domingo, 28 de agosto de 2011

Palabras mejores que el silencio...

Paris, 12 de enero de 1980

Querido Onetti:

Una vez más encontré todo ahí, todo lo que te hace diferente y único entre nosotros. La gran maravilla es que el reencuentro no supone la menor reiteración ni la menor monotonía. Parecería casi imposible después de la saturación que dejan en la memoria tus libros anteriores, pero es así: todo es otra vez nuevo bajo el sol, mal que le pese al viejo Eclesiastés.
Con poco escritores me ocurre eso. Los leo hasta un punto dado y después pienso, "muchachos, sigan solos, yo me corto en la esquina". Con los años, prefiero autores nuevos, probar otras marcas de whisky. Y ... pasa que tu novela [*] es eso, siempre whisky pero con un sabor que es el mismo y diferente. Pasa que una vez más has escrito un gran libro, y lo que parecía irrepetible se repite sin repetirse, si me perdonás esta jerga que busca abrirse paso y se enreda un poco.

Medina, carajo. Qué tipo sos, Onetti. En fin, tu libro lo voy a caminar mucho por las calles de Paris (ojalá, alguna vez, de Buenos Aires).

Un abrazo,

Julio



lunes, 22 de agosto de 2011

Prólogo a "Cartas de mamá"


Por Jorge Luis Borges
Buenos Aires, 1984.

Hacia 1947 yo era secretario de redacción de una revista casi secreta que dirigía la señora Sarah de Ortiz Basualdo.
Una tarde, nos visitó un muchacho muy alto con un previsible manuscrito. No recuerdo su cara; la ceguera es cómplice del olvido. Me dijo que traía un cuento fantástico y solicitó mi opinión. Le pedí que volviera a los diez días. Antes del plazo señalado, volvió. Le dije que tenía dos noticias. Una, que el manuscrito estaba en la imprenta; otra, que lo ilustraría mi hermana Norah, a quien le había gustado mucho. El cuento, ahora justamente famoso, era el que se titula "Casa Tomada". Años después, en París, Julio Cortázar me recordó ese antiguo episodio y me confió que era la primera vez que veía un texto suyo en letras de molde. Esa circunstancia me honra. Muy poco sé de las letras contemporáneas. Creo que podemos conocer el pasado, siquiera de un modo simbólico, y que podemos imaginar el futuro, según el temor o la fe; en el presente hay demasiadas cosas para que nos sea dado descifrarlas.
El porvenir sabrá lo que hoy no sabemos y cursará las páginas que merecen ser releídas. Schopenhauer aconsejaba que, para no exponernos al azar; sólo leyéramos los libros que ya hubieran cumplido cien años. No siempre he sido fiel a ese cauteloso dictamen; he leído con singular agrado Las armas secretas de Julio Cortázar y sus cuentos, como aquel que publiqué en la década del cuarenta, me han parecido magníficos.
"Cartas de mamá", el primero del volumen, me ha impresionado hondamente. Una historia fantástica, según Wells, debe admitir un solo hecho fantástico para que la imaginación del lector la acepte fácilmente. Esta prudencia corresponde al escéptico siglo diecinueve, no al tiempo que soñó las cosmogonías o el Libro de las Mil y Una Noches.
En "Cartas de Mamá" lo trivial, lo necesariamente trivial, está en el título, en el proceder de los personajes y en la mención continua de marcas de cigarrillos o de estaciones del subterráneo. El prodigio requiere esos pormenores. Otro rasgo quiero indicar. Lo sobrenatural, en este admirable relato, no se declara, se insinúa, lo cual le da más fuerza, como en el "Izur" de Lugones. Queda la posibilidad de que todo sea una alucinación de la culpa. Alguien que parecía inofensivo vuelve atrozmente. Julio Cortázar ha sido condenado, o aprobado, por sus opiniones políticas. Fuera de la ética, entiendo que las opiniones de un hombre suelen ser superficiales y efímeras.

Click en los links por los cuentos.

sábado, 6 de agosto de 2011

El Pozo, Juan Carlos Onetti


Aprendamos a descubrirlo a través de los subrayados. Todo aquello que fuera del contexto en sí nos conduciría sin lugar a dudas a alguna parte. Los espero.
Click aquí por el cuento completo.

Qué fuerza de reali­dad tienen los pensamientos de la gente que piensa poco y, sobre todo, que no divaga. A veces dicen “buenos días”, pero de qué manera tan in­teligente.

Pero, ¿por qué no acepta que nunca ya volverá a enamorarse?

Era cierto; yo no quiero aceptarlo porque me parece que perdería el entusiasmo por todo, que la esperanza vaga de enamorarme me da un poco de confianza en la vida. Ya no tengo otra cosa que esperar.

Por aquel tiempo no venían sucesos a visitarme a la cama antes del sueño; las pocas imágenes quo llegaban eran idiotas. Ya las había visto en el día o un poco antes. Se repetían caras de gentes que no me interesaban, ubicadas en sitios sin misterios.

Había habido algo maravilloso creado por nosotros.

¿Cómo que­rer compararse con aquel sentimiento, aquella atmósfera que, a la media hora de salir de casa me obligaba a volver, desesperado, para asegurarme de que ella no había muerto en mi ausencia?

He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa. Pero el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres.

El amor es algo demasiado maravilloso para que uno pueda andar preocupándose por el destino de dos personas que no hicieron más que tenerlo, de manera inexplicable. Lo que pudiera suceder con don Eladio Linacero y doña Cecilia Huerta de Linacero no me interesa. Basta escribir los nombres para sentir lo ridículo de todo esto.

El trabajo me parece una estupidez odiosa a la que es difícil escapar. La poca gente que conozco es indigna de que el sol le toque en la cara.

Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene.

Pero aquella noche no vino ninguna aventura pa­ta recompensarme el día.

Había una esperanza, una posibilidad de tender redes y atrapar el pasado ... Tampoco podía perder tiempo, la hora del milagro era aquella, en seguida.

-¿Nunca te da por pensar cosas, antes de dormirte o en cualquier sitio, cosas raras que te gus­taría que te pasaran...?

Salió antes que yo y nunca volvimos a vernos. Era una pobre mujer y fue una imbecilidad hablarle de esto.

Es asombroso ver en qué se puede convertir la revolución rusa a través del cerebro de un comerciante yanki; basta ver las fotos de las revistas norteamericanas, nada más que las fotos porque no sé leerlas, para comprender que no hay pueblo más imbécil que ése sobre la tierra; no puede haberlo porque tam­bién la capacidad de estupidez es limitada en la raza humana. Y qué expresiones de mezquindad, que profunda grosería asomando en las manos y en los ojos de sus mujeres, en toda esa chusma de Hollywood.

...un acento extran­jero que me hace comprender cabalmente lo que puede ser el odio racial. No sé bien si se trata de odiar a una raza entera, u odiar a alguno con todas las fuerzas de una raza.

Y cuando a su condición de pequeños burgueses agregan la de “intelectuales”, merecen ser barridos sin juicio previo.

Fuera de todo esto, que no cuenta para nada, ¿qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar.

Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos.

Recuerdo que en aquel tiempo andaba muy solo —solo a pesar mío— y sin esperanzas. Cada día la vida me resultaba más difícil. No había conse­guido todavía el trabajo en el diario y me había abandonado, dejándome llevar, saliera lo que sa­liera. ¿Por qué los sucesos no vienen al que los espera y los está llamando con todo su corazón desde una esquina solitaria?

Hablaba rápidamente, queriendo contarlo todo, trasmitir a Cordes el mismo interés que yo sentía. Cada uno da lo que tiene. ¿Qué otra cosa podía ofrecerle? Hablé lleno de alegría y entusiasmo, paseándome a veces, sentándome encima de la mesa, tratando de ajustar mi mímica a lo que iba contando. Hablé hasta que una oscura intuición me hizo examinar el rostro de Cordes. Fue como si, corriendo en la noche, me diera de narices contra un muro. Quedé humillado, entontecido. No era la comprensión lo que había en su cara, sino una expresión de lástima y distancia. No recuerdo que broma cobarde empleé para burlarme de mí mismo y dejar de hablar. El dijo:

-Es muy hermoso... Sí. Pero no entiendo bien si todo eso es un plan para un cuento o algo así.

Yo estaba temblando de rabia por haberme lan­zado a hablar, furioso contra mí mismo por haber mostrado mi secreto.

El cansancio me trae pensamientos sin esperanza.

Hace un par de años que creí haber encon­trado la felicidad. Pensaba haber llegado a un es­cepticismo casi absoluto y estaba seguro de que me bastaría comer todos los días, no andar desnudo, fumar y leer algún libro de vez en cuando para ser feliz. Esto y lo que pudiera soñar despierto, abriendo los ojos a la noche retinta. Hasta me asombraba haber demorado tanto tiempo para des­cubrirlo. Pero ahora siento que ni¡ vida no es más que el paso de fracciones de tiempo, una y otra, como el ruido de un reloj, el agua que corre, moneda que se cuenta. Estoy tirado y el tiempo pasa.

Esta es la noche, quien no pudo sentirla así no la conoce.

Todo es inútil y hay que tener por lo menos el valor de no usar pretextos.