jalones en la biografía del escritor. Uno de ellos es que en esa casa escribió uno de sus mejores cuentos: "Tlon Uqbar Orbis Tertius".
Borges ambientó muchos cuentos en el interior rural de Uruguay y algunos en Montevideo.
La investigadora uruguaya Ana Inés Larre Borges ha señalado oportunamente que en los cuentos de Borges situados en los departamentos del norte de Uruguay se percibe "la nostalgia del intelectual por la acción y el coraje", mientras que Montevideo aparece en su literatura como "un refugio civilizado para quienes huyen de la barbarie".
Ubica varios de sus cuentos en un Uruguay anacrónico, pretérito, básicamente por dos razones. Una es porque es un territorio bastante desconocido por el resto del mundo, lo cual le permite desplegar cómodamente su imaginación. "He situados mis cuentos un poco lejos, ya en el tiempo, ya en el espacio. La imaginación puede obrar así con libertad", escribió en "El informe de Brodie".
En el cuento “Funes, el memorioso”, que se ambienta en Fray Bentos, narra el largo insomnio de ese inolvidable personaje. Aquí, como hacía habitualmente, echó mano al recurso de atribuir a una persona real y notoria, noticias sobre el personaje ficticio, a los efectos de darles una mayor verosimilitud. Y así, señala que el poeta uruguayo Pedro Leandro Ipuche había definido, a Funes, como: “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”. Borges tenía en alta estima la obra poética de Ipuche; de manera especial recordaba siempre el poema “El guitarrero correntino”, cuyo final destacaba como un hallazgo poético: “Subió al caballo con lenta agilidad”. En otro cuento célebre, como “El muerto”, el compadrito Benjamín Otálora inicia su vida hacia la muerte parando una artera puñalada en un café del Paso Molino.
En el cuento “Avelino Arredondo”, Borges registró el único magnicidio de la historia del Uruguay: en 1879, en la puerta del Club Uruguay, a la salida de la Catedral y en la plaza Matriz, mató Arredondo al presidente Idiarte Borda.
Dos gauchos de Cerro Largo protagonizan “El otro duelo”, cuento al que Borges atribuye al hijo del novelista uruguayo Carlos Reyles.
Es conveniente citar finalmente un poema de Borges sobre la capital de Uruguay, que muestra su amor por la Banda Oriental:

Montevideo

Resbalo por tu tarde como el cansancio por la piedad de un declive.
La noche nueva es como un ala sobre tus azoteas.
Eres el Buenos Aires que tuvimos, el que en los años se alejó quietamente
Eres nuestra y fiestera, como la estrella que duplican las aguas.
Puerta falsa en el tiempo, tus calles miran al pasado más leve.
Claror de donde la mañana nos llega, sobre las dulces aguas turbias.
Antes de iluminar mi celosía tu bajo sol bienaventura tus quintas.
Ciudad que se oye como un verso.
Calles con luz de patio.