viernes, 25 de junio de 2010

Una milonga para el Uruguay, y "El Zahir"



Milonga para los orientales
Milonga que este porteño
dedica a los orientales,
agradeciendo memorias
de tardes y de ceibales.

El sabor de lo oriental
con estas palabras pinto,
es el sabor de lo que es igual
y un poco distinto.

Milonga de tantas cosas
que se van quedando lejos;
la quinta con mirador
y el zócalo de azulejos.

En tu banda sale el sol
apagando la farola del Cerro
y dando alegría
a la arena y a la ola.

Milonga de los troperos
que hartos de tierra y camino
pitaban tabaco negro
en el Paso del Molino.

A orillas del Uruguay,
me acuerdo de aquel matrero
que lo atravesó, prendido
de la cola de su overo.

Milonga del primer tango
que se quebró, nos da igual,
en las casas de Junín
o en las casas de Yerbal.

Como en los tientos de un lazo
se entrevera nuestra historia,
esa historia de a caballo
que huele a sangre y a gloria.

Milonga de aquel gauchaje
que arremetió con denuedo
en la pampa, que es pareja,
o en la Cuchilla de Haedo.

¿Quién dirá de quiénes fueron
esas lanzas enemigas
que irá desgastando el tiempo,
si de Ramírez o Artigas?

Para pelear como hermano
sera buena cualquier cancha;
que lo digan los que vieron
su último sol en Cagancha.

Hombro a hombro
o pecho a pecho,
cuántas veces combatimos.
¡Cuántas veces nos corrieron,
cuántas veces los corrimos!

Milonga del olvidado
que muere y que no se queja;
milonga de la garganta
tajeada de oreja a oreja.

Milonga del domador
de potros de casco duro
y de la plata que alegra
el apero del oscuro.

Milonga de la milonga
a la sombra del ombú,
milonga del otro Hernández
que se batió en Paysandú.

Milonga para que el tiempo
vaya borrando fronteras;
por algo tienen los mismos
colores las dos banderas.


El Zahir (El Aleph, 1949)



En Buenos Aires el Zahir es una moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado recordar; y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges. El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciando el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar aire grave y al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada...
La guerra le dio mucho que pensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!) Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.
En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tornado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad cas impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacurí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mí desdicha, tres hombres jugaban al truco.
En la figura que se llama oximoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura, los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la anrigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas iluestres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.
Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palbras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos eran un artificio contra el Zahir y una primera forma de demoníaco influjo.) Dormí tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un grifo.
Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé impensadamente, en Urquiza; me dirigí aloeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.
Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perifrasis enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente— y está escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar.) Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.
He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de niquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.
El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos...
Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach.
En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso “reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original de informe de Philip Meadows Taylor”. La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice el primer testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Alí Azur. En las puntuales páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, “construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo”. Más dilatado es el informe de Meadow Taylos, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución “Haber visto al Tigre” (Verily he has looked on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esos desventurados había huido a Mysore, donde había pintado en unpalacio la figura del tigre. Años depsués, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nithur el gobernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito quedaban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narró la historia a Muhammad Al-Yemení, de Fort William; éste le dijo que no había criatura en el orbe que no propendiera a Zaheer[1], pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir y que en la Edad de la Ignorancia fue elídolo que se llamó Yaúq y después el profeta del Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una máscara de oro. También dijo que Dios es inescrutable.
Muchas veces leí la monografía de Barlach. Yo desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo: “Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de las cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo”.
La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:
—Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue dele temando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.
El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico.
Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.
Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a unsueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realdad, la tierra o el Zahir? En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esa noticia: Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios.

domingo, 13 de junio de 2010

El libro de arena


La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.-Vendo biblias -me dijo.No sin pedantería le contesté:-En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.Al cabo de un silencio me contestó:-No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.-Será del siglo diecinueve -observé.-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.Fue entonces que el desconocido me dijo:-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz. Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí.En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?-No -me replicó.Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin. Me pidió que buscara la primera hoja. Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.-Ahora busque el final. También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:-Esto no puede ser. Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número. Después, como si pensara en voz alta:-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:-¿Usted es religioso, sin duda?-Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.-Y de Robbie Burns -corrigió.Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:-¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?-No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.-Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.-A black letter Wiclif! -murmuró.Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.-Trato hecho -me dijo.Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches.Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía.Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad. Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta. Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México. Jorge Luis Borges

viernes, 11 de junio de 2010

La escritura de Dios (El Aleph)

Tercera clase

El Aleph es un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges, publicado en la revista Sur en 1945 y en el libro homónimo en el año 1949. Y elegimos empezar con "La escritura de dios".
Presenta numerosas posibles interpretaciones, entre ellas la que plantea una lectura desde el existencialismo, basada en la idea de la incapacidad del ser humano de enfrentarse a la eternidad (presente en muchos de los cuentos borgeanos).En este cuento, que se ha convertido en casi un culto, se puede reconocer toda su literatura, de tal forma que se lo puede calificar como el cuento paradigmático de la vasta biblioteca borgeana, abrevando en la ironía, el juego con el lenguaje y la erudición –tanto verídica como apócrifa-.


La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo alto, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizás en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel testo. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárdel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente."
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.

Análisis:


Nos habla de la edad antigua y de la distintas creencias que se tienen en estas épocas.
Personaje principal: Tzinacán
Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, se encuentra preso en una cárcel de piedra dividida por un muro de piedra y al otro lado se encuentra un jaguar.
Una noche siente una excitación particular, recordó que Dios proviendo el fin de los tiempos, escribió una sentencia mágica el primer día de la creación. Piensa que ese mensaje divino debe estar escrito en algo inmutable para que perdure a través de los siglos, quizá en un río, una montaña o en él mismo, pero después se da cuenta que todo eso puede cambiar con el tiempo.
Un día pensó: "¿qué tipo de sentencia podría escribir un Dios?" y se dio cuenta que Dios no necesitaba ninguna sentencia, con una sola palabra podía abarcar la plenitud.
Entonces ocurrió la unión con la divinidad, vio una rueda que estaba por todas partes, bastaría pronunciar las catorce palabras escritas para regir la tierra pero en ese momento eso carecía de importancia porque él ya no era nadie.

Analizamos "Sur", publicado en "Ficciones", en 1944.

Dahlmann mantenía en el sur el casco de una estancia que había pertenecido a su abuelo materno, pero “Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad”. “Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme.”
Un día, se golpea fuertemente la cabeza con una viga con la emoción de llegar a su casa con el volúmen de "La mil y una noches" y después de días de fiebre, es llevado a un sanatorio. Dahlmann está al borde de la muerte, y es aquí cuando Borges comienza a jugar con el tiempo y el espacio; el lector confunde constantemente el lugar en donde se encuentra Dahlmann, se muestran dos lugares paralelos, el Sur y el sanatorio, no se sabe si por la fiebre el personaje alucina con estar en el Sur, si simplemente es su deseo, o si se ha recuperado y ha podido tomar ese tren y viajar. En el final del cuento, Dahlmann muere en el Sur en una riña. Sin embargo se puede interpretar que esa muerte no es real; que Dahlmann nunca estuvo en el Sur, permaneció y murió en la camilla del sanatorio. Ante la posibilidad de una muerte absurda, sintió odio por sí mismo, se sintió humillado, y soñó una muerte “criolla”, como había sido la de su abuelo Johannes Dahlmann.
"Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado."

Y "Continuidad de los parques, de Julio Cortazar (Final de juego, 1964).

Espero los aportes. Amo los tres cuentos leídos y "descuartizados" por el grupete, y la consigna es preparar otro cuento o ensayo que hable o de laberintos, de ríos, de espejos, del tiempo, de enagramas, de la tortuga, el gato, el jaguar, el tigre, el mar, el I ching, la divinidad, el palacio, la salida del laberinto. O bien las frases que remarcamos en el texto.

domingo, 6 de junio de 2010

El espejo y la máscara...


Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló con el poeta y le dijo:
-Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz de acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos?
-Sí, Rey -dijo el poeta-. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.
El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con alivio:
-Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra. Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur, recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real costumbre ni de tus inspiradas vigilias-
-Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro-dijo el poeta, que era también un cortesano.
Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.
Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo iba aprobando con la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas, no descifraban una palabra. Al fin el Rey habló.
-Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción ya cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades, los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la literatura de Irlanda -omen absit- podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda. Treinta escribas la van a transcribir dos veces.
Hubo un silencio y prosiguió.
-Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikings. Dentro del término de un año aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que es de plata.
-Doy gracias y comprendo -dijo el poeta. Las estrellas del cielo retornaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las selvas sajonas y el poeta retornó Con su códice, menos largo que el anterior. No lo repitió de memoria; lo leyó Con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes, Como si él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era extraña. No era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que guerrearían, centenares de años después, en el principio de la Edda Mayor. La forma no era menos curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las normas Comunes. La aspereza alternaba Con la dulzura. Las metáforas eran arbitrarias o así lo parecían.
El Rey cambió unas pocas palabras Con los hombres de letras que lo rodeaban y habló de esta manera:
-De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan eminente podemos esperar todavía una obra más alta.
Agregó con una sonrisa: -Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres.
El poeta se atrevió a murmurar: -Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad. El Rey prosiguió: -Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.
-Doy gracias y he entendido -dijo el poeta. El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo, había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos despejaron la cámara.
-¿No has ejecutado la oda? -preguntó el Rey; -Sí -dijo tristemente el poeta-. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.
-¿Puedes repetirla?.: -No me atrevo.
-Yo te doy el valor que te hace falta -declaró el Rey.
El poeta dijo el poema. Era una sola línea. Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.
-En los años de mi juventud -dijo el Rey- navegué hacia el ocaso. En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Éstas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?
-En el alba -dijo el poeta- me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.
-El que ahora compartimos los dos -el Rey musitó-. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.
Le puso en la diestra una daga. Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.
Análisis:
El espejo y la máscara es un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges que integra El libro de arena, colección de cuentos y relatos publicada en 1975.
Se trata del séptimo cuento de ese volúmen, presenta ciertas similitudes con otros relatos de Borges, en particular la búsqueda del texto que revele lo absoluto, o la obsesión destructiva que despierta un objeto (
El Zahir). En La biblioteca de Babel se encuentra la siguiente cita, que anticipa este cuento:
En algún anaquel de algún hexágono (...) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios.
El cuento narra el encuentro entre el Alto Rey y el Poeta luego de la batalla de Clontarf, en el que el primero le encarga al segundo que cante su victoria y su gloria, le concede un año de plazo. Cumplido ese año, el poeta recita un poema perfecto según todos los cánones del arte. El Rey le agradece y le obsequia un espejo de plata, para luego encargarle un nuevo poema al cabo de un nuevo año.
El poeta vuelve con una obra imperfecta de acuerdo a las convenciones, pero que aniquila todo lo anterior, maravilla y deslumbra. El Rey le obsequia una máscara de oro y le encarga el tercer poema.
Un año más tarde vuelve el poeta, pálido y temeroso, y pronuncia ante el Rey la única línea de su nueva obra. El Rey le obsequia una daga, con la que el poeta se suicida, y se convierte en un mendigo que recorre su antiguo reino sin repetir jamás el poema final.
Jorge Luis Borges (El libro de arena, 1975)

sábado, 5 de junio de 2010

"El Otro"

A partir del jueves veremos, "El mar", "Para una versión de El I Ching", y el cuento que sigue a continuación, "El otro".

El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero. Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien, mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista. Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memoria de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Alvaro. La reconocí con horror. Me le acerqué y le dije:-Señor, ¿usted es oriental o argentino?-Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra -fue la contestación. Hubo un silencio largo. Le pregunté:-¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa? Me contestó que si.-En tal caso -le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.-No -me respondió con mi propia voz un poco lejana. Al cabo de un tiempo insistió:-Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.Yo le contesté:-Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo de Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres de volúmenes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza Dubourg.-Dufour -corrigió.-Esta bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso? -No-respondió-. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano. La objeción era justa. Le contesté: -Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.-¿Y si el sueño durara?- dijo con ansiedad. Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:-Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera? Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:-Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamo a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente."Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, ¿en casa como están?-Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas. Vaciló y me dijo:-¿Y usted? No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre. Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié. Cambié de tono y proseguí:-En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterllo. Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní. Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.-Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski -me replicó no sin vanidad.-Se me ha desdibujado.

¿Qué tal es? No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia. -El maestro ruso -dictaminó- ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava. Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado. Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido. Enumeró dos o tres, entre ellos El doble. Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.-La verdad es que no -me respondió con cierta sorpresa. Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos. -¿Por qué no? -le dije-. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine. Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos lo hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época. Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias. -Tu masa de oprimidos y de parias -le contesté- no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentencio algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba. Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después. Casi no me escuchaba. De pronto dijo:-Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges? No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:-Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo. Aventuró una tímida pregunta:-¿Cómo anda su memoria?

Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años; un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:-Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase. Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño. Una brusca idea se me ocurrió. -Yo te puedo probar inmediatamente -le dije- que no estás soñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde. Lentamente entoné la famosa línea: L'byre - univers tordant son corps écaillé d'astres. Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.-Es verdad -balbuceó-. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.Hugo nos había unido.Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz. -Si Whitman la ha cantado -observé- es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho. Se quedó mirándome.-Usted no lo conoce -exclamó-. Whitman es capaz de mentir. Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el dialogo. Cada uno de los dos era el remendo cricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy. De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor. Se me ocurrió un artificio análogo. -Oí -le dije-, ¿tenés algún dinero? -Sí- me replicó-. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile. -Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas. Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros. Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.-No puede ser -gritó-. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro. (Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.) -Todo esto es un milagro -alcanzó a decir- y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados. No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas. Hizo pedazos el billete y guardó la moneda. Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso. Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios. Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.-¿A buscarlo? -me interrogó.-Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista.Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano. Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. EL otro tampoco habrá ido. He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el encuentro. El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.

A un gato


No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera; eres,
bajo la luna, esa pantera que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto divino,
te buscamos vanamente;
más remoto que el Ganges y el poniente,
tuya es la soledad, tuyo el secreto.
Tu lomo condesciende a la morosa caricia de mi mano.
Has admitido, desde esa eternidad que ya es olvido,
el amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás.
Eres el dueño de un ámbito cerrado como un sueño
Jorge Luis Borges

jueves, 3 de junio de 2010

Parábola del palacio

Aquel día, el Emperador Amarillo mostró su palacio al poeta. Fueron dejando atrás, en largo desfile, las primeras terrazas occidentales que, como gradas de un casi inabarcable anfiteatro, declinan hacia un paraíso o jardín cuyos espejos de metal y cuyos intrincados cercos de enebro prefiguraban ya el laberinto. Alegremente se perdieron en él, al principio como si condescendieran a un juego y después no sin inquietud, porque sus rectas avenidas adolecían de una curvatura muy suave pero continua y secretamente eran círculos. Hacia la medianoche, la observación de los planetas y el oportuno sacrificio de una tortuga les permitieron desligarse de esa región que aprecia hechizada, pero no del sentimiento de estar perdido, que los acompañó hasta el fin. Antecámaras y patios y bibliotecas recorrieron después y una sala exagonal con una clepsidra, y una mañana divisaron desde una torre un hombre de piedra, que luego se les perdió para siempre. Muchos resplandecientes ríos atravesaron en canoas de sándalo, o un solo río muchas veces. Pasaba el séquito imperial y la gente se prosternaba, pero un día arribaron a una isla en que alguno no lo hizo, por no haber visto nunca al Hijo del Cielo, y el verdugo tuvo que decapitarlo. Negras cabelleras y negras danzas y complicadas mascaras de oro vieron con indiferencia sus ojos; lo real se confundía con lo soñado o, mejor dicho, lo real era una de las configuraciones del sueño. Parecía imposible que la tierra fuera otra cosa que jardines, aguas, arquitecturas y formas de esplendor. Cada cien pasos una torre cortaba el aire; para los ojos el color era idéntico, pero la primera de todas era amarilla y la última escarlata, tan delicadas eran las gradaciones y tan larga la serie.
Al pie de la penúltima torre fue que el poeta (que estaba como ajeno a los espectáculos que eran maravilla de todos) recitó la breve composición que hoy vinculamos indisolublemente a su nombre y que, según repiten los historiadores mas elegantes, le deparó la inmortalidad y la muerte. El texto se ha perdido; hay quien entiende que constaba de un verso; otros, de una sola palabra. Lo cierto, lo increíble, es que en el poema estaba entero y minucioso el palacio enorme, con cada ilustre porcelana y cada dibujo en cada porcelana y las penumbras y las luces de los crepúsculos y cada instante desdichado o feliz de las gloriosas dinastías de mortales, de dioses y de dragones que habitaron en el desde el interminable pasado. Todos callaron, pero el Emperador exclamó: ¡Me has arrebatado el palacio! y la espada de hierro del verdugo segó la vida del poeta.
Otros refieren de otro modo la historia. En el mundo no puede haber dos cosas iguales; bastó (nos dicen) que el poeta pronunciara el poema para que desapareciera el palacio, como abolido y fulminado por la última sílaba. Tales leyendas, claro está, no pasan de ser ficciones literarias. El poeta era esclavo del emperador y murió como tal; su composición cayó en el olvido porque merecía el olvido y sus descendientes buscan aún, y no encontrarán, la palabra del universo.


Parábola del Palacio - El Hacedor- 1960
Jorge Luis Borges
Análisis
Constituiría un primer esbozo de "El espejo y la máscara" (El libro de arena - 1975).
Decide por primera vez y sin tanta cita y acotación, buscar la sencillez, sin abandonar la profundidad.
"El lenguaje es muy pobre para explicar, la riqueza infinita de lo que está afuera del hombre".
Palacio: y acá podemos empezar a bifurcar. El palacio, ¿es el hombre, el universo, el ejemplo de la divinidad o tal vez sea una de las vías de acceso hasta la comprensión de lo divino?
La parábola siempre hace referencia a otra cosa, de una manera indirecta.
El texto es un laberinto, ya que el palacio sea el cosmos, la divinidad, o el tiempo, es un lugar donde el hombre intenta armarse y no puede. Una vez ingresados estamos perdidos.
La parábola es una forma literaria, un relato figurado, una enseñanza que no es explícita. Una forma de acercamiento. Hay que rodear. Intentar abrazar los objetos, la realidad.
Postula que todo lo existente puede ser razonablemente pensable.
Es una muestra de soberbia del mundo para que el hombre intente comprenderlo.
Nada puede éste alcanzar con las pobres herramientas de su razón. Nunca podremos explicarnos la realidad, aunque en nuestra naturaleza esté el buscar el por qué constantemente.
Alude indirectamente a la imposibilidad del lenguaje de dar cuenta de la realidad.
El lenguaje es lo que nos diferencia.
El emperador amarillo, el poeta, el espejo -lo que constantemente nos pone en evidencia-. El espejo como mentira, como irrealidad, los fantasmas. De hecho la imagen especular no tiene mucho que ver con nosotros. "La imagen podría quedar apresada en el espejo..."
"Lo espejos y la cópula son abominables porque reproducen el número de los hombres, de los fantasmas".
¿Realmente somos, somos una existencia?
Los sueños: en los sueños las figuras también se afantasman. Cuan libres somos en un sueño donde no estamos acotados por las leyes de la razón. Donde el tiempo no se mide en relojes.
El tiempo circular, donde las cosas podrían volver a suceder una y otra vez.
"No podemos manejar ni la memoria ni el sueño, no podemos ni soñar lo que queremos, ni recordar, ni olvidar.
Borges pierde en "El Aleph" la cara de Beatriz...
No hay laberinto más perfecto que el circular. El círculo es la figura perfecta -la esfera celeste, las esferas de Aristóteles, la esfera de 3 cm y medio del Aleph de un sótano de la calle Garay-.
Los dos espejos enfrentados son el infinito.
"Dejar de pensar lo infinitamente grande y pensar en algo pequeño. Lo grande nos abisma".
Pensemos que la esfera es el símbolo de la divinidad.
La eternidad es donde el antes y el después es todo ahora.
¿Los círculos? ¿El emperador, el poeta, los jardines, Dios, Adán? ¿La tortuga de Aquiles o la tortuga del I Ching? con sus 64 anagramas...
El hexágono es la figura perfecta. El perímetro más chico que contiene la superficie más grande.
El espacio perfecto que contiene al tiempo.
¿El hombre de piedra, el hombre inmovilizado, el prisionero, o el que no puede saber quién es?
¿El río, el devenir, el río de Heráclito, el cambio permanente?
"El río nunca es el mismo pero sigue siendo el mismo..."
Es la metáfora del cambio y la permanencia...
"Los únicos paraísos son los paraísos perdidos. Somos todo nuestro pasado. Los amores perfectos son los que han ya sido. La mujer que nos quitó la angustia de la víspera..."
¿El crimen del hombre es acaso no reconocer la cara del creador?
Una palabra es un símbolo, que es mucho más rico y amplio que una mera combinación aleatoria.
La palabra como intento de aproximación.
Las rectas que eran círculos.
El degradé de los colores de las torres (la primera amarilla y la última escarlata).
El todo se repite en las partes. En cada uno de nosotros está la totalidad. Somos un grano de arena, pero no somos arena. ¿Si los granos de arena dejasen de pensarse como arena?
Todos los dioses piden que los adoremos ¿si nos alejamos, la divinidad se perdería?
¿Si las figuras que da el espejo dejaran de reflejarnos, no seríamos nada?
Cada uno de nuestros desdoblamientos sigue manteniendo la infinitud, la divinidad...
La totalidad de la divinidad estaba contenida en el poema.
Como al universo no podemos significarlo, salvo que logremos conjugar la palabra divina, estaríamos siendo Dios y, ¿terminaríamos por comprenderlo y callarlo?
La locura sería una de las respuestas del hombre ante la visión de la totalidad...
El Borges del Zahir lo dice, la locura lo alcanzará porque ha tenido el conocimiento.
Los hombres y los poetas deben comprender que detrás de ellos hay algo mucho más profundo, que nunca se alcanzará.

En la primera clase vimos :

El poema "1964", "El hacedor"-ambos al pie-, y el cuento de "El libro de arena" (1975) "El espejo y la máscara", por la analogía con "La parábola del palacio" que analizamos en su totalidad.
Este tiene frases memorables:

"El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir"

"Es justo recordar que en las fábulas prima el número tres: los tres dones del hechicero, las tríadas, y la indudable Trinidad".

"El poeta dijo el poema. Era una sola línea. Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una palabra secreta o una blasfemia. El rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el otro. Ambos, se miraron muy pálidos.
"Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema".

El hacedor

Somos el río que invocaste, Heráclito.
Somos el tiempo.
Su intangible curso acarrea leones y montañas,
llorado amor, ceniza del deleite,
insidiosa esperanza interminable,
vastos nombres de imperios que son polvo,
hexámetros del griego y del romano,
lóbrego un mar bajo el poder del alba,
el sueño, ese pregusto de la muerte,
las armas y el guerrero, monumentos,
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil
que urden las piezas de ajedrez en el tablero,
la roja mano de Macbeth que puede ensangrentar los mares,
la secreta labor de los relojes en la sombra,
un incesante espejo que se mira en otro espejo y nadie para verlos,
láminas en acero, letra gótica,
una barra de azufre en un armario,
pesadas campanadas del insomnio,
auroras, ponientes y crepúsculos, ecos, resaca, arena, liquen, sueños.
Otra cosa no soy que esas imágenes que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme.

"1964"

I

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,

cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días
.

Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente

para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.

II

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta

y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna

y del amor.
La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.

Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.



He resaltado en grises las partes más analizadas del poema.

Somos nuestro pasado. Sólo tenemos lo que hemos sido, ¿Por qué entonces olvidarlo?, si además no basta ser valiente para aprender "el arte del olvido", cuando una rosa, un acorde, o un simple símbolo nos vuelve a retrotraer. Cuando tenemos únicamente nuestro pasado, y el presente es un instante en la inmensa eternidad. Tampoco tenemos el futuro que aún no ha llegado. ¿Para qué olvidar, dar vuelta la página, si sólo somos lo que hemos sido?
Esa mujer que ya nos ahorró la incertidumbre de la víspera, las historias de amor del pasado que en el recuerdo se vuelven perfectas...
La muerte como una oscura maravilla que nos acecha, como otra mar, como otra flecha que sólo nos hará libres.
Y la carencia de importancia que tiene el hecho de no volver feliz, habiendo tantas otras cosas en el mundo, como lo instantes -más profundos y diversos que el mismo mar-.
La vida corta, aunque largas sus horas...

miércoles, 2 de junio de 2010

De laberintos y de espejos...


Gente linda,
es un proyecto que nace con muchas ganas de que nos conozcamos, intercambiemos, y aprendamos juntos a desentrañar la literatura del más grande de los grandes.
La idea es que no seamos más de cinco personas por grupo, que puedan elegir el horario de los lunes o jueves de 19 a 21, o los sábados de 17 a 19.
Al margen de que nos una un gran amor por Borges, las ganas de escribir, y el entusiamo por develar juntos todos los mensajes que nos dejó de legado en su amplísima literatura, estamos abiertos a sumar autores del interés del grupo o yo misma les propondría: Cortazar, Onetti, Vilariño, Benedetti, Joyce, Vila-Matas, Susanna Tamaro, Salinger, -autores europeos -ya sea de novela o cuento-, trabajar sus escritos, sus matices, intentar los propios y ampliar horizontes.
Rossina

martes, 1 de junio de 2010

"Para una versión del I Ching" y "El mar"

PARA UNA VERSION DEL I CHING

El porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer.
No hay una cosa que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable
cuyo libro es el tiempo
.

Quien se aleja
de su casa ya ha vuelto.

Nuestra vida es la senda futura y recorrida.
El rigor ha tejido la madeja.
No te arredres. La ergastula es oscura,
la firme trama de incesante hierro,
pero en algún recodo de tu encierro
puede haber una luz, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha.
Pero en las grietas, está Dios que acecha.





EL MAR


Antes que el sueño (o el terror)

tejiera mitologias y cosmogonias,

antes que el tiempo se acuñara en dias, el mar,

el siempre mar,ya estaba y era.

¿Quién es el mar,

quien es aquel violento y antiguo ser

que roe los pilares de la tierra

y es uno y muchos mares y abismo y resplandor y azar y viento?

Quien lo mira lo ve por vez primera , siempre.

Con el asombro que las cosas elementales dejan,

las hermosas tardes, la luna, el fuego de una hoguera.

¿Quién es el mar, quien soy?

Lo sabré el día ulterior que sucede a la agonía.