domingo, 25 de marzo de 2012

Thérèse Raquin, por Emile Zola

Prólogo a la segunda edición, 15 de abril de 1868

Pequé de ingenuo al pensar que esta novela podía prescindir de un prólogo. Acostumbrado a decir cuanto pienso en voz alta, e incluso a respaldar cuanto digo con los más insignificantes detalles, albergaba la esperanza de que se me entendiera y se me enjuiciase sin precisar explicaciones previas. Al parecer, estaba en un error.

La crítica ha recibido el presente libro con voz brutal y airada. Hay personas virtuosas que, en periódicos no menos virtuosos, han hecho una mueca de asco mientras lo cogían con unas tenazas para arrojarlo al fuego. Hasta las publicaciones literarias modestas, esas en que aparece todas las tardes la gaceta de alcobas y gabinetes privados, se han tapado la nariz, hablando de apestosa basura. No me quejo ni poco ni mucho de tal acogida, antes bien, me satisface mucho comprobar que mis colegas tienen los nervios sensibles de una jovencita. Es de todo punto evidente que mi obra pertenece a mis jueces, y que puede parecerles nauseabunda sin que me corresponda derecho alguno a protestar. De lo que me quejo es de que, a lo que me parece, ni uno de los púdicos periodistas a quienes se les han subido los colores al leer Thérèse Raquin haya comprendido la novela. Es posible que se les hubieran subido aún más caso de haberla entendido; pero, al menos, podría yo estar ahora disfrutando de la íntima satisfacción de su justificada repugnancia. Nada me resulta más irritante que ver cómo unos honrados escritores denuncian la depravación con grandes voces siendo así que tengo el hondo convencimiento de que no saben por qué dan esas voces.

Me veo, pues, en la obligación de tener que presentar personalmente mi obra a mis jueces. Voy a hacerlo en unas cuantas líneas, sin más propósito que el de evitar en el futuro cualesquiera malas interpretaciones.

En Thérèse Raquin pretendí estudiar temperamentos y no caracteres. En eso consiste el libro en su totalidad. Escogí personajes sometidos por completo a la soberanía de los nervios y la sangre, privados de libre arbitrio, a quienes las fatalidades de la carne conducen a rastras a cada uno de los trances de su existencia. Thérèse y Laurent son animales irracionales humanos, ni más ni menos. Intenté seguir, paso a paso, en esa animalidad, el rastro de la sorda labor de las pasiones, los impulsos del instinto, los trastornos mentales consecutivos a una crisis nerviosa. Los amores de mis dos protagonistas satisfacen una necesidad; el asesinato que cometen es una consecuencia de su adulterio, consecuencia en la que consienten de la misma forma en que los lobos consienten en asesinar corderos; y, por fin, lo que di en llamar su remordimiento no es sino un simple desarreglo orgánico o una rebeldía del sistema nervioso sometido a una tensión extremada. No hay en todo ello ni rastros del alma, lo admito de buen grado, puesto que era mi intención que no los hubiera.

Espero que esté empezando a quedar claro que mi meta era, sobre todo, una meta científica. Al crear a mis dos protagonistas, Thérèse y Laurent, me complací en plantearme determinados problemas y en resolverlos; así fue como sentí la tentación de explicar la extraña unión que puede darse entre dos temperamentos diferentes; he mostrado las hondas alteraciones de una forma de ser sanguínea al entrar en contacto con otra, nerviosa. Quien lea atentamente esta novela se dará cuenta de que cada uno de los capítulos es el estudio de un caso fisiológico peculiar. En pocas palabras, mi único deseo era buscar el animal que reside en un hombre vigoroso y una mujer insatisfecha; en no ver, incluso, sino a ese animal; en meter a esos dos seres en un drama tempestuoso y tomar escrupulosa nota de sus sensaciones y comportamientos. Me he limitado a realizar, en dos cuerpos vivos, la tarea analítica que realizan los cirujanos en los cadáveres.

No se me negará que resulta muy duro, recién concluida tal labor, entregado aún por completo a los juiciosos gozos de la indagación de la verdad, tener que oír acusaciones que me imputan el no haber aspirado sino a describir escenas colmadas de obscenidad. Me he visto en el mismo caso que esos pintores que copian desnudos sin que el deseo los roce ni por asomo y se sorprenden a más no poder cuando algún crítico se escandaliza ante la carne viva que muestra su obra. Mientras estaba escribiendo Thérèse Raquin, me olvidé del mundo, me sumí en la tarea de copiar la vida con precisa minuciosidad, me entregué por entero al análisis de la maquinaria humana. Y puedo asegurar que en los crueles amores de Thérèse y Laurent no había para mí nada inmoral, nada que pudiera animar a caer en desviadas pasiones. Se esfumaba la categoría humana de los modelos, de la misma forma que se esfuma una mujer desnuda para la mirada del artista ante el que se halla tendida, y éste sólo piensa en plasmar a esa mujer en el lienzo con formas y colores verdaderos. Grande fue mi sorpresa, por lo tanto, al oír cómo se tildaba a mi obra de charco de cieno y sangre, de alcantarilla, de inmundicia y a saber de cuántas cosas más. Conozco a fondo el lindo juego de la crítica, yo también he jugado a él; pero admito que la unanimidad del ataque me ha sorprendido un tanto. ¡Cómo! ¡Ni uno de mis colegas ha sido capaz no ya de defender mi libro sino de explicarlo! Entre el concierto de voces que se alzaban para gritar: «El autor de Thérèse Raquin es un miserable histérico que se complace en describir escenas pornográficas con todo lujo de detalles», he esperado en vano otra voz que respondiese: «No; ese escritor no es sino un analista que quizá se ha demorado en el examen de la podredumbre humana, pero lo ha hecho de la misma forma en que un médico se demora en una sala de disección».

Que quede claro que no solicito ni poco ni mucho la simpatía de la prensa para una obra que, a lo que dice, asquea sus delicados sentidos. No aspiro a tanto. Lo único que me sorprende es que mis colegas me hayan convertido en algo así como un pocero literario, siendo así que a sus expertos ojos deberían bastarles diez páginas para reconocer las intenciones de un novelista; me conformo con rogarles humildemente que tengan a bien, en el futuro, verme tal y como soy y ponerme en tela de juicio por lo que soy.

Era fácil, empero, entender Thérèse Raquin, situarse en el terreno de la observación y el análisis, hacerme ver mis verdaderos errores, sin necesidad de recoger un puñado de barro y arrojármelo a la cara en nombre de la moral. Para oficiar de crítico digno de tal nombre, se precisaba cierta dosis de inteligencia y cierta perspectiva. Cuando de ciencia se trata, el reproche de inmoralidad no tiene razón de ser. No sé si mi novela es inmoral, admito que nunca me preocupó el hecho de que fuese más o menos casta. Lo que sí sé es que ni por un momento tuve la intención de poner en ella esa suciedad que han visto las personas de escrupulosa moralidad. Se debe ello a que escribí todos sus episodios, incluso los más febriles, sin más curiosidad que la del científico. Y desafío a mis jueces a que hallen ni una sola página realmente licenciosa, escrita para los lectores de esos libritos rosa, de esas indiscreciones de alcoba y bastidores, de los que se editan diez mil ejemplares y que recomiendan fervorosamente los mismos periódicos que han sentido náuseas ante las verdades de Thérèse Raquin.

Unos cuantos insultos, muchas simplezas, eso es, pues, lo que he leído hasta el día de hoy acerca de mi obra. Lo digo aquí con total tranquilidad, como se lo diría a un amigo que me preguntase, en la intimidad, lo que pienso de la postura de la crítica en lo que a mí se refiere. Un escritor de gran talento, al que me quejé de la escasa simpatía con que me he topado, me respondió con estas profundas palabras: «Tiene usted un defecto que le va a ir cerrando todas las puertas: no puede charlar ni dos minutos con un imbécil sin hacerle notar que es imbécil». Debe de ser cierto. Soy consciente de cuánto me perjudico a mí mismo, en lo tocante a la crítica, al acusarla de falta de capacidad de comprensión. Y, no obstante, no puedo por menos de dejar constancia del desdén que me inspira su limitado horizonte y los juicios que lanza a ciegas, sin capacidad de método alguno. Me estoy refiriendo, por descontado, a la crítica corriente, a esa que juzga recurriendo a todos los prejuicios literarios de los necios y no consigue alcanzar el punto de vista dilatadamente humano que requiere la comprensión de una obra humana. Nunca he visto tamaña torpeza. Los raquíticos puñetazos que la crítica de poca monta me ha lanzado al publicarse Thérèse Raquin se han perdido, como suele suceder, en el vacío. En gran medida golpea en falso, al aplaudir los trenzados de piernas de una actriz de rostro enharinado para acusar, luego, de inmoralidad, con grandes clamores, un estudio psicológico; al no entender nada; al no querer entender nada; al repartir mandobles cuando su atemorizada estupidez le ordena que los reparta. Es exasperante recibir un vapuleo por un pecado que no se ha cometido. Hay veces en que lamento no haber escrito obscenidades; creo que toleraría de buen grado que me diesen una paliza merecida, mas no esta granizada que me cae encima tontamente, como una lluvia de tejas, sin saber ni por qué sí ni por qué no.

Apenas si hay, en nuestros días, dos o tres hombres capaces de leer, entender y juzgar un libro. De ellos consiento en recibir lecciones, pues estoy convencido de que cuanto digan lo harán tras haber calado en mis intenciones y valorado los resultados de mi esfuerzo. Se guardarían muy mucho de decir estas palabras huecas: moralidad y pudor literario. Me reconocerían el derecho, en estos tiempos de libertad artística, de tomar mis argumentos en donde me plazca y no me pedirían sino obras formales, pues saben que sólo la necedad resulta perjudicial para la dignidad de las letras. Por descontado que el análisis que he intentado realizar en Thérèse Raquin no los sorprendería; verían en él ese sistema moderno, esa herramienta de investigación universal a la que recurre con entusiasmo nuestro siglo para taladrar el camino del futuro. Fueran cuales fuesen sus conclusiones, darían por bueno mi punto de partida, él estudio del temperamento y las hondas modificaciones del organismo sometido al apremio de los ambientes y las circunstancias. Me hallaría frente a jueces verdaderos, frente a hombres que buscan la verdad de buena fe, sin puerilidad ni falsas vergüenzas, y no se sienten en la obligación de manifestar asco ante el espectáculo de unos ejemplares anatómicos desnudos y vivos. La investigación sincera lo purifica todo, igual que el fuego. Cierto es que, ante un tribunal como este que me complazco en imaginar ahora, sería mi obra muy humilde; solicitaría yo toda la severidad de los jueces; querría que saliese de sus manos negra de tachaduras. Pero habría tenido, al menos, la gran alegría de ver que me criticaban por lo que he intentado hacer, y no por lo que no he hecho.

Me parece estar oyendo ya la sentencia de la crítica de altura, de esa crítica metódica y naturalista que ha renovado las ciencias, la historia y la literatura: « Thérèse Raquin es el estudio de un caso excepcional en demasía; el drama de la vida moderna es más dúctil, se halla menos preso del horror y la locura. Casos así hay que dejarlos, en las creaciones literarias, en segundo plano. El deseo de no desaprovechar ninguno de los elementos de sus observaciones ha impulsado al autor a destacar todos y cada uno de los detalles, lo que ha dado al conjunto de la obra tensión y acritud aún mayores. Por lo demás, carece el estilo de la sencillez que exige una novela analítica. Sería menester, en resumidas cuentas, para que el escritor consiguiese ahora buenos resultados, que contemplase la sociedad desde un punto de vista más amplio, que describiese sus numerosos y variados aspectos y, sobre todo, que utilizase una lengua clara y espontánea».Pretendía responder en veinte líneas a unos ataques exasperantes por su ingenua mala fe, y me doy cuenta de que he comenzado a conversar conmigo mismo, como me sucede siempre que me quedo demasiado rato con la pluma en la mano. Lo dejo aquí, pues sé que es cosa que no agrada a los lectores. Si hubiese tenido voluntad de escribir un manifiesto y tiempo para hacerlo, quizá habría intentado defender eso que denominó un periodista, al hablar de Thérèse Raquin, «literatura pútrida». Mas ¿para qué? El grupo de escritores naturalistas al que tengo el honor de pertenecer cuenta con coraje suficiente para crear obras fuertes que se defienden solas. Es precisa toda la voluntaria ceguera de cierta crítica para que un novelista se sienta obligado a escribir un prólogo. Ya que, por amor a la transparencia, me he decidido a hacerlo, solicito la indulgencia de las personas inteligentes que no necesitan, para ver las cosas con claridad, que nadie les encienda un farol en pleno día.

No es una tarea breve, pero se las propongo, mientras por supuesto continuamos con los tópicos semanales. Los espero.

lunes, 12 de marzo de 2012

Clarice, para no olvidar...


Tanta mansedumbre
Pues en la hora oscura, tal vez la más oscura, en pleno día, ocurrió esa cosa que no quiero siquiera intentar definir. En pleno día era de noche, y esa cosa que no quiero todavía definir es una luz tranquila dentro de mí, y la llamaría alegría, alegría mansa. Estoy un poco desorientada como si me hubieran arrancado el corazón, y en el lugar de él estuviera ahora la súbita ausencia, una ausencia casi palpable de lo que antes era un órgano bañado de oscuridad, de dolor. No estoy sintiendo nada. Pero es lo contrario del sopor. Es un modo más leve y más silencioso de existir. Pero también estoy inquieta. Yo estaba organizada para consolarme de la angustia y del dolor. Pero cómo es que me arreglo con esa simple y tranquila alegría. Es que no estoy acostumbrada a no necesitar de mi propio consuelo. La palabra consuelo me llegó sin sentir, y no lo noté, y cuando fui a buscarla, ella se había transformado ya en carne y espíritu, ya no existía más como pensamiento. Voy entonces a la ventana, está lloviendo mucho. Por hábito estoy buscando en la lluvia lo que en otro momento me serviría de consuelo. Pero no tengo dolor que consolar. Ah, lo sé. Ahora estoy buscando en la lluvia una alegría tan grande que se torne aguda, y que me ponga en contacto con una agudeza que se parezca a la agudeza del dolor. Pero es una búsqueda inútil. Estoy frente a la ventana y sólo ocurre eso: veo con ojos benéficos la lluvia, y la lluvia me ve de acuerdo conmigo. Ambas estamos ocupadas en fluir. ¿Cuánto durará mi estado? Percibo que, con esta pregunta, estoy palpando mi pulso para sentir dónde está el latir dolorido de antes. Y veo que no está el latido de dolor. Sólo eso: llueve y estoy mirando la lluvia. Qué simplicidad. Nunca creí que el mundo y yo llegáramos a este punto de acuerdo. La lluvia cae no porque me necesite, y yo la miro no porque necesite de ella. Pero nosotras estamos tan juntas como el agua de lluvia está ligada a la lluvia. Y no estoy agradeciendo nada. Si, después de nacer, no hubiera tomado involuntaria y forzadamente el camino que tomé, yo habría sido siempre lo que realmente estoy siendo: una campesina que está en un campo donde llueve. Sin siquiera dar las gracias a Dios o a la naturaleza. La lluvia tampoco da las gracias. No hay nada que agradecer por haberse transformado en otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana. Del mismo modo, la lluvia no está agradecida por no ser una piedra. Ella es la lluvia. Tal vez sea eso lo que se podría llamar estar vivo. No es más que esto, sólo esto: vivo. Y sólo vivo de una alegría mansa.

Por no estar distraídos
Había una levísima embriaguez en andar juntos, la alegría como cuando se siente la garganta un poco seca y se ve que por admiración se estaba con la boca entreabierta: ellos respiraban de antemano el aire que estaba delante, y tener esa sed era su propia agua. Andaban por calles y calles hablando y riendo, hablaban y reían para dar materia y peso a la levísima embriaguez que era la alegría de su sed. A causa de los coches y de la gente, a veces se tocaban, y a ese contacto –la sed es la gracia, pero las aguas son de una belleza oscura-, y a ese contacto brillaba el brillo de su agua, la boca un poco más seca de admiración. ¡Cómo admiraban estar juntos!
Hasta que todo se transformó en no. Todo se transformó en no cuando ellos quisieron su propia alegría. Entonces la gran danza de los errores. El ceremonial de las palabras poco acertadas. Él buscaba y no veía, ella no veía que él no había visto, ella que estaba allí sin embargo. Sin embargo él, que estaba allí. Todo fue un error, y estaba la gran polvareda de las calles, y cuánto más erraban, más querían con aspereza, sin una sonrisa. Todo sólo porque habían prestado atención, sólo porque no estaban lo bastante distraídos. Sólo porque, de pronto exigentes y duros, quisieron tener lo que ya tenían. Todo porque habían querido darle un nombre: porque quisieron ser, ellos que eran. Aprendieron entonces que, no estando distraídos, el teléfono no suena y es preciso salir de casa para que la carta llegue, y cuando el teléfono finalmente suena, el desierto de la espera ya cortó los hilos. Todo, todo por no estar más distraídos.