sábado, 23 de junio de 2012

Borges por ellos



Foto : Exposición Gallimard
Bs As Junio 2010
Borges y Roger Caillois

"La última gran invención de un género literario a que hemos asistido ha sido la urdida por un maestro de la escritura breve, Jorge Luis Borges... La idea de Borges ha sido la de fingir que el libro que quería escribir estuviese ya escrito, escrito por otro, por un hipotético autor desconocido, un autor de otra lengua, de otra cultura, y describir, retomar, renovar ese libro hipotético... Borges realiza sus aperturas hacia el infinito (...) en un lenguaje todo precisión y concreción cuya inventiva se manifiesta a través de la variedad de los ritmos, de la pura sintaxis, de los adjetivos más inesperados y sorprendentes."
Italo Calvino

En una entrevista concedida poco antes de su muerte, el escritor italiano sostenía que los tres autores literarios del siglo XX que habían dejado una huella decisiva eran el argentino Borges, el checo (en lengua alemana) Kafka y el italiano Pirandello. Una de las razones que adujo fue el uso de la adjetivación derivada de sus nombres: borgesiano, kafkiano y pirandelliano que determinan, más aún que una "temperatura" intelectual, una situación existencial: "Nuestra existencia, en este siglo, ha girado como un torbellino en torno a estos tres adjetivos."
Italo Calvino


"La historia de la obra de Jorge Luis Borges es la de la conquista de una simplicidad creciente, fundamental. Ha sabido rejuvenecer datos inmemoriales, imprescriptibles, a veces diluidos u olvidados. Los ha renovado, los ha hecho casi inéditos por excepcionales méritos de estilo y de invención. Es un monstruo de extrema sensibilidad; un escéptico implacable que de repente desenmascara indesarraigables convicciones. Ha ejercido en mi obra una precisa y profunda influencia." 

Roger Callois

"A Neruda le perdonaron su abundante pasado estalinista; a Asturias, la servitud bajo los regímenes fuertes de Guatemala; a García Márquez, su servil fascinación por la dictadura de Fidel Castro. Borges en cambio, es imperdonable porque no juega al juego de la hipocresía y sólo quiere ser Borges"

Emir Rodriguez Monegal

domingo, 17 de junio de 2012

Un sueño realizado (última entrega)

Juan Carlos Onetti
por Antonio Muñoz Molina
Existe una tercera razón: los cuentos de Onetti pertenecen, como sus novelas, a un mismo espacio imaginario, son fragmentos de ese gran libro de libros que lleva medio siglo escribiendo y que sus lectores fieles perciben dotado de todos los pormenores y las simultaneidades y las repeticiones de la realidad. Un cuento puede vaticinarnos en muchos años el porvenir o el pasado de un personaje al que conocimos en una novela. Cuando uno ha leído, por ejemplo, La vida breve, y empieza a adentrarse en La casa en la arena tiene la sensación fascinadora de haber estado ya en el lugar de ese relato: de regresar a esa playa, de ver de nuevo y oír al doctor Díaz Grey. Cuando apareció, en 1986, después de siete años de silencio, Presencia y otros cuentos, libro tratado por la crítica española con un perfecto desdén, el lector no habitual de Onetti encontraba a un personaje solitario y sórdido, exiliado en Madrid, maduro, a punto de ser viejo, alguien que aludía sin detalle a la propiedad perdida de un periódico y que se consagraba, muy onettianamente, a construir un sueño dictado por la nostalgia y el deseo y urdido con los materiales menos prometedores de la realidad. Al cabo de unas páginas, el nombre de ese personaje, dicho como al azar, nos lo restituía entero, vinculando además ese cuento tan breve a toda la ficción anterior de Onetti: este hombre exiliado en Madrid, fugitivo de una dictadura militar, que añora a una mujer presa y tal vez asesinada, es nada menos que Jorge Malabia, el adolescente literario y patético que usaba boina y fumaba en pipa en Juntacadáveres y en El álbum, el joven ya embrutecido por la vida adulta, los caballos y los revólveres que aparece vengativamente en La muerte y la niña: las referencias interiores daban de pronto a ese cuento, Presencia, tan dolorosamente actual en su condición de testimonio del destierro y del terror político, profundidades espaciales y temporales, resonancias en la memoria de los personajes y de los lectores, de modo que su breve lectura era al mismo tiempo una lectura de todos los libros de Onetti, y también un contrapunto de la atemporalidad de Santa María y de su posible condición de mundo cerrado, o de eso que viene a llamarse ahora, con reiterada pedantería, «territorio mítico» (hay novelistas que deciden establecer un territorio mítico como el que decide comprar una parcela).
En Tan triste como ella, que es sin duda la historia de amor y de resentimiento más abrumadoramente triste que se haya escrito en español, la falta absoluta de referencias exteriores y hasta casi de nombres (no sabemos cómo se llaman ni la protagonista ni su marido: no sabemos tampoco en qué ciudad o en qué país está esa casa rodeada de muros, con ese jardín ferozmente entregado a las excavadoras y al cemento) es desmentida, o matizada, por un detalle menor, por una información de apariencia neutral: «Ella había nacido allí, en la casa vieja alejada del agua de las playas que había bautizado, con cualquier pretexto, el viejo Petrus». Para el lector habituado, estas pocas palabras sitúan la historia, sin necesidad de descripciones ni de explicaciones, en uno de los paisajes de Santa María, la zona de la orilla del río donde Jeremías Petrus construyó su fracasado astillero y la casa elevada sobre pilares de cemento donde vivía recluida su hija, Angélica Inés. De este modo, sin decir casi nada, Onetti le otorga otra dimensión mucho más amplia a la claustrofobia de Tan triste como ella, y nos devuelve entero el recuerdo de El astillero, y con él el de Larsen o Juntacadáveres, el de su aparición en Santa María, su caída y su regreso último...
Los cuentos de Onetti, pues, postulan sus novelas, y se confunden en el mismo tejer y destejer de su imaginación narrativa, pero aún se les puede señalar un parentesco más estrecho con ellas, un grado aún mayor de negación de las categorías y los géneros: las novelas de Onetti suelen constituirse en torno a puntos o ejes de máxima intensidad que se mantienen muy flexiblemente unidos entre sí, yuxtaponiéndose o entrecruzándose sin disolverse nunca en una historia única, en un solo punto de vista. En cada novela hay una polifonía no sólo de voces, sino de narraciones distintas, que acaso nacieron como ideas para cuentos pero que se fueron agregando las unas a las otras según las leyes y las afinidades secretas que van revelándose como por sí mismas en el proceso de la invención. De modo que, si es posible, y necesario, leer los cuentos como capítulos de una novela, igualmente pueden distinguirse en las novelas las unidades menores y autónomas que se mezclan en un flujo mayor, y ése es uno de los placeres más excitantes de su lectura: parece que La vida breve o Juntacadáveres o Dejemos hablar al viento van escribiéndose por sí mismas al tiempo que nosotros las leemos; parece que los tanteos y las incertidumbres de la narración son nuestros, que nosotros mismos, mediante el veneno de la lectura, nos transfiguramos en personajes de Onetti y soñamos sus vidas como si fueran nuestras, o como si no fueran de nadie, igual que ellos sueñan las vidas de otros o los ven vivir desde una lejanía y una inmovilidad que son exactamente la lejanía absoluta y la inmovilidad perezosa y caviladora del lector.
La pluralidad fragmentaria del libro nos sugiere que es así como se perciben de verdad las cosas, con una mezcla de conocimiento, de olvido y de adivinación, sin esa rigidez tan embus18 tera, pero tan consoladora, de las novelas perfectamente concluidas y cerradas; el aire de casualidad, las discontinuidades, las historias reveladas a medias, las informaciones tardías que al cabo de mucho tiempo dan sentido a una historia ya contada equivalen en literatura a esas líneas y manchas de la pintura que sólo llegan a existir como paisajes o rostros en la retina y en la imaginación visual del espectador: es en nuestra imaginación donde acaban de escribirse las novelas de Onetti, y sólo nuestra atención activa, nuestra devoción, nuestra familiaridad gradual nos van descubriendo poco a poco las resonancias interiores, las semejanzas, los lazos ocultos entre historias y personajes que convierten la totalidad de los libros de Onetti en páginas de una sola narración, que tiene algo del Libro de Arena de Borges y también de Comedia Humana y Enciclopedia del mundo.
En literatura, dice el narrador en un cuento de Onetti, Tiempo se escribe siempre con mayúscula. Santa María es tanto una destilación y un mapa del tiempo como del espacio. Tiene la lentitud de tiempo fósil de las ciudades de provincias, el ritmo pesado con que transcurren las aguas pardas del río y con que se suceden las visitas de la lancha, la majestad solemne y algo torva de los ciclos agrarios. Onetti, lector fervoroso de las novelas del comisario Maigret, conoce como nadie un recurso admirable de Simenon, el de las repeticiones de hábitos, de lugares y gestos, el de sugerir en cada novela cosas que ocurrieron en las otras y que el lector buscará instintivamente en las que no ha leído todavía. El comisario Maigret no es tan intensamente verdadero por la astucia con la que averigua los crímenes, cuyas claves, al fin y al cabo, se nos olvidan a las pocas horas de terminar una novela. Lo que nos gusta de Maigret, como de nuestros amigos, o más bien lo que lo hace semejante a nosotros, es que reconocemos sus costumbres, que nos lo sabemos tan fielmente que podríamos escribir más de una de las páginas que estamos leyendo: la limpieza umbría de las tabernas por la mañana, los bocadillos y las jarras de cerveza subidos a deshoras de la cervecería Dauphine, los andares lentos, seguros y como casuales del comisario cuando sigue a alguien por una calle de provincias francesa.
Algo muy parecido nos ocurre con el más constante de los héroes de Juan Carlos Onetti, el doctor Díaz Grey, que aparece y desaparece en los cuentos y en las novelas igual que ciertas personas aparecen y desaparecen a lo largo de nuestras vidas, tan invariable como el comisario Maigret, tan casi intocado por el tiempo desde que Juan María Brausen lo puso en Santa María y en su consultorio de médico, nacido de la nada, de la arbitrariedad de su creador, como Adán y Maigret y el juez Gavin Stevens o el vendedor ambulante V. K. Ratliff de Faulkner, con una edad que ronda siempre los cincuenta años, con un pasado que se limita a unos cuantos rasgos inexactos, y dotado de una conciencia de sí mismo, de su condición de personaje, de criatura de Brausen, que no es más precaria o temerosa que la conciencia de temporalidad de cualquiera de nosotros: «Dudaba, desinteresado, de sus años. Brausen puede haberme hecho nacer en Santa María con treinta o cuarenta años de pasado inexplicable, ignorado para siempre».
Onetti dijo una vez que conocía tan bien al comisario Maigret que estaba seguro de identificarlo si lo veía de espaldas por la calle. Igual nos ocurre con el doctor Díaz Grey: lo reconoceríamos sin verle la cara, tan sólo por el modo en que mira por la ventana de su consultorio, al otro lado de la mesa, desabrochándose la bata blanca con un aire casi de liturgia. Pero también sabemos exactamente lo que ve, aunque Onetti no nos lo diga: nos parecemos a Onetti y a Brausen en que Santa María es uno de los lugares más familiares de nuestra imaginación.  ---  A un lector distraído le puede parecer que Santa María, ciudad inexistente, corresponde al tiempo inmóvil o circular de los mitos, pero ésa es otra de las expectativas que Onetti prefiere sutilmente defraudar, aunque algunas veces parezca que las cumple. En literatura tiempo se escribe con mayúscula porque casi siempre se escribe sobre el tiempo y se trabaja con él en la misma medida en que el alfarero trabaja con la arcilla o el fotógrafo con los procesos químicos de la fijación de la luz. Pero la manera en que Onetti trata el tiempo —y uso el verbo en su sentido de operación material— ignora toda linealidad y descompone esa apariencia de quietud en una pluralidad de presentes, pasados y porvenires que acaban existiendo simultáneamente.
No se trata de una voluntad de barroquismo, o de malabarismo técnico, sino de una tentativa de contar las cosas como son, que es casi siempre como las recordamos o las imaginamos, o como decidimos que sean. En la conciencia no existe una linealidad absoluta del tiempo, del mismo modo que la mirada no obedece a las leyes geométricas de la perspectiva. A los personajes de Onetti, igual que a personas reales, se les puede aplicar aquel dictamen de Pascal según el cual nadie vive de manera estable en el presente. Todo el mundo habita tiempos mezclados, una encrucijada de expectativas y recuerdos que se confunden en el ahora mismo y que muchas veces o lo desfiguran o lo borran. En este sentido, podría decirse que el juego de la afirmación y la negación del presente es uno de los nervios vitales de la narrativa de Onetti, en correspondencia con su otro juego más querido, el de la afirmación y la negación de lo real. De ahí que los hechos, en los cuentos, casi nunca se presenten con una ambición o una apariencia de objetividad, de sucesos neutrales que el lector presencia tan sin mediación como la vida que tiene frente a sí: dentro de los cuentos casi siempre hay alguien que cuenta o alguien que recuerda —con frecuencia, el doctor Díaz Grey—, y los mecanismos de la memoria, de la palabra, de la invención involuntaria, de la ignorancia parcial, de la pura desfiguración del tiempo, son una parte de la materia contada.
Onetti es de esos escritores dotados de una percepción tan singular y poderosa del mundo y de sus propias facultades que son inconfundibles desde las primeras líneas que publican y están plenamente en cualquier cosa que escriban, desde una carta al director de un periódico (arte en el que Onetti es un maestro sutil) hasta una novela de quinientas páginas. Su primer cuento, escrito a los veintitantos años, Avenida de Mayo-Diagonal21 Avenida de Mayo, es, a pesar de todas las imperfecciones que puedan atribuírsele retrospectivamente, tan Onetti como Dejemos hablar al viento. En Un sueño realizado, que es de 1941, uno encuentra, ya en estado de perfección, la imagen del mundo y las nociones del tiempo y del relato que irán desplegándose con infatigable y maravillosa fuerza narrativa a lo largo de varias décadas.
Un viejo retirado en un asilo de pobres, ex director o productor teatral arruinado muchas veces, dotado de un grotesco peluquín y de una dentadura postiza que no se quita ni para dormir, encuentra en la biblioteca del asilo un ejemplar de Hamlet, y ese hallazgo le dispara el recuerdo de algo que sucedió muchos años atrás. Hay, pues, un primer grado de mediación, el de la memoria de un hombre que escapa del presente miserable de la vejez a un pasado lejano. Pero en el recuerdo se convierte no en protagonista, sino en personaje secundario y narrador de las vidas de otros, de la aparición, en una capital de provincia todavía innominada, pero en la que ya reconocemos a Santa María, de una mujer extravagante y sin duda perturbada, ridícula en el anacronismo de su peinado y su vestuario, perdida en la confusión del tiempo: «Aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días». Esta mujer, que en el cuento carece de nombre, es la portadora de un enigma y de una historia, o un sueño. El enigma es el de su origen, el del motivo de su extravío y el de su biografía hasta ese momento. Como tantos otros personajes de Onetti, quien posee como nadie la suprema virtud de escribir no escribiendo, de usar el silencio como un pintor las zonas de lienzo desnudo, esta mujer está más hecha de lo que no se dice que de lo que se dice de ella. En cuanto al sueño, no llega a ser tampoco una historia, en primer lugar porque los sueños se pierden al ser contados, y en segundo lugar porque ella no atribuye un sentido a las cosas triviales que ocurren en él.
Pero ella quiere ver su sueño realizado, literalmente, en un teatro, con todos los detalles, convertido en un espectáculo al que ella asistirá como suele uno asistir a los sueños, como testigo ajeno y simultáneamente como actor. Los soñadores de Onetti suelen tener una temible resolución: quieren ver cumplidos los sueños, quieren darle forma con ellos al mundo, regirlo en virtud de normas imaginarias tan severamente como si aplicaran el Código Civil. Juan María Brausen, tendido en un apartamento de Buenos Aires, inventó Santa María y se inventó también, a partir de sí mismo, a un personaje falso que se volvía real al otro lado de la pared tan frágil que lo separaba del apartamento contiguo. En Presencia, que es un cuento escrito en España, publicado aquí a principios de los años ochenta, el Jorge Malabia expulsado de Santa María que sobrevive amargado y culpable en Madrid paga a un detective privado impresentable no para que cumpla la tarea imposible que dice encargarle, la de encontrar a una mujer que está presa o muerta al otro lado del océano, sino para que otorgue un cierto grado de materialidad y de realidad al sueño de encontrarla que él mismo se ha trazado. Muchos años atrás, cuando era un adolescente, en el relato titulado El álbum, Malabia le pedía a la mujer desconocida con la que estaba acostándose que le contara historias fabulosas de cacerías y viajes: exigía relatos de sueños con una codicia más intensa que la del deseo, los exigía tan autoritariamente que se sintió decepcionado al comprobar que todas aquellas historias que la desconocida le contó eran ciertas.
Aparte del amor, la tarea preferida por un número considerable de personajes de Onetti es la de inventar, la de contar mentiras y oírlas, la de dotarse de vidas falsas a través de la credulidad del que escucha, pero en ocasiones el propósito de la narración es otro, exactamente el inverso: contando puede alcanzarse una verdad que de otro modo sería inaccesible, una identidad más cierta o más honda que la establecida por las apariencias, incluso una forma amarga de absolución. En La cara de la desgracia, el hombre agobiado por el remordimiento de no haber sabido evitar el suicidio de su hermano se salva transi23 toriamente gracias a la aparición del amor, que en Onetti siempre tiene algo de íntima epifanía y de prodigio: en la playa, de noche, tendido junto a la chica a la que acaba de abrazar, ese hombre le cuenta su culpa y la historia de su hermano, y al contar empieza a comprender lo que antes le estaba negado, la posibilidad de una absolución. En La vida breve Brausen se sentaba en las noches de verano frente a una hoja de papel e intuía que el acto de escribir de algún modo misterioso lo salvaría.
Eso busca la mujer de Un sueño realizado: ser salvada o absuelta por la repetición de un sueño, recobrar y celebrar un instante de dicha inexplicada, unos minutos puros y milagrosos de presente, con todos sus detalles, sin imprecisiones, intangibles, a salvo de la corrupción, del desengaño y del olvido, con todo el lujo de la materialidad y del azar: así la negación se ha convertido gradualmente en afirmación, y los tonos sombríos de la mentira, de la memoria y de la decadencia resulta que ocultaban una celebración de la vida y del tiempo en estado de máxima pureza.
Así es siempre en Onetti. La lectura apresurada, o la simple rutina intelectual tienden a sugerir que el suyo es un mundo en el que sólo existen la desesperación y el horror, un mundo de bares sórdidos y mujeres derruidas, de crueldades ruines y lentas, de oscuridad y amargura. Al principio, cuando uno empezaba a leerlo, eso era lo que le llegaba más crudamente, las dosis indudables de toxicidad que hay en la obra de Onetti, sobre todo en algunos cuentos. A las tres de la madrugada, en las noches enfebrecidas de lectura de los veinte años, yo leía El infierno tan temido y una parte de mí no podía resistirlo y se negaba a seguir leyendo, pero a pesar de eso continuaba, y a la mañana siguiente el despertar tenía, por culpa del insomnio, un desagrado de luz sucia y de resaca. De las páginas de Bienvenido, Bob, igual que de algunos capítulos de La vida breve o Juntacadáveres, salía uno como con olor a ginebra mala y a ceniza fría y a sábanas sucias y sudadas en la ropa.
Costaba un poco más trabajo distinguir, en medio de aquellas rigurosas representaciones del infierno, las rachas de belleza, era preciso aguzar el oído para percibir una línea melódica que discurría casi oculta, pero que, a medida que nos adiestrábamos, se nos volvió tan necesaria y tan conmovedora como la felicidad que dan sin previo aviso algunas canciones. En Onetti hay una permanente furia moral, una rabia indomable contra la sinrazón del tiempo y la deshonestidad y la cobardía que degradan a los hombres, pero la savia de la que se alimenta esa furia es el entusiasmo por lo no corrompido, el agradecimiento por los dones que algunas veces nos otorga la vida. En ninguna parte he visto contada esa clase de gratitud como en dos líneas de La cara de la desgracia, nadie más que Onetti sabe usar de ese modo la precisión y el pudor: «Nos ayudamos a desnudarla en lo imprescindible y tuve de pronto dos cosas que no había merecido nunca: su cara doblegada por el llanto y la felicidad bajo la luna, la certeza desconcertante de que no habían entrado antes en ella».
Leyendo palabras como ésas se va comprendiendo el sentido y el valor de los sueños que inventan en soledad o que se cuentan sin fatiga unos a otros los personajes de Onetti. La cualidad de embusteros, de cuentistas o de soñadores —albergando en esta peligrosa palabra igual sus significaciones más altas que las más vulgares— es el rasgo que los define, y no son más memorables en virtud de la calidad o de la originalidad de sus sueños, sino de la vehemencia con que se atreven a cuidarlos y a llevarlos a cabo, imperturbables frente a la realidad, incluso frente a la desgracia, el ridículo y la ruina, dispuestos siempre a revivir del fracaso y del tedio en el mismo instante en que se les ofrece una promesa ínfima de plenitud. Tan admirable, desaforado y trágico es el sueño de Jeremías Petrus de edificar un puerto y gran astillero en las orillas cenagosas del río como el sueño de Larsen, o Juntacadáveres, que consiste en la fundación de un prostíbulo perfecto.
En Bienvenido, Bob, el joven que más tarde se corromperá para ingresar, gordo y abotargado, en las ruindades de la vida adulta, sueña con convertirse en arquitecto para crear una ciudad utópica a lo largo de la costa de Santa María. En Jacob y el otro, el apócrifo príncipe Orsini quiere obstinadamente poner en práctica el sueño y la mentira del campeón mundial de lucha Jacob van Oppen. En cuanto a Brausen, ha soñado la ciudad entera y cada vida y pensamiento y emoción de cada uno de sus habitantes, y en la plaza principal hay una estatua suya de bronce que el doctor Díaz Grey mira desde la ventana de su consultorio, mientras se abrocha la bata blanca o se desprende de ella como de una vestidura litúrgica...
Aquí el círculo se cierra, y quien nos queda ahora, quien estaba detrás de todo, de los personajes, sus ciudades, sus pasiones, sus estupideces, sus heroísmos, sus embustes generosos o mediocres, es el más onettiano de todos los soñadores de Onetti, el hombre insomne y perezoso que ha ido inventando todas estas historias a lo largo de más de medio siglo, que las ha ido soñando mientras las escribía, como dejándose llevar por un impulso interior a ellas mismas, sin demasiada premeditación, pero con una persistencia invulnerable al desánimo, a los periodos de indiferencia y de adversidad. En Buenos Aires, en Montevideo, en Madrid, ese hombre que casi nunca duerme y ya no se levanta de la cama y no para de fumar y de leer novelas policiales es el dios padre por quien el mismo Brausen fue creado, la inteligencia oculta que rige y presencia las vidas de los personajes, con una atención particular y única hacia cada uno de ellos, como la que nos decían que nos dedicaba el padre eterno de la teología católica. Escribir es, en gran parte, un sueño voluntario, al mismo tiempo abandonado y metódico, la sensación de que asistimos a la historia que estamos imaginando mientras la contamos. Los lectores de Juan Carlos Onetti hemos aprendido que algunos sueños pueden convertirse en verdad: cada uno de los relatos de este libro, por ejemplo, es un sueño realizado.


FIN

jueves, 7 de junio de 2012

Un sueño realizado (II entrega)


Juan Carlos Onetti
por Antonio Muñoz Molina
"Inmediatamente me puse a buscar algún libro de aquel hombre, Onetti. Pero no era fácil encontrarlos. Logré por fin, en el Círculo de Lectores, un volumen de cuentos, y poco después una edición argentina de La vida breve. El astillero, que estaba milagrosamente publicado en la colección Libros TVE, lo sustraje sin remordimiento de la estantería de un conocido, que poseía la colección completa e intacta, aritmética, alineada en un solo anaquel, en el mismo mueble de formica que ocupaba una pared entera y en el que estaba empotrado el televisor.
Desde entonces no he parado de leer a Onetti: en cerca de veinte años ésa es una de las pocas cosas que no han cambiado en mi vida. Han dejado de gustarme la mayor parte de los libros que me apasionaban y he perdido, afortunadamente, casi todos los entusiasmos políticos que me idiotizaban entonces, detesto casi todas las películas que veneraba en aquellos años, he cambiado de amigos, de ciudades, de trabajos y de lealtades sentimentales, así que uno de los pocos rasgos que me unen a quien fui y ya no soy es la lectura de Juan Carlos Onetti, y casi la única cosa que me sigue acompañando de todas las que poseía en los tiempos en que empecé a leerlo es ese ejemplar de sus Cuentos Completos que adquirí en el Círculo de Lectores: un libro de tapas negras, de letra muy pequeña y de hojas que se van volviendo amarillas, firmado y fechado en la primera página con aquella ambición de propiedad con que uno atesoraba entonces los pocos libros que podía comprarse, en un tiempo que visto ahora casi parece otra época: diciembre, 1975.
He leído muchas veces cada uno de esos cuentos. Algunos de ellos no sólo han influido en mis ideas sobre la literatura y han modelado mi propia forma de escribir y de imaginar la ficción: El infierno tan temido, La cara de la desgracia, La casa en la arena, Bienvenido, Bob, Un sueño realizado, forman parte no sólo de mi herencia literaria, sino de mi propia vida, me la han acompañado, me la han amargado, la han nutrido, me han servido para comprender lo que estaba viendo fuera de los libros, para conocer la ternura y tener miedo de la desolación. Cada uno de esos cuentos ha ido cambiando a medida que yo cambiaba, se ha modificado según los estados de ánimo, según los lugares en los que lo leía, según los avatares de mi vida y de mi propia experiencia de escritor. A los veinte años, tendido en la cama de un cuarto de pensión, desvelado y fumando —actitud, como se ve, canónicamente onettiana— leía El infierno tan temido y acababa devastado, con esa intensidad de aniquilamiento con que pueden golpearnos a esas edades los libros. A cada lectura el entusiasmo ha sido idéntico, sin conocer nunca la decepción, sino exactamente la alegría inversa de comprobar que no sólo me seguían gustando esos cuentos, sino que me gustaban mucho más que antes, que podía adentrarme mucho más hondamente en ellos a medida que iba adentrándome en mi propia vida. Palabras como amor, compasión, ternura, gratitud y piedad significarían para mí cosas muy distintas si no las hubiera leído muchas veces en Onetti: la lectura de sus cuentos es una experiencia íntima y decisiva, una presencia delicada y permanente en mi vida, en la manera en la que miro el mundo y en la que imagino y escribo los libros.
Pero no cuento estas cosas por hablar de mí mismo, sino para definir, a través de mi testimonio de lector, la clase de atracción que ejerce la literatura de Juan Carlos Onetti, o el tipo de lectura fiel y de atención apasionada que exige. Hay escritores a los que uno admira como se admira un edificio o una estatua, con reverencia, pero sin intimidad: son los escritores que parecen dirigirse a nosotros en público, como si formáramos parte de la multitud que los escucha de un modo no muy distinto a como puede escucharse a un divo de la ópera. Con Onetti ocurre lo contrario: no es sólo que al leerlo tendamos a pensar que esas palabras están escritas únicamente para nosotros, es que sentimos que estamos asistiendo, con impudor, por milagro, a una narración que existiría igual si no la conociera o la escuchara nadie. Intuiciones parecidas pueden encontrarse en la pintura o en la música: hay canciones, y sinfonías, y cuadros, que se exhiben enfáticamente delante del espectador, que lo halagan, que aspiran descaradamente a seducirlo, a maravillarlo o abrumarlo. Los retratos de Van Dyck, por ejemplo, o ciertos sinfonismos montañosos del siglo xix. Los reyes y los aristócratas ingleses a los que retrataba Van Dyck nos miran desde arriba, desde su jerarquía absolutista, desde su desprecio: cuando es Velázquez quien pinta, un rey que es el dueño del mundo está tan solo y es tan vulnerable o tan digno como un pordiosero o un bufón. Velázquez es grande porque respeta y sugiere el secreto humano de sus personajes: nos miran y parece que se están mirando en un espejo, de esa manera en la que uno mira cuando sabe que está solo. En la música de Fauré, en las Variaciones Goldberg, en los solos de piano de Bill Evans, en la voz de Bessie Smith o de Dinah Washington, nos parece que estamos sorprendiendo un milagro que no precisaba de nosotros ni de ningún testigo para existir. Esas formas supremas del arte crean a su alrededor como un espacio íntimo, como una campana de cristal en la que es preciso encerrarse a solas para comprenderlas: delimitan el espacio y el tiempo alrededor de ellas mismas.
Igual sucede con Onetti. La atención normal, siempre algo distraída, que dedicamos a los libros, incluso a algunos de los que más nos gustan, no sirve delante de los suyos. A Onetti hay que leerlo tensando hasta un grado máximo las destrezas usuales de la lectura, igual que se escucha una música de la que no hay una sola nota que no importe o que se vive un encuentro memorable del que uno quiere apurar sin distracción cada segundo: sus páginas no se agotan nunca, y cada frase vuelve a surgir con tal delicadeza y poderío, con una intensidad tan exaltadora o tan insoportable, que siempre nos parece estar leyéndola por primera vez. Leer a Onetti no es difícil, según dice una superstición idiota: tan sólo exige lo que debería exigir siempre la lectura, una atención incesante, un ensimismamiento que cancele cualquier otro acto, que suprima el mundo exterior. La mejor o la única manera de leerlo es echado en la cama, con mucho tiempo por delante, con una absoluta predisposición de soledad y pereza. Aprenderemos a descubrir sentimientos inéditos, estados de ánimo que formarán parte del repertorio común de nuestra vida pero que tendrán para siempre la tonalidad del estilo de Onetti: conoceremos la dulzura triste, el desengaño ilusionado, la desesperación tranquila, la compasión cruel, los placeres de la mentira y las potestades furiosas de la verdad; percibiremos las cosas a rachas, en fragmentos, bajo una luz oblicua, modificadas o falsificadas por el recuerdo, mejoradas por el olvido, como esas estatuas antiguas que perfeccionó la intemperie; nos estremecerá la juventud con su milagro tan inmediato y sutil como el de la palpitación de un músculo y nos dará asco y terror y lástima la vejez. Encontraremos las palabras exactas y atroces del desengaño («Figúrense ustedes el pesar creciente, el ansia de huir, la repugnancia impotente, la sumisión, el odio») y las que nombran el arrebato del amor y su promesa de sufrimiento y de felicidad: «Te agarra a traición, como algunas muertes. Y ya no hay nada que hacer, ni patalear ni querer destruir. Porque no se sabe si es una cosa que te golpeó desde afuera o si ya la llevabas como dormida y a veces creíste que estaba muerta para siempre. Y qué pasa entonces. Que la llevabas adentro y sin aviso alguno en un minuto salta y se te derrama por todo el cuerpo y hay que aceptar y todavía peor, hay que alimentarla y hacer que cada día aumente las fuerzas, obligarla a que te haga sufrir más».
Leyendo a Onetti uno va sin darse cuenta convirtiéndose en uno cualquiera de sus personajes.
Un hombre solo en una habitación, echado en la cama, o de pie detrás de una ventana, o acodado en un balcón; un hombre o una mujer que caminan perezosamente por la calle imaginando cosas; alguien, hombre o mujer, sentado en la mesa de un bar, junto a las cristaleras que dan a una plaza, que suele ser la plaza de una ciudad fluvial y provinciana llamada Santa María; alguien echado a la sombra en el mirador de una casa frente al mar, viendo acercarse desde lejos una figura; alguien que cuenta a otra persona una historia, generalmente embustera: con nombres diversos, con peripecias anteriores o posteriores sutilmente monótonas, esas figuras de gente solitaria que casi no hace nada más que observar y mirar o atribuirse, a solas o delante de otros, vidas falsas constituyen los puntos de partida en torno a los cuales crecen las narraciones de Juan Carlos Onetti, sean éstas novelas o relatos, que da igual: las divisiones académicas, las minucias sobre los géneros, sobre lo mayor y lo menor, con casi ningún otro autor se vuelven tan inútiles como con Onetti, en parte porque ha cultivado siempre, con igual lealtad, la novela y el cuento, y en parte sobre todo porque en ambos casos ha alcanzado por perfecta regularidad la maestría."
Continuará