miércoles, 29 de diciembre de 2010

Final del año, Jorge Luis Borges


Ni el pormenor simbólico
de reemplazar un tres por un dos
ni esa metáfora baldía
que convoca un lapso que muere y otro que surge
ni el cumplimiento de un proceso astronómico
aturden y socavan
la altiplanicie de esta noche
y nos obligan a esperar
las doce irreparables campanadas.
La causa verdadera
es la sospecha general y borrosa
del enigma del Tiempo;
es el asombro ante el milagro
de que a despecho de infinitos azares,
de que a despecho de que somos
las gotas del río de Heráclito,
perdure algo en nosotros:
inmóvil.

sábado, 27 de noviembre de 2010

El libro de arena, libros subrayados

Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo.

Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.

Sólo los individuos existen, si es que existe alguien.

Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.

El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.

Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador.

Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.

El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el encuentro.
El otro

Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la
realidad, lo cual es lo mismo.

lo que decimos no siempre se parece a nosotros.

fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.

Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.
Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
A mí también. Podemos salir juntos los dos.

El milagro tiene derecho a imponer condiciones.

No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el
primero y que no sería el último.

Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres, afirmó UIrica.

Como la arena se iba el tiempo.
Ulrica

Por indecisión o por negligencia o por otras razones, no me casé, y ahora estoy solo. No me duele la soledad; bastante esfuerzo es tolerarse a uno mismo y a sus manías. Noto que estoy envejeciendo; un síntoma inequívoco es el hecho de que no me interesan o sorprenden las novedades, acaso porque advierto que nada esencialmente nuevo hay en ellas y que no pasan de ser tímidas variaciones.
Cuando era joven, me atraían los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas del centro y la serenidad.

me he acostumbrado a Buenos Aires, ciudad que no me atrae, como quien se acostumbra a su cuerpo o a una vieja dolencia.

que el periodista escribe para el olvido y que su anhelo era escribir para la memoria y el tiempo.

no sé si había un estrado o si la memoria lo agrega.

Recuerdo su aire frágil, que es atributo de ciertas personas muy altas, como si la estatura les diera vértigo y los hiciera abovedarse.

prefiero revelar de una buena vez lo que comprendí gradualmente.

Al cabo de una larga navegación, río arriba, y de una travesía en balsa, pisamos la otra banda, un amanecer.

Conservo aún mis dos imágenes de la estancia: la que yo había previsto y la que mis ojos vieron al fin.

Me pareció construida para el rigor y para el largo tiempo.

la poesía, cuyas formas exigen la brevedad.

recuerdo la caricia de la nieve, que yo nunca había visto y que agradecí.

Beatriz no quiso ver el barco; la despedida, a su entender, era un énfasis, una insensata fiesta de la desdicha, y ella detestaba los énfasis. Nos dijimos adiós en la biblioteca donde nos conocimos en otro invierno. Soy un hombre cobarde; no le dejé mi dirección, para eludir la angustia de esperar cartas.
He notado que los viajes de vuelta duran menos que los de ida, pero la travesía del Atlántico, pesada de recuerdos y de zozobras, me pareció muy larga. Nada me dolía tanto como pensar que paralelamente a mi vida Beatriz iría viviendo la suya, minuto por minuto y noche por noche. Escribí una carta de muchas páginas, que rompí al zarpar de Montevideo.
ese amor que las mujeres jóvenes suelen profesar por los hombres viejos...
El Congreso

CONTINUAR

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Libros subrayados, Ficciones


Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente. Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo -y en ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.

no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas.

para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo!
Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas.
Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras.
La Lotería en Babilonia

Quain solía argumentar que los lectores eran una especie ya extinta. No hay europeo (razonaba) que no sea un escritor, en potencia o en acto. Afirmaba también que de las diversas felicidades que puede ministrar la literatura, la más alta era la invención. Ya que no todos son capaces de esa felicidad, muchos habrán de contentarse con simulacros.
Aquel inverso mundo de Bradley, en que la muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al golpe.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva.
Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma.

Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
Dormir es distraerse del mundo.
Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer.
Funes El Memorioso

el porvenir utópico y el intolerable presente;
Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo.

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música…

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos.
que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.

martes, 16 de noviembre de 2010

El Evangelio según Marcos


El Evangelio según Marcos
(El informe de Brodie, 1970)

El hecho sucedió en la estancia La Colorada, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en La Colorada, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.
El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.
Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.
A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe.
Esa tarde, el Salado se desbordó.
Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa
, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a La Colorada eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas, Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad. que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Nuñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien donde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado —la palabra, etimológicamente, era justa— por la creciente.
Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie —tal era su nombre genuino— habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.
Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre una tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que
el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era libre pensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:
—Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
—¿Qué es el infierno?
—Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
—¿Y también se salvaron los que clavaron los clavos?
—Sí —replicó Espinosa cuya teología era incierta.
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija.
Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos.
Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
—Las aguas están bajas. Ya falta poco.
—Ya falta poco —repitió Gutre, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Cuando abrieron la puerta, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: Es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Trilogía de los dones

Poema de los dones

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz
, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden

las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría
.

De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esta alta y honda biblioteca ciega
.

Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.


Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.


Otro poema de los dones

Gracias quiero dar al divino Laberinto de los efectos y de las causas
Por la diversidad de las criaturas que forman este singular universo,
Por la razón, que no cesará de soñar con un plano del laberinto,
Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
Por el amor, que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad,
Por el firme diamante y el agua suelta,
Por el álgebra, palacio de precisos cristales,
Por las místicas monedas de Ángel Silesio,
Por Schopenhauer, que acaso descifró el universo,
Por el fulgor del fuego,
Que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo,
Por la caoba, el cedro y el sándalo,
Por el pan y la sal,
Por el misterio de la rosa, que prodiga color y que no lo ve,
Por ciertas vísperas y días de 1955,
Por los duros troperos que en la llanura arrean los animales y el alba,
Por la mañana en Montevideo,
Por el arte de la amistad,
Por el último día de Sócrates,
Por las palabras que en un crepúsculo se dijeron de una cruz a otra cruz,
Por aquel sueño del Islam que abarcó mil noches y una noche,
Por aquel otro sueño del infierno,
De la torre del fuego que purifica
Y de las esferas gloriosas,
Por Swedenborg, que conversaba con los ángeles en las calles de Londres,
Por los ríos secretos e inmemoriales que convergen en mí,
Por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria,
Por la espada y el arpa de los sajones,
Por el mar, que es un desierto resplandeciente
Y una cifra de cosas que no sabemos
Y un epitafio de los vikings,
Por la música verbal de Inglaterra,
Por la música verbal de Alemania,
Por el oro, que relumbra en los versos,
Por el épico invierno,
Por el nombre de un libro que no he leído: Gesta Dei per Francos,
Por Verlaine, inocente como los pájaros,
Por el prisma de cristal y la pesa de bronce,
Por las rayas del tigre,
Por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan,
Por la mañana en Texas,
Por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral
Y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,
Por Séneca y Lucano, de Córdoba
Que antes del español escribieron
Toda la literatura española,
Por el geométrico y bizarro ajedrez
Por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,
Por el olor medicinal de los eucaliptos,
Por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,
Por el olvido, que anula o modifica el pasado,
Por la costumbre, que nos repite y nos confirma como un espejo,
Por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio
,
Por la noche, su tiniebla y su astronomía,
Por el valor y la felicidad de los otros,
Por la patria, sentida in los jazmines, o en una vieja espada,
Por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema,
Por el hecho de que el poema es inagotable
Y se confunde con la suma de las criaturas
Y no llegará jamás al último verso
Y varía según los hombres,
Por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos por morir tan despacio,
Por los minutos que preceden al sueño,
Por el sueño y la muerte, esos dos tesoros ocultos,
Por los íntimos dones que no enumero,
Por la música, misteriosa forma del tiempo.

"Los dones"

Le fue dada la música invisible
que es don del tiempo
y que en el tiempo cesa;
le fue dada la trágica belleza,
le fue dado el amor, cosa terrible.

Le fue dado saber que entre las bellas
mujeres de la tierra sólo hay una;
pudo una tarde descubrir la luna
y con la luna el álgebra de estrellas.

Le fue dada la infamia. Dócilmente
estudió los delitos de la espada
,
la ruina de Cartago,
la apretada batalla del Oriente y del Poniente.

Le fue dado el lenguaje, esa mentira,
Le fue dada la carne, que es arcilla,
le fue dada la obscena pesadilla
y en el cristal el otro, el que nos mira.

De los libros que el tiempo ha acumulado
le fueron concedidas unas hojas
;
de Elea, unas contadas paradojas,
que el desgaste del tiempo no ha gastado.

La erguida sangre del amor humano
(la imagen es de un griego) le fue dada
por Aquel cuyo nombre es una espada
y que dicta las letras a la mano.

Otras cosas le dieron y sus nombres:
el cubo, la pirámide, la esfera,
la innumerable arena, la madera
y un cuerpo para andar entre los hombres.

Fue digno del sabor de cada día;
tal es tu historia, que es también la mía.

viernes, 5 de noviembre de 2010

El muerto, Jorge Luis Borges


Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamín Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Este, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.

Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjó. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.

Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornada que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricables y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.

Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Este se siente vagamente humillado pero satisfecho también.

El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.

Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.

Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchao que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.

Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad.

Entra después en el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.

Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.

Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.

La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen carne recién matada y beben un alcohol pendenciero; alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho; erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigos es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Esta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:

–Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos. Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.

Suárez, casi con desdén, hace fuego.

martes, 2 de noviembre de 2010

El libro de arena, continuación

El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos.

Sé que mi rasgo más notorio es la curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí, sólo para saber quién era y cómo era.

Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no sólo por sentirla del todo vana sino porque me arrastraría a la inevitable, a la última.

Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.

Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre del ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca.

Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.

La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos.
There are more things
Lo primero que atrajo mi atención fue la diversidad de sus pareceres en lo que concierne a los muertos. Los más indoctos entienden que los espíritus de quienes han dejado esta vida se encargan de enterrarlos; otros, que no se atienen a la letra, declaran que la amonestación de Jesús: 'Deja que los muertos entierren a sus muertos'

'Quien mira una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón'
el deseo no es menos culpable que el acto, los justos pueden entregarse sin riesgo al ejercicio de la más desaforada lujuria.
Era preciso que las cosas fueran inolvidables.

conocer es reconocer.

si aprender es recordar, ignorar es de hecho haber olvidado.

El gobierno les reparte vicios y yerba para tenerlos quietos.

sabía mirar para el rumbo que el sol se pone. No sé llevar la cuenta del tiempo, pero hubo escarchas y veranos y yerras.

En el término escaso de unas horas yo había conocido el amor y yo había mirado la muerte. A todos los hombres le son reveladas todas las cosas o, por lo menos, todas aquellas cosas que a un hombre le es dado conocer, pero a mí, de la noche a la mañana, esas dos cosas esenciales me fueron reveladas. Los años pasan y son tantas las veces que he contado la historia que ya no sé si la recuerdo de veras o si sólo recuerdo las palabras con que la cuento.

El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir.

Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres.
El poeta se atrevió a murmurar: -Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad.

Algo, que no era el tiempo, había surcado y transformado sus rasgos.
El espejo y la máscara

lo ciframos en una sola palabra que es la Palabra.
Le respondí:
No pude oírla. Te pido que me digas cuál es. Vaciló unos instantes y contestó:
He jurado no revelarla. Además, nadie puede enseñar nada. Debes buscarla solo.
A orillas del Azov me quiso una mujer que no olvidaré; la dejé o ella me dejó, lo cual es lo mismo. Fui traicionado y traicioné.

¿Qué te dio la primera mujer que tuviste? -me preguntó.
Todo -le contesté.
A mí también la vida me dio todo. A todos la vida les da todo, pero los más lo ignoran.

No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma.

Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las precisiones inútiles. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas.
Además no importa leer sino releer.

Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre.
nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.

Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
-¿Un hijo? -pregunté.
-Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro.
Asentí.
-Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.

Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.

¿Todavía hay museos y bibliotecas?
-No. Queremos olvidar el ayer,
Utopía de un hombre que está casado

Las hojas del ciprés

Tengo un solo enemigo. Nunca sabré de qué manera pudo entrar en mi casa, la noche del 14 de abril de 1977. Fueron dos las puertas que abrió: la pesada puerta de calle y la de mi breve departamento. Prendió la luz y me despertó de una pesadilla que no recuerdo, pero en la que había un jardín. Sin alzar la voz me ordenó que me levantara y vistiera inmediatamente. Se había decidido mi muerte y el sitio destinado a la ejecución quedaba un poco lejos. Mudo de asombro, obedecí. Era menos alto que yo pero más robusto y el odio le había dado su fuerza. Al cabo de los años no había cambiado; sólo unas pocas hebras de plata en el pelo oscuro. Lo animaba una suerte de negra felicidad. Siempre me había detestado y ahora iba a matarme. El gato Beppo nos mirabas desde su eternidad, pero nada hizo para salvarme. Tampoco el tigre de cerámica azul que hay en mi dormitorio, ni los hechiceros y genios de los volúmenes de Las mil y una noches. Quise que algo me acompañara. Le pedí que me dejara llevar un libro. Elegir una Biblia hubiera sido demasiado evidente. De los doce tomos de Emerson mi mano sacó uno, al azar. Para no hacer ruido bajamos por la escalera. Conté cada peldaño. Noté que se cuidaba de tocarme, como si el contacto pudiera contaminarlo.
En la esquina de Charcas y Maipú, frente al conventillo, aguardaba un cupé. Con un ceremonioso ademán que significaba una orden hizo que yo subiera primero. El cochero ya sabía nuestro destino y fustigó al caballo. El viaje fue muy lento y, como es de suponer, silencioso. Temí (o esperé) que fuera interminable también. La noche era de luna serena y sin un soplo de aire. No había un alma en las calles. A cada lado del carruaje las casas bajas, que eran todas iguales, trazaban una guarda. Pensé: Ya estamos en el Sur. Alto en la sombra vi el reloj de una torre; en el gran disco luminoso no había guarismos ni agujas. No atravesamos, que yo sepa, una sola avenida. Yo no tenía miedo, ni siquiera miedo de tener miedo, ni siquiera miedo de tener miedo de tener miedo, a la infinita manera de los eleatas, pero cuando la portezuela se abrió y tuve que bajar, casi me caí. Subimos por unas gradas de piedra. Había canteros singularmente lisos y eran muchos los árboles. Me condujo al pie de un de ellos y me ordenó que me tendiera en el pasto, de espaldas, con los brazos en cruz. Desde esa posición divisé una loba romana y supe dónde estábamos. El árbol de mi muerte era un ciprés. Sin proponérmelo repetí la línea famosa: Quantum lenta solent inter viburna cupressi.
Recordé que lenta, en ese contexto, quiere decir flexible, pero nada tenían flexibles las hojas de mi árbol. Eran iguales, rígidas y lustrosas y de materia muerta. En cada una había un monograma. Sentí asco y alivio. Supe que un gran esfuerzo podía salvarme. Salvarme y acaso perderlo, ya que, habitado por el odio, no se había fijado en el reloj ni en las monstruosas ramas. Solté mi talismán y apreté el pasto con las dos manos. Vi por primera y última vez el fulgor del acero. Me desperté; mi mano izquierda tocaba la pared de mi cuarto.
Qué pesadilla rara, pensé, y no tardé en hundirme en el sueño.
Al día siguiente descubrí que en el anaquel había un hueco; faltaba el libro de Emerson, que se había quedado en el sueño. A los diez días me dijeron que mi enemigo había salido de su casa una noche y que no había regresado. Nunca regresará. Encerrado en mi pesadilla, seguirá descubriendo con horror, bajo la luna que no vi, la ciudad de relojes en blanco, de árboles falsos que no pueden crecer y nadie sabe qué otras cosas.

domingo, 31 de octubre de 2010

El otro duelo

Hace ya tantos años que Carlos Reyles, hijo del novelista, me refirió la historia en Adrogué, en un atardecer de verano. En mi recuerdo se confunden ahora la larga crónica de un odio y su trágico fin con el olor medicinal de los eucaliptos y la voz de los pájaros.
Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de las dos patrias. Me dijo que sin duda yo tenía mentas de Juan Patricio Nolan, que había ganado fama de valiente, de bromista y de pícaro. Le contesté, mintiendo, que sí. Nolan había muerto hacia el noventa, pero la gente seguía pensando en él como en un amigo. Tuvo también sus detractores, que nunca faltan. Me contó una de sus muchas diabluras. El hecho había ocurrido poco antes de la batalla de Manantiales; los protagonistas eran dos gauchos de Cerro Largo, Manuel Cardoso y Carmen Silveira.¿Cómo y por qué se gestó su odio? ¿Cómo recuperar, al cabo de un siglo, la oscura historia de dos hombres, sin otra fama que la que les dio su duelo final? Un capataz del padre de Reyles, que se llamaba Laderecha y "que tenía un bigote de tigre", había recibido por tradición oral ciertos pormenores que ahora traslado sin mayor fe, ya que el olvido y la memoria son inventivos. Manuel Cardoso y Carmen Silveira tenían sus campitos linderos. Como el de otras pasiones, el origen de un odio siempre es oscuro, pero se habla de una porfía por animales sin marcar o de una carrera a costilla, en la que Silveira, que era más fuerte, había echado a pechazos de la cancha al parejero de Cardoso. Meses después ocurría, en el comercio del lugar, una larga trucada mano a mano, de quince y quince; Silveira felicitaba a su contrario casi por cada baza, pero lo dejó al fin sin un cobre. Cuando guardó la plata en el tirador, agradeció a Cardoso la lección que le había dado. Fue entonces, creo, que estuvieron a punto de irse a las manos. La partida había sido muy reñida; los concurrentes, que eran muchos, los desapartaron. En esas asperezas y en aquel tiempo, el hombre se encontraba con el hombre y el acero con el acero; un rasgo singular de la historia es que Manuel Cardoso y Carmen Silveira se habrán cruzado en las cuchillas más de una vez, en el atardecer y en el alba, y que no se batieron hasta el fin. Quizá sus pobres vidas rudimentarias no poseían otro bien que su odio y por eso lo fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de los dos se convirtió en esclavo del otro. Ya no sé si los hechos que narraré son efectos o causas. Cardoso, menos por amor que por hacer algo, se prendó de una muchacha vecina, la Serviliana; bastó que se enterara Silveira para que la festejara a su modo y se la llevara a su rancho. Al cabo de unos meses la echó porque ya lo estorbaba. La mujer, despechada, quiso buscar amparo en lo de Cardoso; éste pasó una noche con ella y la despidió al mediodía. No quería las sobras del otro. Fue por aquellos años que sucedió, antes o después de la Serviliana, el incidente del ovejero. Silveira le tenía mucho apego y le había puesto Treinta y Tres como nombre. Lo hallaron muerto en una zanja; Silveira no dejó de maliciar quién se lo había envenenado. Hacia el invierno del 70, la revolución de Aparicio los encontró en la misma pulpería de la trucada. A la cabeza de un piquete de montoneros, un brasilero amulatado arengó a los presentes, les dijo que la patria los precisaba, que la opresión gubernista era intolerable, les repartió divisas blancas y, al cabo de ese exordio que no entendieron, arreó con todos. No les fue permitido despedirse de sus familias. Manuel Cardoso y Carmen Silveira aceptaron su suerte; la vida del soldado no era más dura que la vida del gaucho. Dormir a la intemperie, sobre el recado, era algo a lo que ya estaban hechos; matar hombres no le costaba mucho a la mano que tenía el hábito de matar animales. La falta de imaginación los libró del miedo y de la lástima, aunque el primero los tocó alguna vez, al iniciar las cargas. El temblor de los estribos y de las armas es una de las cosas que siempre se oyen al entrar en acción la caballería. El hombre que no ha sido herido al principio ya se cree invulnerable. No extrañaron sus pagos. El concepto de patria les era ajeno; a pesar de las divisas de los chambergos, un partido les daba lo mismo que otro. Aprendieron lo que se puede hacer con la lanza. En el curso de marchas y contramarchas, acabaron por sentir que ser compañeros les permitía seguir siendo rivales. Pelearon hombro a hombro y no cambiaron, que sepamos, una sola palabra.
En el otoño del 71, que fue pesado, les llegaría el fin. El combate, que no duraría una hora, ocurrió en un lugar cuyo nombre nunca supieron. Los nombres los ponen después los historiadores. La víspera, Cardoso se metió gateando en la carpa del jefe y le pidió en voz baja que si al día siguiente ganaban, le reservara algún colorado, porque él no había degollado a nadie hasta entonces y quería saber cómo era. El superior le prometió que si se conducía como un hombre, le haría ese favor.
Los blancos eran más, pero los otros disponían de mejor armamento y los diezmaron desde lo alto de un cerro. Al cabo de dos cargas inútiles que no llegaron a la cumbre, el jefe, herido de gravedad, se rindió. Ahí mismo, a su pedido, lo despenaron.
Los hombres depusieron las armas. El capitán Juan Patricio Nolan, que comandaba a los colorados, ordenó con suma prolijidad la consabida ejecución de los prisioneros. Era de Cerro Largo y no desconocía el rencor antiguo de Silveira y Cardoso. Los mandó buscar y les dijo:–Ya sé que ustedes dos no se pueden ver y que se andan buscando desde hace rato. Les tengo una buena noticia; antes que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera. Ya sabe Dios quién ganará.
El soldado que los había traído se los llevó.
La noticia no tardó en cundir por todo el campamento. Nolan había resuelto que la carrera coronaría la función de esa tarde, pero los prisioneros le mandaron un delegado para decirle que ellos también querían ser testigos y apostar a uno de los dos. Nolan, que era hombre razonable, se dejó convencer; se cruzaron apuestas de dinero, de prendas de montar, de armas blancas y de caballos, que serían entregados a su tiempo a las viudas y deudos. El calor era inusitado; para que nadie se quedara sin siesta, demoraron las cosas hasta las cuatro. (Les dio trabajo recordar a Silveira.) Nolan, a la manera criolla, los tuvo esperando una hora. Estaría comentando la victoria con otros oficiales; el asistente iba y venía con la caldera.
A cada lado del camino de tierra, contra las carpas, aguardaban las filas de prisioneros, sentados en el suelo, con las manos atadas a la espalda, para no dar trabajo. Uno que otro se desahogaba en malas palabras, uno dijo el principio del Padrenuestro, casi todos estaban como aturdidos. Naturalmente, no podían fumar. Ya no les importaba la carrera, pero todos miraban.–A mí también me van a agarrar de las mechas –dijo uno, envidioso.–Sí, pero en el montón –reparó un vecino.–Como a vos –el otro le retrucó.Con el sable, un sargento marcó una raya a lo ancho del camino. A Silveira y a Cardoso les habían desatado las muñecas, para que no corrieran trabados. Un espacio de más de cinco varas quedaba entre los dos. Pusieron los pies en la raya; algunos jefes les pidieron que no les fueran a fallar, porque les tenían fe y las sumas que habían apostado eran de mucho monto.A Silveira le tocó en suerte el Pardo Nolan, cuyos abuelos habían sido sin duda esclavos de la familia del capitán y llevaban su nombre; a Cardoso, el degollador regular, un correntino entrado en años, que para serenar a los condenados solía decirles, con una palmadita en el hombro: "Ánimo, amigo; más sufren las mujeres cuando paren".Tendido el torso hacia adelante, los dos hombres ansiosos no se miraron. Nolan dio la señal.
Al Pardo, envanecido por su actuación, se le fue la mano y abrió una sajadura vistosa que iba de oreja a oreja; al correntino le bastó con un tajo angosto. De las gargantas brotó el chorro de sangre; los hombres dieron unos pasos y cayeron de bruces. Cardoso, en la caída, estiró los brazos. Había ganado y tal vez no lo supo nunca.

domingo, 24 de octubre de 2010

Borges y la poesía

El Sur

Desde uno de tus patios haber mirado
las antiguas estrellas,
desde el banco de
la sombra haber mirado
esas luces dispersas
que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
ni a ordenar en constelaciones,
haber sentido el círculo del agua
en el secreto aljibe,
el olor del jazmín y la madreselva,
el silencio del pájaro dormido,
el arco del zaguán, la humedad
-esas cosas, acaso, son el poema.

Jorge Luis Borges
Fervor de Buenos Aires (1923)


El amenazado

Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.

Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa
máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. De que me servirán
mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el
aprendizaje de las palabras que uso, el áspero Norte para cantar sus
mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca,
las cosas comunes, los hábitos, el joven amor d e mi madre, la sombra
militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?

Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.

Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta
a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas,
pero la sombra n o ha traído la paz.

Es, ya lo se, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la
espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.

Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.

Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.

Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)

El nombre de una mujer me delata.

Me duele una mujer en todo el cuerpo.



Del libro "El oro de los tigres", 1972

domingo, 17 de octubre de 2010

Cortazar II


Los libros de arena de Cortázar
Dos de sus mejores libros vuelven a circular, editados por primera vez en la Argentina: “La vuelta al día en ochenta mundos” y “Ultimo round”. ¿Sus mejores libros, en qué sentido? Porque son muchos los que creen que, a diferencia de lo que sucede con “Rayuela”, estos volúmenes son lo más poético y perdurable de su obra. Tanto, que el lector tendrá la impresión de que Cortázar continúa escribiéndolos aún hoy.
Por Guillermo Piro
Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas, dice Julio Cortázar en un texto breve de Ultimo round. Las mías, casualmente, están comprendidas en ese libro y en otro, La vuelta al día en ochenta mundos, las dos creaciones más extravagantes e inclasificables del más extravagante e inclasificable de los escritores argentinos.
Es cierto, a diferencia de tantos otros escritores, argentinos y no, Cortázar parece haberse propuesto expresamente transitar todos los géneros, todos los estilos y todas las escuelas. Está el Cortázar de los relatos que parece rendirle tributo a Borges a cada línea. Está el Cortázar costumbrista de Los premios; el políticamente comprometido del Libro de Manuel y Viaje alrededor de una mesa; el que rinde tributo a Henri Michaux con Un tal Lucas (cuya idea central surge de Un certain Plume, del poeta belga); el que en Rayuela aplica a Raymond Roussel en la construcción de un relato que puede ser leído de distintos modos, saltanto de un capítulo a otro, yendo de atrás para adelante y de adelante para atrás; el morelliano, que como pocos escritores en la historia es capaz, con 62 Modelo para armar, de llevar a la práctica cierto proyecto de novela teorizada en los dictados de un personaje que se la pasa haciendo incursiones rápidas y efectivas en Rayuela (Morelli, justamente).
Luego está el poeta, no tan malo como algunos pretenden, e incluso genial por momentos (comprometido, costumbrista, antiperonista, procubano y lírico). Está el Cortázar epistolar, el Cortázar con voz propia recitando Torito en un disco de vinilo y el Cortázar que es ejemplo de cortazarismo, algo que nadie tiene mucha idea de qué es, pero que en cualquier caso funciona como el lugar común del que pretende remarcar que algo escrito con alguna pretensión inclasificable no lo es tanto. Y está el Cortázar que es todos esos al mismo tiempo. Se trata de esas dos creaciones únicas e incomparables, hechas en colaboración con el artista plástico Julio Silva entre 1967 y 1969, que viera sucesivas ediciones en México y que luego de años de ausencia en librerías vuelven a aparecer en el país editados por Siglo XXI.
Julio Silva y Cortázar volverían a trabajar juntos en un libro que vio la luz en 1984 (Silvalandia), el año de la muerte de Cortázar. Pero lo cierto es que para entonces ya nada fue igual. Nada fue igual pero también es innegable que a Cortázar no le gustaba repetir recetas (o que al menos no le gustaba repetirlas durante mucho tiempo). Con Silvalandia no habían (ni él ni Silva) pretendido repetir las experiencia de La vuelta al día... y Ultimo round. Julio Silva y Cortázar se conocieron en 1955, cuando Silva, después de estudiar en el taller de Battle Planas, decidió probar suerte en París. Parece que Cortázar no dejaba de quejarse de la mala impresión y diagramación de sus libros; Silva le ofreció su ayuda y así surgieron las tapas para Rayuela, Todos los fuegos el fuego y Bestiario. Pero una cosa es ser responsable del aspecto de una tapa y otra tener a cargo la diagramación completa (tapa incluida) de dos libros.
Hay un testimonio donde Julio Silva da cuenta de las tribulaciones de ambos para ilustrar un texto de Cortázar publicado en Ultimo round (Muñeca rota) con una serie de fotos. Cuenta Silva: “Como se trataba de la historia de una muñeca descuartizada, fuimos juntos a comprar una”, dice Silva. “La llevamos al departamento de Cortázar y le quitamos los brazos y las piernas. Yo la iba moviendo y él tomaba las fotos. Después, durante todo el día, no pudimos hablarnos ni mirarnos por la culpa. Lo vivimos como algo sádico”.
Historia gráfica. La vuelta al día... y Ultimo round siguen resultando inclasificables, como ya dijimos, debido a la mezcla de géneros y estilos. Pero hay algo más. El carácter de su estructura verdaderamente original radica en que, por una vez (dos veces, en realidad) Cortázar no parece estar rindiendo tributo a nadie –dentro de ambos libros se rinde tributo a mucha gente, porque Cortázar no se cansaba de halagar a sus maestros, pero eso es otra cosa. La propuesta gráfica de Silva no volvió a repetirse en el diseño gráfico editorial argentino –y no volverá a repetirse, a riesgo de que su autor sea acusado de plagiario. ¿En qué consiste ese diseño? A primera vista, en la ausencia de diseño; esto es, en la capacidad del libro de adaptarse a sus propias exigencias (a las exigencias de su autor), de modo que abundan los cambios de tipografías, los textos en sentido horizontal, las fotografías a página completa, los textos en negrita, los dibujos, las bastardillas...
Cuando ambos textos aparecieron por primera vez, en 1967 y 1969, respectivamente, la presentación editorial difería bastante. La vuelta al día... supo tener siete ediciones entre 1967 y 1969 en un solo tomo levemente rectangular, con un diseño interior basado en dos columnas, en la más grande de las cuales cabía el texto en cuestión, quedando la otra disponible para las notas, las fotografías, las ilustraciones o, sencillamente, el vacío de la letra.
La primera edición de Ultimo round, en cambio, a pesar de constar de un solo tomo, tuvo en su primera edición (10 mil ejemplares impresos en Italia) una disposición muy diferente. El libro constaba de dos libros, unidos por la misma tapa: planta baja y primer piso. La planta baja era elongada, espacio propicio para reproducir copias de contactos fotográficos y poemas (además de textos cortos como el del recuadro Trabajos...). El primer piso, a dos columnas, ocupaba dos tercias partes del libro, y allí la fórmula de La vuelta al día... parecía repetirse (no del todo: sólo parecía).
Ya en 1970, la editorial Siglo XXI de México optó por una solución gráfica menos onerosa y práctica: redistribuyó los textos y organizó el libro en dos pequeños tomos de bolsillo (y en el camino, por razones que hasta ahora nadie pudo explicar, quedaron poemas como los que integraban el capítulo Razones de la cólera, que incluía el famoso La patria, tal vez la manifestación más claramente antiperonista de un Cortázar después del crítico relato Casa tomada.
Es probable que, dos años después de la primera edición, Cortázar ya no se sintiera tan antiperonista como cuando había abandonado el país rumbo a París, en 1951, cansado ya de “los bombos que no me dejaban escuchar a Bartok” (ver recuadro Conjeturas...).
Ultimo round conoció en España sendas ediciones olvidables a cargo de las editoriales Debate y Destino, donde el diseño gráfico de Julio Silva brillaba por su ausencia y en los que se limitaban a reproducir, uno después de otro, los textos de Cortázar. Hasta la actualidad, La vuelta al día... ha sido reimpresa una veintena de veces en México, lo mismo que Ultimo round. Pero ambas ediciones no estaban al alcance de cualquier bolsillo. Ahora, a cuarenta años de su primera edición, en un esfuerzo de los editores por pagar una deuda de amor con un autor inolvidable, ambos libros aparecen nuevamente en edición argentina.
Descubriendo con Julio. “A mi tocayo”, dice Cortázar, “le debo el título de este libro”. La referencia a Julio Verne y su La vuelta al mundo en 80 días es descarada y descarnada, y el ensayo que comienza así puede considerarse la razón de que muchos lectores hayan accedido a Verne a destiempo, a una edad en que debían vanagloriarse de haberlo leído (y tal vez olvidado).
Lo cierto es que en misceláneas, relatos breves y poemas hay toda una larga serie de escritores, músicos, científicos y artistas con quienes muchos de los que leímos el libro antes de cumplir los veinte años nos topábamos por primera vez:Wittgenstein, Lévi-Strauss, Resnais, Mallarmé, Filloy, Caillois, Rimbaud, Roussel, Foucault, Duchamp, Lezama Lima, Monk, Keats, Queneau... y los nombres siguen. El abanico de lecturas abierto por Cortázar, a la manera de quien hace trucos de manos mostrando las cartas, es inmenso. Al punto que muchos lectores no pueden aún dar por completado el larguísimo listado onomástico.
Cortázar se refiere a todos ellos sin la precaución y los recaudos que suelen inspirar los textos académicos y los ensayos críticos. Se esfuerza por poner de manifiesto el carácter inofensivo de todo lo que es pretendidamente “alto”, “puro”. Contra toda interpretación, siguiendo el fluir de su deseo y su necesidad de compartir un hallazgo o el amor por determinado autor, parece limitarse a proponer su visión de las cosas, invitando al lector a que se aventure en esa selva y corra el placentero riesgo de aportar la suya. Silva, diseñando, por su parte parece decirnos que el artista es aquel siempre disponible y dispuesto a mover los esquemas, incluso los propios, con el único fin de perseguir –y encontrar– lo bello –algo que en La vuelta al día... y en Ultimo round aparece a cada página.
Ambos libros tienen, además, un carácter eterno y poético, no en el sentido de que lo prima en ellos es lo perdurable y musical, sino que pueden leerse con la falta de método con que se leen los libros de poesía, saltando de un texto a otro, llevados por la curiosidad o la simple atracción.
Quien esto escribe, a 30 años de haber emprendido la lectura de ambos libros por primera vez, no está en grado de poder asegurar que los ha leído por completo. Hay textos que recuerda de memoria, y otros a los que cree estar volviendo cuando en realidad los lee por primera vez. Ambos libros tienen ese efecto irreproducible con facilidad; esto es, el carácter de “libro de arena”, de libro mutante, que cambia bajo nuestros ojos, que parece crecer y reproducirse, acortarse y alargarse. Hay pocos libros que susciten una impresión tan clara y diversa: ofrecen y esconden, muestran y al mismo tiempo difieren.
Toda la obra de Cortázar está fechada, tiene una data precisa que no necesita corroboración. Basta leer sus cuentos y novelas para advertir en qué época fueron escritos, bajo qué influjo, en medio de qué ruidos. En La vuelta al día... y en Ultimo round pasa otra cosa: Cortázar, como su Charlie Parker de El perseguidor, parece estar diciendo todo el tiempo: “Esto lo estoy escribiendo mañana”. Lo que vuelve a estos libros, entonces, eternos y poéticos, es que no han terminado de cristalizar, que podrían estar siendo escritos ahora, hoy mismo. Es una virtud de la que carecen muchos libros, pero sobre todo es una virtud de la que carece Cortázar. Es cierto que hay textos, como Noticias del mes de mayo –un largo poema escandido por sentencias de Mayo del 68– o Sílaba viva –“Qué vachaché, está ahí aunque no lo quieran,/ está en la noche, está en la leche,/ en cada coche y cada bache y cada boche...”–, un infantil homenaje al Che Guevara, que no pueden leerse sin echar un vistazo al colofón. Pero hay otros (Canada Dry; Casi nadie va a sacarlo de sus casillas; Tu más profunda piel; Las buenas inversiones; Del gesto que consiste en ponerse el dedo índice en la sien y moverlo como quien atornilla y destornilla; Grave problema argentino: querido amigo, estimado o el nombre a secas; y, especialmente, Me caigo y me levanto) que no tienen fecha de vencimiento. Más todavía: el lector tiene la impresión de que el día en que pueda decir que ha comprendido finalmente ambos libros no llegó todavía, no llegará nunca.
La vuelta al día... y Ultimo round vienen presentados por los editores como collages. Está perfecto. Pero a ambos podría corresponderles otra palabra igualmente adecuada: son cócteles. Es decir, la combinación de ingredientes aparentemente incompatibles que da lugar a un producto único.
Son textos que, considerados de manera independiente, podrían tener un efecto nocivo o tal vez benéfico, no tiene importancia, pero que incorporados en un libro resultan absolutamente excitantes y embriagadores.

jueves, 7 de octubre de 2010

El costado oriental de Borges

Un fuerte vínculo afectivo unía a Borges con el Uruguay, un país donde hizo transcurrir varios de sus mejores cuentos y a cuya historia se refiere en algunos de sus poemas.
Con estas palabras empieza su Autobiografía: "No puedo precisar si mis primeros recuerdos se remontan a la orilla oriental u occidental del turbio y lento Río de la Plata; si me viene de Montevideo, donde pasábamos largas y ociosas vacaciones en la quinta de mi tío Francisco Haedo, o de Buenos Aires".
País al que él llamaba Banda Oriental, allí habían nacido su abuelo paterno (Francisco Isidro Borges) y su abuela materna (Leonor Suárez Haedo), sino porque él mismo fue gestado en Uruguay. En su juventud Borges escribió sobre muchos escritores "orientales" y a lo largo de toda su vida admiró la obra de William Hudson "La tierra purpúrea", un libro que describe al Uruguay del siglo XIX a través de los ojos de un viajero inglés.
También Borges concedió a Uruguay la maternidad del tango negándosela así a su propia ciudad natal, Buenos Aires. "El tango nació de los compadritos que habitaban los suburbios de las ciudades del Río de la Plata, probablemente en la orilla oriental", decía siempre. Esa opinión también la expresó en verso en el poema "Milonga para los orientales". "Milonga del primer tango/ que se quebró, nos da igual,/ en las casas de Junín/ o en las casas de Yerbal/", escribió mencionando dos calles de la Ciudad Vieja de Montevideo.
Su vinculación con Uruguay no fue meramente intelectual, el joven Borges vacacionó algunas largas temporadas en la finca de su familia en el barrio montevideano de Paso Molino y pasó memorables estadías en la zona del litoral Uruguayo.
En su "Autobiografía" él recuerda su gran habilidad como nadador "que había adquirido en ríos de corrientes rápidas como el Uruguay y el Ródano" cuando era un niño.
El Borges juvenil escribió un prólogo a una antología de poetas uruguayos donde el abusivo elogio que reciben los orientales debe ser entendido, sobre todo, como una provocación a sus compatriotas argentinos.

Un libro es congregación de muchos poetas - de hombres que al contarse ellos, nos noticiarán novedades íntimas de nosotros - y yo soy el guardián inútil que charla. ¿Que justificación es la mía en este zaguán? Ninguna salvo ese río de sangre oriental que va por mi pecho, ninguna salvo los días orientales que hay en mis días y cuyo recuerdo sé merecer. Algunos - una siesta, un olor a tierra mojada, una luz distinta - ya no sabría decir de qué banda son. Esa fusión, o confusión, esa comunidad, puede ser hermosa.¿Que distinciones hay entre los versos de esta orilla y los de la orilla de enfrente? La más notoria es la de los símbolos manejados. Aquí la Pampa o su inauguración, el suburbio; allí los árboles y el mar. El desacuerdo es lógico: el horizonte de Uruguay es de arboledas y cuchillas, cuando no de agua larga; el nuestro de tierra. El anca del escarceador Pegaso oriental lleva marcados una hojita y un pez, símbolos del agua y del monte…Siempre esas dos tutelas están. Nombrada o no, el agua induce una vehemencia de ola en los versos; con o sin nombre, el bosque enseña su sentir dramático de conflicto, de ramas que se atraviesan como voluntades. Su repetición vistosa, también. Dos condiciones juveniles - la belicosidad y la seriedad - resuelven el proceder poético de los uruguayos. La primera está en el personificado Juan Moreira de Podestá, en los matreros con divisa de José Trelles, en el ya inmortal compadrito trágico de Florencio Sánchez, en las atropelladas de Ipuche y en el; ¡A ver quien me lo niega! con que sale a pelear por una metáfora suya, Silva Valdés. El humorismo es esporádico en los uruguayos, como la vehemencia en nosotros. Obligación final de mi prólogo es no dejar en blanco esta observación. Los argentinos vivimos en la haragana seguridad de ser un gran país, de un país cuyo sólo exceso territorial podría evidenciarnos, cuando no la prole de sus toros y la feracidad alimenticia de su llanura. Si la lluvia providencial y el gringo providencial no nos fallan, seremos la villa Chicago de este planeta y aún su panadería. Los orientales, no. De ahí su clara heroica voluntad de diferenciarse, su tesón de ser ellos, su alma buscadora y madrugadora. Si muchas veces, encima de buscadora fue encontradora, es ruin envidiarlos. El sol, por las mañanas, suele pasar por San Felipe de Montevideo antes que por aquí...

Luego de leer estas palabras un uruguayo no duda de que Borges privilegiaba la ficción a la realidad.
Sus viajes al vecino país también continuaron de adulto, ya que con frecuencia visitaba mucho el departamento de Salto, donde vivía su prima, que estaba casada con el escritor uruguayo Enrique Amorim. En la casa salteña de este matrimonio ocurrieron dos jalones en la biografía del escritor. Uno de ellos es que en esa casa escribió uno de sus mejores cuentos: "Tlon Uqbar Orbis Tertius".
Borges ambientó muchos cuentos en el interior rural de Uruguay y algunos en Montevideo.
La investigadora uruguaya Ana Inés Larre Borges ha señalado oportunamente que en los cuentos de Borges situados en los departamentos del norte de Uruguay se percibe "la nostalgia del intelectual por la acción y el coraje", mientras que Montevideo aparece en su literatura como "un refugio civilizado para quienes huyen de la barbarie".
Ubica varios de sus cuentos en un Uruguay anacrónico, pretérito, básicamente por dos razones. Una es porque es un territorio bastante desconocido por el resto del mundo, lo cual le permite desplegar cómodamente su imaginación. "He situados mis cuentos un poco lejos, ya en el tiempo, ya en el espacio. La imaginación puede obrar así con libertad", escribió en "El informe de Brodie".
En el cuento “Funes, el memorioso”, que se ambienta en Fray Bentos, narra el largo insomnio de ese inolvidable personaje. Aquí, como hacía habitualmente, echó mano al recurso de atribuir a una persona real y notoria, noticias sobre el personaje ficticio, a los efectos de darles una mayor verosimilitud. Y así, señala que el poeta uruguayo Pedro Leandro Ipuche había definido, a Funes, como: “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”. Borges tenía en alta estima la obra poética de Ipuche; de manera especial recordaba siempre el poema “El guitarrero correntino”, cuyo final destacaba como un hallazgo poético: “Subió al caballo con lenta agilidad”. En otro cuento célebre, como “El muerto”, el compadrito Benjamín Otálora inicia su vida hacia la muerte parando una artera puñalada en un café del Paso Molino.
En el cuento “Avelino Arredondo”, Borges registró el único magnicidio de la historia del Uruguay: en 1879, en la puerta del Club Uruguay, a la salida de la Catedral y en la plaza Matriz, mató Arredondo al presidente Idiarte Borda.
Dos gauchos de Cerro Largo protagonizan “El otro duelo”, cuento al que Borges atribuye al hijo del novelista uruguayo Carlos Reyles.
Es conveniente citar finalmente un poema de Borges sobre la capital de Uruguay, que muestra su amor por la Banda Oriental:

Montevideo

Resbalo por tu tarde como el cansancio por la piedad de un declive.
La noche nueva es como un ala sobre tus azoteas.
Eres el Buenos Aires que tuvimos, el que en los años se alejó quietamente
Eres nuestra y fiestera, como la estrella que duplican las aguas.
Puerta falsa en el tiempo, tus calles miran al pasado más leve.
Claror de donde la mañana nos llega, sobre las dulces aguas turbias.
Antes de iluminar mi celosía tu bajo sol bienaventura tus quintas.
Ciudad que se oye como un verso.
Calles con luz de patio.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Tres laberintos en la obra de Borges


Los dos reyes y los dos laberintos

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.

El laberinto

Zeus no podría desatar las redes
de piedra que me cercan. He olvidado
los hombres que antes fui; sigo el odiado
camino de monótonas paredes que es mi destino.
Rectas galeríasque se curvan en círculos secretos
al cabo de los años. Parapetos
que ha agrietado la usura de los días.
En el pálido polvo he descifrado
rastros que temo. El aire me ha traído
en las cóncavas tardes un bramido
o el eco de un bramido desolado.
Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.
Elogio de la sombra (1969)

Laberinto

No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro.

No esperes que el rigor de tu camino
que tercamente se bifurca en otro,
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin. Es de hierro tu destino

como tu juez. No aguardes la embestida
del toro que es un hombre y cuya extraña
forma plural da horror a la maraña

de interminable piedra entretejida.
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
en el negro crepúsculo la fiera.

"Elogio de la sombra", 1969

lunes, 27 de septiembre de 2010

Juan López y John Ward

Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en un aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.

Jorge Luis Borges, 1985

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El ímpetu de Roberto Arlt.

El 2 de abril de 1900 nació, en el barrio de Flores, Roberto Arlt, escritor irreverente, que en entrevista concedida, en 1929, a "Literatura Argentina" declaró: "Tengo una fe inquebrantable en mi porvenir de escritor. Me he comparado con casi todos los del ambiente y he visto que toda esta buena gente tenía preocupación estética o humana, pero no en sí mismos, sino respecto de los otros. Esta especie de generosidad es tan fatal para el escritor, del mismo modo que le sería fatal a un hombre que quisiera hacer una fortuna, ser tan honrado con los bienes de otros como con los suyos".

A la narrativa de Arlt se la puede calificar de impetuosa, en ella el impulso y la necesidad pesan más que la reflexión, de este modo los personajes alcanzan la categoría de arquetípicos. Sin embargo esos personajes representan al individuo de la clase media porteña del primer cuarto de siglo, que en busca de mejores horizontes, llega a Buenos Aires y se encuentra marginado socialmente.
Como reacción a esa sociedad que los oprime y reprime su individualidad, los personajes de Arlt encuentran una válvula de escape en sus sueños y delirios. Como revolucionarios, estos sueños y delirios son lanzados contra los poderosos pero se quedan a mitad de camino y sólo alcanzan a los miserables, en consecuencia en vez de convertirse en héroes se convierten, a mitad de camino, en asesinos, rateros o delatores de sus propios compañeros. Por otra parte estos personajes, geográficamente ubicables, "hablan" el lenguaje de la calle, esa mixtura que la masa migratoria hizo del idioma de Buenos Aires.
Los protagonistas fueron las familias, los vagos de barrio, los “vivos” o “sabios” de los cafés, las muchachas “decentes” y las “fáciles”, los estafadores, los mentirosos, los cuenteros, los malandrines y muchos otros más.
Las aguafuertes pueden ser tomadas como una verdadera crítica cívica. Desde aquí, también hizo observaciones políticas, que pueden completarse con una serie de artículos de verdadero compromiso social, denunciando el estado de pobreza, de deterioro de la salud pública y de exclusi6n del sistema, volcando su mirada hacia el interior del país.
Plasma lo contemporáneo del siglo con ojo certero y se lo puede considerar como el primer novelista moderno de nuestra literatura. Se puede decir de Roberto Arlt que, de su propia definición como escritor y del trabajo que realiza como tal, jugó su deseo de manera inquebrantable y consecuente.
Sentado en el tranvía, caminando por la calle, Arlt experimenta una "iluminación". Las personas comunes, los episodios de la vida de barrio y suburbana, los espacios físicos, las nuevas configuraciones y las costumbres del trato social son sus asuntos. El vagabundeo termina con un descubrimiento. A partir del dato registrado se despliega un relato. Para ello, Arlt suele necesitar muy poco: una frase, una visión fugaz, el "carpeteo" de algún personaje.
En parte por la preocupación de interesar al lector, en sus crónicas lo cotidiano pierde su carácter evidente. Lo que se halla a la vista, en cuanto se fábula, no es nada obvio. Por el contrario, genera un enigma. Las casas sin terminar suscitan una "sensación de misterio y catástrofe", y el taller donde se arreglan muñecas una pregunta: "¿qué gente será la que hace componer muñecas y por qué? Ese enigma comporta, además, una carga de espectacularidad: el hombre que pide, "insignificantísimo hecho que revela todo un mundo", provoca la comprensión de "toda la tragedia que en él se encerraba" ("El tímido llamado").
Los temas de las aguafuertes son de dominio público. Se trata de hechos que ocurren diariamente, incluso en sitios u horas determinadas: "todos los días, a las cinco de la tarde, tropiezo con muchachas que vienen de buscar costura" ("La muchacha del atado"). El relato tiene en esas circunstancias su respaldo. Lo que allí se dice puede ser comprobado, e insistentemente Arlt invita a su lector a verificar por sí mismo el descubrimiento realizado. Este recurso -la apelación a una memoria y a un espacio compartido- explica la repercusión de las aguafuertes.
A las tres de la madrugada cada ventana iluminada se vuelve sospechosa; es indicio de una historia que no ha sido narrada ("Ventanas iluminadas"). Ese asombro -por las cosas que se ven, las palabras que se escuchan, "las tragedias que se dan a conocer"- permite deducir una conclusión: para Arlt, lo cotidiano es aquello sobre lo cual aún no se ha escrito.
Después de un viaje a Chile, en 1941, y luego de su segundo casamiento, su salud se vio seriamente deteriorada. Mirta Arlt recuerda que su padre la visitó en Córdoba, en esa época:
“…corrí a comprarle ropa de lana, para que se abrigase. Estaba mal vestido, cansado, parecía no importarle el frío tremendo de la sierra”.
Poco después, el 26 de julio de 1942, de regreso en Buenos Aires falleció, muy joven, de un ataque al corazón.
Fueron largos años de escribir contra la corriente, bregando por una literatura auténtica. “Hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados sostiene Arlt.

"Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo, en orgullosa soledad, libros que encierren la violencia de un ‘cross' a la mandíbula”.
Siempre marginado por la elite intelectual.
Basta recordar que él, uno de nuestros más grandes escritores, no publicó jamás en la Revista Sur, de Victoria Ocampo, ni en la Revista Martín Fierro, ni en los suplementos literarios de los grandes diarios, lo cual prueba de qué modo fue discriminado por los sectores dominantes.
Producción literaria:

- Novelas: "El juguete rabioso" (1926); "Los siete locos" (1929); "Los lanzallamas"(1931); "El amor brujo" (1932).- Crónicas periodísticas: "Las aguafuertes porteñas" (1933); "Aguafuertes españolas" (1936)- Relato: "Viaje terrible" (1941)

- Cuentos: "El jorobadito" (1933); "El criador de gorilas." (1951). Dos volúmenes, que contienen alrededor de veinticinco cuentos.- Teatro: "300 millones" (1932); "Separación feroz" (1938); "Saverio el cruel", "La isla desierta" , "El fabricante de fantasmas"; "La fiesta del hierro".