jueves, 9 de octubre de 2014

El Aleph (libros subrayados)

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo, pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podría consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación...

No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.

Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su casa.

...acepté con más resignación que entusiasmo...

...un solo detalle que no confirme la severa verdad...

Empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo...

Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz.

...un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
Está en el sótano del comedor-. Es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tienen prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por a escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-¿El Aleph? -repetí.
Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos.

Baja, podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló
...cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno.
...sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.

En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es.

Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde...vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos... vi una quinta de Adrogué... vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche)
... vi mi dormitorio sin nadie, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo.

Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé al despedirme , y le repetí que el campo y la serenidad son dos grandes  médicos.

En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.

Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.