sábado, 6 de abril de 2013

El etnográfo


El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba, creo, Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa fingida singularidad que es propia de los jóvenes. Naturalmente respetuoso, no descreía de los libros ni de quienes escriben los libros.  Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo para entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, la aventuras de la guerra o del álgebra, el puritanismo o la orgía. En la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una toldería, que observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la imprenta. Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes era un vínculo ahora. Previó, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como a uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, bajo toldos de cuero o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue. 

    En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no publicarlo. 

    -- ¿Lo ata su juramento? -- preguntó el otro. 

    -- No es ésa mi razón -- dijo Murdock --. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir. 

    -- ¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? -- observaría el otro. 
    -- Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad. 
    Agregó al cabo de una pausa: 
    -- El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos. 
    El profesor le dijo con frialdad: 
    -- Comunicaré su decisión al Concejo. ¿Usted piensa vivir entre los indios? 
    Murdock le contestó: 
    -- No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia. 
    Tal fue, en esencia, el diálogo. 
    Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale.

4 comentarios:

  1. Apenas leer el comienzo del texto (confieso que no lo conocía), el estilo de Borges se me hizo presente, aunque en una forma en que me pareció rudimentaria, quizás en sus primeros años, cuando precisamente estaría buscando definirlo (se me ocurre!)
    También cruzó por mi mente que alguien capaz de entregarse a una investigación de esa forma, viviendo recluido entre gente es de tan distinta cultura, debería ser alguien apasionado por el tema, con una vocación notable hacia ese método de investigación, muy por el contrario de lo que plantea Borges como caracteristica de su personaje. El hecho de diluir hacia el final el interés por contar el secreto que motivara la investigación, hace que el lector se sienta desorientado en cuanto al nudo del relato, cosa que, contradictoriamente, parece no existir.
    Ha sido interesante compartir esta lectura.
    Un abrazo.

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  2. E imaginé esa dilución del sentido de etnia, de "otro", de un Jim Morrison alzando se vuelo mágico en la tragedia de las cumbres planas de las montañas calizas y así el tiempo y los hombres se hacen uno y otro, diversidad monal, como ese monismo hegeliano que hace (tal vez lo expresa el personaje) que lo aprendido pueda parecer hasta contradictorio. Me voy a escuchar House of de rising sun.Besos.

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  3. Recuerdo esa historia de Borges y todavia sigue la duda de que quiso significar el gran escritor con este secreto que no se revela al lector.

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  4. Hay en este relato demasiadas cosas como para resumirlas aquí, pero destacaré esa nostalgia de nostalgias entre ciudad y pradera y esa dicotomía entre los libros (entre no descreer de los libros) y la aventura, con ese final desolador en el que alcanzar el Secreto de los Brujos no sirve para dejar de vivir una vida mediocre, ni para abandonar las oscuras galerías de las bibliotecas. Supongo que para Borges esta historia, marcada por su habitual ironía, no era del todo ajena a su propia vida.

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