martes, 31 de enero de 2012

Borges vale el viaje

Fotografía tomada en exposición Gallimard, 25 de junio de 2011
Casa de Victoria Ocampo - Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes

En Junio de 1932, luego de años de sentidos anhelos, amagues y frustrados intentos, el escritor francés Pierre Drieu La Rochelle (París, 3 de enero de 1893 - París, 15 de marzo de 1945) arribó a Buenos Aires en el que fue un viaje organizado por la revista Sur y Victoria Ocampo.
Su primera sensación fue de sorpresa. Drieu llegaba a la Argentina como colaborador regular en la mencionada Sur y tras ser publicado en el periódico La Nación.
Su llegada, de alguna forma homenajeaba a la figura del escritor francés tan importante para la cultura literaria sudamericana y –particularmente- la argentina.
Se conocen con Jorge Luís Borges, quien inmediatamente lo lleva a recorrer el Buenos Aires verdadero en lo que sería un extenso paseo nocturno. Ambos hombres visitan los bares bajos, algunos apagados cabarets; los barrios populares, plagados de pura identidad porteña, aquellas calles humedecidas por el exceso y marcadas de igual manera por grandeza y decadencia. Ese irrepetible encuentro dejaría una marca imborrable en Drieu quien en octubre del mismo año, y en pleno regreso a bordo del buque Atlantique, inmortaliza su sentir en un artículo para la revista Megáfono "Borges vale el viaje".

“Borges es esto, Borges es aquello. ¡Me han dicho tantas cosas en Buenos Aires sobre Borges! Hay quien me ha confiado que era un intelectual. Pero se equivocan de palabra, porque lo que quieren decir es que es inteligente, muy inteligente.
La gente a la que no le gusta la inteligencia suele emplear a menudo la palabra “intelectual”. Pero nosotros no les haremos caso y seguiremos apreciando a las personas inteligentes, por su rareza, por su vitalidad y por su variedad. Ser inteligente es, después de todo, estar vivo. No se puede ser inteligente sin estar vivo y cuando se es inteligente es, sobre todo, porque se es muchas cosas más. ¿Se ha visto a algún hombre inteligente que no tenga corazón, que no tenga sentidos? En caso afirmativo, es que no era inteligente. O bien se cree que un hombre inteligente no tiene corazón ni sentidos porque las manifestaciones de su corazón y de sus sentidos son sutiles y pueden pasar inadvertidas.
Ustedes, los señores anti intelectuales, se muestran fastidiados porque leen DISCUSIÓN, pero se ven obligados a leer también los poemas de Borges. Entonces, ¿Cómo librarse? ¿Insistiendo en decir que es demasiado intelectual?
Borges es un hermoso carácter. Es alegre y es triste, inteligente y sentimental, enamorado y privador de todo, nada conferenciante, pero muy instruido, igualmente capaz de análisis que de lirismo. ¿Por qué no ha de ser así? El hecho les sorprende.
Borges, que lo comprende todo, tiene pasiones demoledoras. Es todo pasión porque es inteligente. El hombre inteligente no teme sus pasiones, y las sirve con esta delicadeza, esta nobleza en sus opciones que lo distingue del fanático idiota. Borges escribe sobre el mito del infierno con una insensibilidad aparente que sólo puede engañar a los necios. Sabe muy bien que esto que niega tiene una lejana raíz auténtica en el corazón del hombre, y su experiencia del infierno se transparenta a través de sus líneas vigorosamente incrédulas. Un hombre verdaderamente inteligente, ni escéptico ni fanático, que tiene opiniones y que detrás de estas opiniones hace un meditación que matiza secretamente la expresión más tajante.Tranquiliza pensar que en todo país hay hombres con cabeza.
Esta rara población del mundo es la única cosa que justifica los viajes.
Pierre Drieu La Rochelle

martes, 24 de enero de 2012

Diálogos con Borges, por Victoria Ocampo


Los chicos suelen cambiar entre sí los papelitos de los bombones, conceden a los dibujos de cada papel la categoría de una fábula, o los reúnen en tribus y comunidades, dentro de las hojas de sus libros.
Los adultos que barajan fotografías y álbumes de recuerdos se entregan, sin saberlo, a un juego parecido, aunque a la inversa: los papeles de los bombones son una sustitución de la realidad, la fundación de una nueva magia capaz de calmarles el hambre que suscita una realidad siempre insuficiente. En el otro caso, la memoria tiende a resucitar la vida, a limar sus viejas incandescencias y oropeles, a exhibir la simple línea de sus huesos.
A estos juegos se entregaron Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges, en San Isidro, un día de 1967.
Intercambiaron fotografías, recordaron tapices y dibujos familiares, y acabaron revelándose el uno al otro, con una intensidad conmovedora. Esa tarde completa asume, ahora, la forma de un libro: lo publicará Sur, a principios de mayo, y es con su autorización que se reproducen algunos fragmentos de los diálogos.
Jorge Luis Borges- Nunca pensé en ser famoso y no sé si pensé en ser amado. Yo creía que ser amado hubiera sido una injusticia: no creía merecer ningún amor especial, y recuerdo que los cumpleaños me avergonzaban, porque todos me colmaban de regalos y yo pensaba que no había hecho nada para merecerlos y que era una especie de impostor.
Victoria Ocampo- ¿Por qué sentía necesidad de escribir? ¿Qué lo atraía particularmente en la literatura en esos años?
j. l. b. - La pregunta inicial es de difícil o imposible contestación: En cuanto a la segunda, me atrajeron sucesivamente la mitología griega, la mitología escandinava, el Profeta Velado del Khorassán, El Hombre de la Máscara de Hierro, las novelas de Eduardo Gutiérrez, el Facundo, las admirables pesadillas de Wells y Las Mil y Una Noches, en la versión de Edward William Lane. No respondo del orden de esos amores. Dos amistades de aquel tiempo me han acompañado hasta ahora: Huckleberry Finn y el Quijote.
v.o.-¿Es usted, como diría Saint-Exupéry, 'du pays de votre enfance'. ¿Se siente usted muy marcado por su infancia, como en mayor o menor grado lo estamos todos, sólo que unos tienen más conciencia de estarlo que otros?
j. l. b. - Íntimamente soy el mismo de entonces. Apenas si he aprendido algunas destrezas.
v. o. - Entremos ahora en lo que usted llama "la casa primordial de la infancia". ¿Cuál fue?
j. l. b. - Cronológicamente, la primera fue una casa baja y antigua de la calle Tucumán, entre Suipacha y Esmeralda. Tenía, como todas, dos ventanas con su reja de hierro, el zaguán, la puerta cancel y dos patios. En el primero, que era de mármol blanco y negro, estaba el aljibe, con una tortuga en el fondo para purificar el agua. En Montevideo, me dicen, el filtro era un sapo. La gente no pensaba que la tortuga purificaba e impurificaba el agua también.
Recuerdo con más precisión la casa de la calle Serrano, en Palermo. Era una de las pocas casas de altos que había en esa calle. El resto de la edificación era de casas bajas y, si se puede llamar edificación, de terrenos baldíos.
v.o.-La casa de Paraná, donde nació su padre, ¿la ha visto en sueños o en la realidad?
j. l. b. - En sueños y en la realidad, pero como la he visto muchas veces en una fotografía, creo que la imagen que tengo es la de la fotografía, no la de la casa que vi cuando fui a Entre Ríos. Como en el caso de tantos amigos, me entristece pensar si mi recuerdo de Güiraldes es verdaderamente un recuerdo de Güiraldes o si lo he reemplazado por el recuerdo de su fotografía. La fotografía se fija más fácilmente en la memoria porque está inmóvil; en cambio, cuando uno ve a una persona, esa persona está cambiando continuamente.
v. o. - ¿Qué colores, qué sonidos, qué voces recuerda usted de este jardín de la calle Anchorena 1626? Norah, su hermana, piensa en colores y en formas. Cuando era muy jovencita me preguntó una vez: "¿Qué le gusta más, una rosa o un limón?" ¿En esto se parece usted?
j.l.b.-No, absolutamente nada. Yo no puedo decir, como Théophile Gautier, que "je suis quelqu'un pour qui le monde visible existe'. Yo pienso más bien de un modo abstracto o afectivo, pero no en formas o en colores como mi hermana. Yo no sé muy bien si las personas a quienes trato son rubias o morochas; es verdad también que mi creciente ceguera ha colaborado en ese mundo abstracto en que estoy.
v.o.-Supongo que Adrogué era para usted lo que San Isidro para mí, ¿no es así? Descríbame un poco ese lugar donde han veraneado tantos años.
j.l.b.-Al pensar en Adrogué, no pienso en el Adrogué actual deteriorado por el progreso, por la radiotelefonía y las motocicletas, sino en aquel perdido y tranquilo laberinto de quintas, de plazas, de calles que convergían y divergían, de jarrones de mampostería y de quintas con verjas de fierro. En cualquier lugar del mundo en que me encuentre, basta el olor de los eucaliptos para que yo vuelva a ese Adrogué perdido que ahora sólo existe en mi memoria y, sin duda, en tantas memorias.
v.o.-Aquí lo veo con mi cuñado Bioy Casares. Le contaré una anécdota que tal vez no sepa. Cuando Adolfito era casi un adolescente, su madre, Marta, preocupada por su naciente vocación de escritor, me preguntó con quién podría ponerlo en contacto, quién podría ser su guía, un amigo para él Contesté: Borges. Por lo visto no me había equivocado. En aquella época mi hermana Silvina pintaba. Ella y Norah eran amigas mucho antes de casarse, Silvina con Adolfito y Norah con Guillermo. ¿Desde cuándo tiene usted amistad con los Bioy?
j. l. b. - Usted me pregunta algo muy difícil, porque no sé nada de fechas. Lo que sé es que Adolfito y yo nos hicimos amigos una tarde en que él me llevó a casa desde esta casa de San Isidro en que ahora conversamos. Creo que nos hemos ejercido una influencia mutua. Siempre se piensa que el mayor influye más en el menor, pero creo que si yo le he enseñado algo a Adolfito, él me ha enseñado mucho más. No de un modo directo -las cosas que se enseñan directamente suelen ser inútiles-, sino de un modo indirecto. Adolfito me ha llevado a una mayor sencillez, a un desdén del barroquismo; en suma, el joven Adolfo Bioy Casares ha sido un maestro, digamos clásico, del ya viejo Jorge Luis Borges.
v.o.-¿Cómo se les ocurrió aquello de Bustos Domecq?
j.l. b.-Yo no quería colaborar con él; me parecía que una colaboración era imposible, y una mañana él me dijo que hiciéramos la prueba: yo iba a almorzar a casa de él, teníamos dos horas libres y teníamos ya un argumento. Empezamos a escribir y poco después, esa misma mañana, ocurrió el milagro. Empezamos a escribir de un modo que no se parecía ni a Bioy ni a Borges. Créannos de algún modo entre los dos un tercer personaje, Bustos Domecq —Domecq era el nombre de su bisabuelo, Bustos el de un bisabuelo cordobés, mío— y lo que ocurrió después es que las obras de Bustos Domecq no se parecen ni a lo que Bioy escribe por su cuenta ni a lo que yo escribo por mi cuenta. Ese personaje existe, de algún modo. Pero sólo existe cuando estamos los dos conversando.
v.o.-¿Qué es lo que más le gusta del teatro?
j. l. b. - Prefiero la lectura del teatro al espectáculo teatral, salvo en el caso de O'Neill. O'Neill leído me parece deleznable; representado, ha llegado a estremecerme, a conmoverme profundamente. Al pensar en el teatro hay dos nombres que acuden inmediatamente a mi memoria: el nombre de Ibsen, a quien espero leer alguna vez en el original, y el nombre de Bernard Shaw. The rest is silence.
v. o. - Y ya que estamos hablando del teatro, dígame un poco lo que el cinematógrafo ha significado para usted, si es algo que realmente le gusta y frecuenta.
j. l.b.-He sido espectador del cinematógrafo. Ahora soy más bien un oyente. Me gustaría rever los films de gangsters de Joseph von Sternberg, aquellos en que Brancroft y Fred Kohler se mataban sin fin. También he frecuentado Ser o no ser, El espectro de la rosa, El gran juego, Una noche en la ópera. Psicosis, Vértigo, Ninoshka, Amor sin barreras, El coleccionista, A la hora señalada, Khartoum... Sé que en las listas lo que más se nota son las omisiones. Prefiero, en general, los films americanos o ingleses.
v.o.-Si pudiera usted soñar otra vez su vida —pues no sólo se vive la vida, se la sueña—, ¿en qué época se detendría con preferencia: en la niñez, en la adolescencia, en la edad madura?
j.l.b.-Me gustaría detenerme en este día de 1967.
Copyright Sur, 1969.
Revista Primera Plana
1 de abril de 1969

martes, 17 de enero de 2012

La íntima dicha de la inteligencia


Escrito originalmente en francés para Cahiers de L' Herne. Borges, 1964. Traducción de Marcos Montes.
Éditions de l'Herne es una casa editorial francesa fundada en 1963 por el escritor Dominique de Roux. Nació bajo la forma de revista de suscripción (publicada desde 1957 hasta 1972) que tomó forma definitiva en los Cahiers de l'Herne en 1966, colección de monografías libremente consagradas a figuras de la literatura malditas o poco conocidas, incluyendo artículos, documentos y textos inéditos. En 1963, L'Herne comienza una actividad editorial que hoy lleva el nombre de Éditions de l'Herne. Los «Cahiers» son la principal de las ocho colecciones con las que actualmente cuenta esta editorial.

Por Silvina Ocampo (Buenos Aires, 28 de julio de 1903 - Buenos Aires, 14 de diciembre de 1993)

Hice un retrato suyo en tinta hace mucho tiempo; el retrato está en un libro de cubierta rosada como los cuadernos de nuestra infancia; no se le parece; sin embargo, en ese retrato torpe, tiene el aspecto de un héroe de la historia argentina; pensándolo bien, Borges es una especie de héroe. No sé cuándo ni dónde lo conocí. Me parece que lo conozco desde siempre, como ocurre con todo lo que se ama. Tenía bigotes y grandes ojos sorprendidos. Hace mucho que lo conozco, pero mucho más que lo quiero. A veces lo he odiado; lo odié por causa de un perro, y él me odió a mí, supongo, por causa de un disfraz. Comenzaré por el perro. Estábamos en la playa durante el verano. Yo había perdido a mi perro Lurón; lo adoraba como se adora a los perros. Llorando lo buscaba por los caminos que llevaban al mar, golpeando cada puerta, preguntando a cada persona si no había visto un perro con collar rojo, inteligente, mediano, de color castaño, el pelo rapado salvo en la cabeza y las patas, sin cola, etc. Era inútil explicarles que se trataba de un caniche. Lo mismo habría dado decirles canilla o cariz. Borges escuchaba, miraba, pensando que esta historia del perro era inaudita. Ni una palabra compasiva. Me puse esquiva con él.-¿Pero estás segura de que podrías reconocer a tu perro? -me preguntó, quizá para consolarme. Yo lo trataba con resentimiento, pensando que no tenía corazón. Odiar a Borges es difícil, porque él no lo percibe. Yo lo odiaba; pensaba: Es malo, es idiota, me pone los pelos de punta, mi perro es más inteligente que él, porque sabe que todas las personas son diferentes, mientras que Borges piensa que todos los perros son iguales. Borges no entendía mi angustia. Sin embargo, era yo la que no lo comprendía. Lo supe por lo siguiente: Borges considera a los animales como dioses o grandes magos; piensa también, caprichosamente, que cualquier ejemplar de la especie representa a todos. Al abrir una puerta, sé que a veces le pregunta al gato de la Biblioteca Nacional: ¿Se puede entrar?. Confundido, piensa: Pero el gato del vecino que encuentro al salir de aquí es quizás el mismo gato que veo detrás de esta puerta! Si lo encuentra sentado sobre su silla, busca otra, para no molestarlo. Ama a los animales a su manera. Borges detesta a la gente disfrazada. Una noche de carnaval, luego de la cena, una amiga y yo nos disfrazamos. Nos paseamos por el jardín, y nos acercamos a Borges. Le hablábamos sin fingir la voz, pero no nos contestaba.-Soy yo, Georgie, ¿no me reconocés? Sólo después de que me saqué el disfraz y la máscara, me respondió. Se apoyó entonces contra un árbol frondoso que le arañaba apenas el rostro y murmuró:-¿Este también se disfrazó? Borges tiene corazón de alcaucil. Ama a las mujeres lindas. Sobre todo si son feas, así puede inventar con más facilidad sus rostros. Se enamora de ellas. Una celosa le dijo acerca de otra mujer que él admiraba: -No me parece tan linda. Es completamente pelada. Tiene que usar una peluca hasta de noche, cuando duerme, por miedo a encontrar en sus sueños a gente que ama, o un espejo.-Ninguna persona linda podría ser tan pelada -dijo él con admiración-. Indudablemente ella no la precisaría, porque es linda de todas formas -agregaba, con sincera curiosidad:-¿Se fue quedando pelada naturalmente? ¿Naturalmente, en serio? En mi opinión, la señora en cuestión se hizo bella hace dos o tres años, cuando estalló la moda de las pelucas. A Borges le encanta el dulce de leche; lo come tan rápidamente que no tiene tiempo de sentirle el gusto, pero si le ofrecen un flan, una omelette surprise, compota de frambuesas o zapallo en almíbar, responderá lentamente, en inglés para que el postre no lo comprenda:-Muy interesante, pero no tengo el coraje de destruirlo. Cenar con Borges es una de las costumbres más agradables de mi vida. Me permite creer que yo lo conozco más que mis otros amigos, porque la hora de la cena es más que nada la hora de la conversación.
Charlar con Borges, sin embargo, cuando uno recién lo conoce es difícil, aun a la hora de la cena; tanto, que uno no puede casi imaginar que su conversación pueda luego tornarse agradable. Muchas personas conocieron a Borges en nuestra mesa. En general, cuando hay demasiada gente él no le habla más que a una, siempre la misma, porque él no abandona jamás, ni en sus conferencias, la actitud secreta de la intimidad; más bien abandona a su interlocutor, con crudeza. La persona, mejor dicho la víctima que quiere charlar con él, intenta entrar en su conversación como el niño que quiere saltar a la soga cuando sus compañeros la hacen girar en el aire. A veces esto se hace imposible pero el niño, luego de mucha indecisión, entra en el juego, y otras veces no entra y se aburre a muerte, o tiene vergüenza. No estoy segura ni le preguntaría a nadie -ni siquiera a Borges- si es verdad, pero creo que en la casa en la que él vivía cuando lo conocí había una estatua de mármol o de piedra, con una fuente de la que salía agua. Mi recuerdo me basta, y pienso que la fuente de donde salía el agua es para mí el símbolo de una fuente literaria en la que yo buscaba refrescarme. En la habitación de la abuela (inglesa) o de la madre de Borges había un cirio que ardía noche y día, y una imagen santa bajo un fanal. Las paredes de las habitaciones estaban pobladas de cuadros y tapices de Norah, la hermana de Borges, uno de nuestros mejores pintores. Norah, sin embargo, no ha hecho jamás un retrato de su hermano, es lamentable. El no se parece en nada a los rostros que pueblan sus cuadros; rostros indispensables, de los cuales ella conoce hasta el más mínimo detalle. Pocas personas tienen la suerte de tener un retrato que se asemeje a su espíritu. Afortunadamente, Borges ha tenido esa suerte. El retrato de su alma existe y puede reproducirse hasta el infinito gracias al negativo de una fotografía que tomó Adolfo Bioy Casares. Las circunstancias que conllevan al nacimiento de una amistad, así como al nacimiento de un ser humano, son muy importantes. Es por esta razón que recuerdo detalles del nacimiento de mi amistad con Borges. Un grupo de escritores talentosos nos rodeaba en ese momento. Aún no los habían separado ni la muerte ni las ideas políticas. Nos reuníamos, conversábamos mucho, con gran frecuencia. Adolfo Bioy Casares escribía, en colaboración con Borges, libros muy importantes que mostraban un mundo inexplorado en las letras argentinas. Ejercieron una gran influencia sobre nuestra literatura. Estos libros escandalizaban a la mayoría de nuestros amigos: se desconfiaba de ellos. Pensaban que reírse de semejante modo ya no era nada serio. Más tarde llegaron a amarlos, como se ama a las obras difíciles de apreciar la primera vez que uno se acerca a ellas: Chaucer, Corneille, Shakespeare, etc. En una agradable noche de verano, cerca de Buenos Aires, en la quinta de Victoria Ocampo, un admirable poeta, desfalleciente, pálido, recostado en el suelo, casi muerto, murmuraba palabras ininteligibles que tomé por oraciones: rezaba para no morir completamente. Era Jules Supervielle. Tomé su pulso, que latía débilmente. Quisimos llamar a un médico. Ya estoy bien, dijo de golpe el moribundo. Evidentemente, se había curado a sí mismo. Después me reveló el secreto de su recuperación: cuando estaba a punto de desvanecerse, decía versos; eso lo mejoraba más que un remedio. A nuestro modo, nosotros hacíamos lo mismo por la salud de nuestra alma. Vivíamos en una atmósfera de poesía pura. Los versos eran los lazos más seguros entre nosotros. Nos encantaba repetirlos con monótonas inflexiones de voz (para los demás; emocionantes para nosotros), como lo hacía Borges, no a la manera de la Comedia Francesa. Así nos divertíamos durante las comidas, los viajes en automóvil, los paseos a pie, las tristezas, las alegrías o la angustia de una tiranía vergonzosa, a veces grotesca o trágica, cuya voz, terriblemente argentina, debo reconocerlo, invadía nuestras calles y nuestros hogares.Como hacían los poetas en Alejandría, o Herbert en Inglaterra, o bien una treintena de años atrás Apollinaire y muchos otros, siento deseos de transcribir estos versos en su idioma original y darles formas de frutas o de alas o de corazón, porque fueron un alimento, una manera de volar o de amar para nosotros. Quiero, mejor dicho, dibujar círculos, espirales con sus palabras, círculos que nos aprisionaban como en una torre, o nos liberaban como el aire, que también describe círculos.Yet ah, that Spring should vanish with the rose. He de cruzar las olas civiles con remos que no pesan porque van...Oú ce roi qui n' attendait pas Attendit un jour pas pas Condé lassé par la victoire. Oh noche amable más que la alborada. Oh noche que juntaste atizado con amada...The troubles of our proud and angry dust Are from eternily and shall not fail, o fui un soldado que durmió en el lecho De Cleopatra la reina. Su blancura, Su mirada astral omnipotente, Eso fue todo. Que Régulo otra vez alce la frente Y el paso esquive de la casta esposa. -Esta noche tenemos que perdernos- me dijo Borges. Caminábamos por las calles de Buenos Aires como en un laberinto.-Los animales, cuando se pierden, siempre se dirigen a la derecha; los hombres, a la izquierda- me dijo. Ibamos hacia la derecha, pero sin conseguir perdernos, ay!, porque después de media hora de caminata, de repente, nos encontramos frente al puente de Constitución, de donde habíamos partido.Borges ama los puentes. Le gusta ser argentino. Le gusta quedarse como si partiera; partir como si se quedara. En todos los viajes, él busca a Buenos Aires como el pájaro su nido y el perro su cucha. En Estados Unidos, en Inglaterra, en Suiza, en España se reencuentra con su país. Durante años nos hemos paseado por uno de los lugares más sucios y lóbregos de Buenos Aires: el puente Alsina. Caminábamos por las calles llenas de barro y de piedras. Allí llevábamos a escritores amigos que venían de Europa o de Norteamérica, y hasta a argentinos a los que también queríamos. No había nada en el mundo como ese puente. A veces, por el camino, una vez cruzado el puente, como en una especie de sueño, encontrábamos caballos, vacas perdidas como en el campo más lejano.-Aquí tienen el puente Alsina- decía Borges cuando nos acercábamos a los escombros, la basura y la pestilencia del agua. Entonces Borges se regocijaba, pensando que nuestro huésped también se alegraría. Borges pasaba sus vacaciones en los alrededores de Buenos Aires, en Adrogué, en el Hotel Las Delicias, que bien merecía ese nombre. A algunos metros del hotel (hoy desaparecido; en nuestro país, se demuele todo lo que es lindo; de hecho, es la única cosa que se hace con rapidez) había un jardín y una casa misteriosa con cuatro estatuas de tierra cocida, que representaban las cuatro estaciones. El Verano, la más bella, semejaba, a la luz de la Luna, una estatua de Picasso. Se lo dije a Borges, que respondió: -¿Tan fea es? Cuando iba a verlo a Borges a Adrogué, a cualquier hora, visitábamos las estatuas. No podíamos descubrir quién habitaba la casa. Finalmente descubrimos que sólo las estatuas la habitaban. Una noche nos dijeron adiós con pañuelos: las palomas se habían posado sobre sus manos y batían las alas. Cuando comenzaron a demoler la casa de las estatuas le prometí a Borges que las iría a robar o a comprar. Era difícil, hasta imposible, porque nunca se veía a nadie en esta vivienda. ¿A quién, entonces, proponerle la compra? En cuanto al robo, no tenía sentido soñar con él: perros fantasmas ladraban cuando uno se acercaba a las estatuas. Finalmente, le rogué a alguien a quien no desvelaban las estatuas ni los perros ni Adrogué, ni los fantasmas, que las comprase o las robase. La persona en cuestión las compró. ¿A quién? Nunca lo sabré. A los perros que ladraban, seguramente. Las cuatro estaciones viajaron cuatro horas en ferrocarril y llegaron a nuestra casa de campo, el Invierno decapitado, el Otoño sin senos, el Verano sin brazos, la Primavera sin nariz y sin flores. Pero desde entonces, cuando las miro, allí en nuestro jardín, a menudo me parece estar en Adrogué con Borges. Borges ama su ciudad natal: ama en ella la fealdad casi más que la belleza. Nuestra querida ciudad ofrece una amplia variedad. Se diría que perder la vista le ha dado a Borges más sagacidad para ver. Borges descubre, por ejemplo, una cabeza horrorosa que preside una calle detrás de una reja, en el cementerio de la Recoleta. Enseguida me lleva a verla. A partir de entonces parece linda. Vuelve a ella de vez en cuando con el mismo entusiasmo que si se tratara de una cabeza descubierta en Pompeya. También ama la provincia de Buenos Aires. Recuerdo el verso de Ronsard que él repite a menudo: Navré, poitrine ouverte au seuil de ma province... Borges ama a su provincia como un viajero, descubre en ella un mundo lleno de sorpresas. Las sorpresas no son en absoluto las cosas sorprendentes, nuestros árboles con grandes hojas, los cantos ruidosos de nuestros pájaros, nuestras flores tan perfumadas, nuestro campo en todas partes, nuestro río de plata, sino más bien la simplicidad de un lugar, la riqueza de los basurales, un sombrero nuevo entre cáscaras de manzanas, los fideos, la extrema pobreza de un paisaje, el genio pleno de poesía o de estupidez de frases groseras o sutiles que se escuchan en la calle, una forma engolada o guaranga (palabra intraducible) de cantar. Lo que le ocurre a Borges, lo que dice (ya que es un gran conversador) podría o debería haber sido escrito además de lo que él ha escrito. Creo que es feliz. Unicamente el espíritu es capaz de otorgar la dicha profunda que nace de la creación de la inteligencia.

martes, 10 de enero de 2012

Montevideo

TEODORO RUBÉN FREJTMAN SCHVARTZMAN, nace en Concordia, Entre Ríos, el 10 de enero de 1948, y desde 1977 reside en Montevideo. Colaborador de diversas publicaciones, actualmente es miembro de los equipos de las revistas montevideanas: Somos y Apuntes. Guitarrista, cantante, humorista, autor de temas para niños y de raíz folklórica, aforismos, cuentos y crónicas periodísticas, ha obtenido numerosos premios en certámenes literarios en Uruguay y en Argentina.


Tal vez te escriba un poema

el día que se me ocurra,

lo haré alzando mis pasos

silentes en la penumbra,

entre vereda y vereda

entre tu puerto y tu bruma

entre tu piel de cemento

y tu corazón de brújula.

Tal vez te escriba un poema

el día de mi locura,

será de letras, sin letras

será de voces mayúsculas,

creciendo desde tu arena

cantándote por tu espuma

trepándose por los barrios

que te sienten como única.

Tal vez te escriba un poema

la tarde de mi ternura,

quizá lo viva cercano

al aire de tu figura,

al eco de tus cantores

al solar de tu cultura

al viento de libertades

que tienes junto a tu música.

Tal vez te escriba un poema

la tarde que el alma triunfa,

irá prendido en el viento

irá aferrado a tu albúmina,

al son de tus campanarios

a tu mármol, tu estatura,

a tu calle de esperanza

al grito de tu tribuna.

Tal vez te escriba un poema

la noche que no haya luna

lo estrenaré en los rincones

de tu vientre, mar y cuna,

por las venas de tu gente,

por tu vértebra profunda,

por la escalera del tiempo

que se ciñe a tu cintura.

Tal vez te escriba un poema

la noche de hoy, o nunca,

dirá que estás embriagada

de colores, miel y frutas,

del deseo de los niños,

del amor, a sol y a oscuras,

de carnaval, de nostalgias,

de mate amargo y de rumbas.

Tal vez te escriba un poema,

Montevideo, me escuchas ?


Porque sí


Ese lunes que creaste desde el agua

en arterias se extendió como cemento

donde vagan y se funden las doctrinas

de tu músculo de historia y de silencios.

En la alquimia de la arena y la gramilla

y en el vértigo sutil de tus repechos

se forjaron al trabajo, por tu gloria

apellidos, los sin nombre, todo un pueblo.

Juan Vereda te cantó o te hizo tela

inspirado con un vino de febrero

y dejó que se cubrieran con tu manto

destilado en augurios de tu tiempo.

Hoy me invitas a tu seno libertario

masticando esa luz que llevas dentro

con el gol de la nostalgia enardecida

y el milagro de tu raza y de tu anhelo.

Es tu aroma con antiguo el que respiro

mientras leo en tu pared graffittis nuevos

y me nutro de tu ser, tu geografía

cuando bebo de tu escudo en mis cuadernos.

Eres plazas, eres olas, eres niños

eres notas, Facultades, mil Museos,

dame un diario para hacerte un reportaje

donde grites los acordes de tu acento.

Hoy que vengo por tomarte de la mano

porque juntos nos veamos de valseo

en abrazo interminable por la vida

hoy te canto, porque sí, Montevideo.

domingo, 1 de enero de 2012

De navidades y años que comienzan


Un cuento de navidad, por Abelardo, y uno de año nuevo. Felicidades y logros para todos, y que el 012 nos siga encontrando juntos, unidos por esta elección de vida. Las letras.

La niña de los fósforos
Hans Christian Andersen



¡Qué frío hacía!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho-: Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
-¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.