viernes, 27 de febrero de 2015

Levrero por Fogwill


Posada Levrero - Colonia - Uruguay

La primera noticia sobre Varlotta, apareció en 1968 en el proverbial Lagrimal Trifurca del poeta Francisco Gandolfo. Su hijo Elvio pasó por Montevideo y volvió deslumbrado por la plaqueta de la primera edición (de autor) del relato de Gelatina y escribió lo que debió haber sido la primera de sus más de mil notas bibliográficas. Jorge Varlotta nació en 1940 en Montevideo. 
Después decidió ser Mario y adoptó su apellido materno. Sin embargo, siguió dejando mensajes en los respondedores telefónicos como "Jorge", y su e-mail es jvarlott@adinet.com.uy, aunque ya no responde: "Mario Levrero murió en el 2004".
Fue fotógrafo en Montevideo, librero en Piriápolis, desocupado en muchos lugares, divulgador de temas científicos y matemáticos en revistas, inventor de crucigramas y puzzles por encargo, redactor en la revista Juegos de Mente en Buenos Aires y columnista brillante en la revista Posdata de Montevideo. Hacker amateur, coleccionaba antiguos programas de D.O.S. e imágenes porno, preferentemente orientales. Los últimos años vivió del fruto de una beca Guggenheim y de los alumnos de sus talleres literarios in vivo y por mail.
Publicó en Uruguay, Argentina y España más de veinticinco obras literarias y dejó algunos inéditos preservados por el celo de su amigo y maestro de informática, el porteño Eduardo Abel Giménez. De ese material, y gracias al trabajo de Giménez y Alicia Hoppe, y al cuidado de Gandolfo, ha podido publicarse su extensa y en extremo testimonial La Novela Luminosa. Esa obra se presentó a la editorial Alfaguara de Argentina, que prefirió imprimirla en su filial de Montevideo y aún no la ha importado a la Argentina. 
Levrero siempre fue desafortunado con sus editores, incluso en los dos o tres casos, como en el de sus ensayos de Irrupciones I e Irrupciones II, para los que él mismo ofició de director editorial. De alguno de sus libros publicados en la Argentina, un editor megalómano llegó a imprimir una primera edición de 10.000 ejemplares, la mayoría de los cuales fueron reducidos a pulpa de papel para obtener dinero durante alguna de las crisis económicas de los años ochenta.
De varios de sus libros editados en Montevideo por la editorial Arca -con la que Levrero tuvo un largo litigio judicial- se hicieron versiones pirata, reimpresiones y reediciones desconociendo sus derechos de autor y la voluntad de sus herederos. 
Los relatos de Carros de Fuego y la deslumbrante novela El discurso vacío, fueron muy dignamente publicados por Trilce de Montevideo y también fueron reeditados. Es admirable que en un país de poco más tres millones de habitantes y no mas de diez librerías medianas se lea tanto y tan devotamente libros de tanta calidad y tan poco marketing. 
Uruguay -si exceptúa su Disneyworld del Este- es un país pobrísimo. En homenaje a Levrero visitamos sus librerías con Mario Bellatín, que conoce Bulgaria, ha vivido años en La Habana y venía de recorrer la India, y se sorprendió de encontrar una sociedad tan empobrecida pero lectora.
En Buenos Aires, hasta hace un par de años, se podían conseguir ejemplares de sus novelas emparentadas Paris, Ciudad y El Lugar. Este año, en varias visitas a las ferias de Parque Rivadavia y Parque Centenario, pude verificar que viajeros uruguayos y turistas españoles habían dado cuenta de los poco remantes que quedaban. En alguna distribuidora quizá queden ejemplares de las nouvelles Fauna/ Desplazamientos que, en 1987 y según costumbre, editó
feamente De la Flor. En librerías de viejos y usados pueden conseguirse los relatos publicados en Minotauro y alguna que otra revista del género ciencia ficción. 
Pésimo administrador de su prodigiosa obra, jamás tuvo agentes literarios ni asistió a cócteles y presentaciones de lujo. Recién a su muerte apareció la primera bibliografía de su larga producción, compilada por los alumnos de sus talleres. Hasta ahora se le reconocen nueve libros de relatos, diez novelas, dos libros de ensayos de prensa, dos historietas y su famoso Nick Carter, una novela-folletín paródica. Tal vez falte algo: mi fuente es el site http://www.taller-literario.com/mario_levrero.htm
Levrero vivió en Buenos Aires en los tiempos llamados del retorno a la democracia. Llegó esperando otra cosa de la Argentina y de la democracia y se encontró con el gobierno de Alfonsín, sus Felices Pascuas y la cultura populista radical de Gorostiza y Pacho O´Donell. Efectivamente, en esa época O´Donell era radical y Levrero no creía en la política. Reconocido por pocos fuera de la clientela de ciencia ficción, padeció un empleador despótico, pero también vivió grandes momentos cuando en 1983 y 1987 se publicaron en Buenos Aires dos de sus mejores colecciones de relatos: Aguas Salobres y Espacios Libres. 
Apuntes Bonaerenses se publica ahora en la web que data de aquellos años y fue tomado de la edición uruguaya de la antología El Portero y el Otro. En la web, vía Google, puede encontrarse su relato La calle de los Mendigos, que fue su predilecto.

Rodolfo Enrique Fogwill

jueves, 26 de febrero de 2015

Eduardo Galeano, a Morgan, a Fernando.


Querido vagabundo
En 1963, murió Fernando.
Él era un libre. Era de todos, y de nadie era.
Cuando se aburría de correr gatos en las plazas, se echaba a callejear con sus amigos cantores y guitarreros, y con ellos rumbeaba hacia la música, sonara donde sonara, de fiesta en fiesta.
En los conciertos, era infaltable. Crítico de fino oído, sacudía el rabo si le gustaba lo que oía. Si no, gruñía.
Cuando lo capturó la perrera, una pueblada lo liberó. 
Cuando lo pisó un auto, el mejor médico lo atendió, y en su consultorio lo internó.
Sus pecados carnales, cometidos en plena vía pública, solían ser castigados con pateaduras que lo dejaban maltrecho, y entonces las brigadas infantiles del club Progreso le prodigaban cuidados intensivos. En su ciudad, Resistencia, en el Chaco argentino, hay tres estatuas de Fernando.

Morgan
El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja. Pero Morgan se llama así por sus costumbres de pirata, y las víctimas no lo consideran tan admirable. Brincón y ladrón, a Morgan lo persigue el sol y también lo persigue el propietario de una pelota de tenis o sandwich o zapatilla o prenda íntima que él ha usurpado para hundirse en el agua con el botín entre los dientes. Nunca supo ajuiciarse. Hasta ahora, que se sepa, nunca nadie lo ha visto quieto, ni ha mostrado nunca el menor indicio de cansancio o arrepentimiento. Morgan ya llevaba cuatro años haciendo perrerías en el mundo, cuando Manuel Monteverde, que tenía la misma edad, se sentó en una roca y reflexionó sobre el asunto:
–Sí – dijo–. Morgan se porta mal. Pero hace reír.

Eduardo Galeano - Bocas del tiempo.                                         
…Ayer salí a pasear con Morgan, mi perro, 
y me crucé con una niña, una persona diminuta. 
La nena caminaba como un osito borracho,
y se acercaba a los canteros a decir “hola pastito, buen día pastito”.
Yo le dije a Morgan: “¿ves? A esa edad todos somos paganos”.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Los caminos del viento, Eduardo Galeano


Querido Stig:
Ojalá seamos dignos de tu desesperada esperanza.
Ojalá podamos tener el coraje de estar solos y la valentía de arriesgarnos a estar juntos, porque de nada sirve un diente fuera de la boca, ni un dedo fuera de la mano.
Ojalá podamos ser desobedientes cada vez que recibimos órdenes que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común.
Ojalá podamos ser tan porfiados para seguir creyendo, contra toda evidencia, que la condición humana vale la pena, porque hemos sido mal hechos, pero no estamos terminados.
Ojalá podamos ser capaces de seguir caminando los caminos del viento, a pesar de las caídas y las traiciones y las derrotas, porque la historia continúa, más allá de nosotros, y cuando ella dice adiós, está diciendo: hasta luego.
Ojalá podamos mantener viva la certeza de que es posible ser compatriota y contemporáneo de todo aquel que viva animado por la voluntad de justicia y la voluntad de belleza, nazca donde nazca y viva cuando viva, porque no tienen fronteras los mapas del alma ni del tiempo.

P/D: De todos modos, no sería del todo sincero si no aclarara que los premios más premios están en los abrazos de la gente, y no en las medallas ni en los diplomas. Como decía José Martí, “todas las glorias del mundo caben en un solo grano de maíz”.

Eduardo Galeano


Carta de Galeano del año 2010, cuando recibió por su obra el Premio Stig Dagerman. 
Stig Dagerman (1923-1954) fue un luchador social sueco, escritor, promotor de la igualdad social y de la protección de los más vulnerables (incluyendo a los sobrevivientes alemanes, olvidados por su sociedad). A partir de 1996, y en honor a su memoria, la Sociedad Stig Dagerman entrega anualmente el premio de su nombre al escritor en cuya obra reconoce la importancia de la libertad de la palabra mediante la promoción de la comprensión intercultural.

lunes, 23 de febrero de 2015

John Keats por Julio Cortázar


Y Julio Cortázar con su lapicera Waterman  nos dice "parece que me juntara energías en el bolsillo, la guardo en el chaleco, encima del corazón,  y es posible que a fuerza de escucharlo ir y venir, su propio corazón de tinta, su púlpito elástico, se vaya llenando de deseos e imaginaciones. De todas maneras mis propios prejuicios no la dejan andar libre por la página..." pero agrega también, "piensa mejor que él". Será por eso que decidió comenzar en su tributo a John Keats hablando de su lapicera, será que necesita un compañero para echarse a andar y reflejar en este libro toda su admiración por este gran poeta londinense del romanticisimo británico, del que hoy se cumple un aniversario más de su desaparición en el año 1821.

Sé que este camino junto a mi poeta disgustará de pronto a unos y a otros, porque mire lo que ocurre: aquí se habla de pasado con lenguaje de presente, presentísimo, agrega, de un pasadísimo pasado.
Pero también esto es fidelidad a mi poeta, porque él tenía una aptitud pavorosa para quedar mal con todo el mundo en la república literaria. Solo sus amigos lo comprendieron, y eso ayuda a no dejarse tentar por la fácil y ventajosa afiliación unilateral.

Si cito porque me da la gana, es que la gana me da las citas.

En el recuerdo de cada uno, los poetas traban un conocimiento que no tuvieron en vida... Simplemente me divierte ir paseándome por mi memoria, del brazo de John Keats, y favorecer toda clase de encuentros, presentaciones y citas. Porque la palabra cita se las trae, como se ve.
Voy del brazo de Keats, actitud más natural para conocerlo que la otra tan frecuente, en que al pobre lo izan en una nube mientras el crítico junta mesas y sillas para armarse una plataforma que no hacía la menor falta.

Busco cosas, me acuerdo de otras, vuelvo a los poemas, y además voy y vengo, quiero, juego, trabajo, espero, desespero, considero. Y todo forma parte de Keats, porque no voy a escribir sobre él sino andar a su lado y hacer de eso, por fin un diario.

Y cuánto muchacho habrá que anda con el tomito de la Everyman en el bolsillo, para leer a John en la calle, al aire libre, bajo los parasoles verdes de las plazas. Keats es para el bolsillo , donde se llevan las cosas que cuentan, las manos, el dinero, el pañuelo. Los estantes se los deja a Coleridge y Eliot, poetas-lámpara. Un bolsillo es la casa esencial y portátil del hombre; hay que elegir lo imprescindible, y solamente un poeta cabe allí.

Pero antes, y ya que lo alcanzaremos en el camino de sus veinte años, el lector merece una rápida reseña de su infancia y adolescencia. John nació en otoño el 31 de octubre de 1795, hay un oscuro lado familiar en la vida de Keats, que les dejó a los proclives del psicoanálisis. Él sale a flote de una confusa infancia, estrechamente unido a sus dos hermanos, George y Tom (que le siguen en edad) y a la chancleta de la casa, Fanny , quien temprano pone en la boca de John un nombre predestinado.

Ese inmediato empinarse, ese querer mirar a lo hondo...

Sus forzados estudios médicos no respondían a vocación alguna; los arrastra consigo largo tiempo (dos años son largos cuando quedan siete de vida) y un día -estoy seguro de que lo hizo- clava su lanceta en un tronco de árbol, y va a decirle a su tutor que prefiere la poesía a la farmacia.
Tiene veintiún años, es 1816, y en su cielo empieza a alzarse la sombra del dios que John elegirá para sufrimiento y rescate: Shakespeare. 

Cualquier pasado -dice- le daría al hombre actual la impresión de un recinto angosto donde no podría respirar. Es decir, que el hombre del presente siente que su vida es más vida que todas las antiguas, o viceversa,  que el  pasado íntegro se le ha quedado chico a la humanidad actual.
Nuestra vida se siente, por lo pronto, de mayor tamaño que todas las vidas.

Nadie más sensible a la presencia incesante del cuerpo; el poeta sabe con el cuerpo, mira desde las manos, desde el pelo. Una música es un viento, una estatua una ola; ahí va él, Simbad en su barca, envuelto en maravilla, golpeado en todas partes por una materia espiritual y física que no le da sosiego.

Las manos de Keats salen a conocer el mundo, y le traen una cosecha de ciego, un recuerdo de imágenes palpadas. John reconoce y acepta las cosas como cosa, la cosidad misma. Su mano se apoya en la corteza del árbol, y escucha. Sus ojos, manos libres palpando el aire, las copas de los árboles, huelen en la piedra y en la curva del vaso un ser concreto y suficiente, hic et nunc.

En conversaciones junto al fuego Keats era débil e inconsistente, pero en el campo se alzaba en toda su gloria.
El zumbido de una abeja, la visión de una flor, el cabrilleo del sol; sus ojos llameaban entonces, sus mejillas se coloreaban, su boca temblaba...
Keats se muestra tempranamente inclinado a celebrar desinteresadamente la realidad.
Amó, vivió, y fue a morirse deshecho y dolido a Roma.

Para vivir esta temporada próximo a John Keats necesito librarme de la tentación histórica, del deseo de instalarlo, cuando el signo del poeta es que jamás habita una sino un hotel, donde nadie se instala verdaderamente.

No goces demasiado de aquello que florece...

El escritor trabaja para el futuro; porque el futuro será su presente, el tiempo que alcanzará totalidad y verdad. Aquí a mi lado tengo las cartas y los poemas de un hombre que en su día era conocido solamente por uno o por otros, pero en quien solo algunos amigos podían fusionar los distintos aspectos. Sentado en la escalinata de Santa Trinita', medí lo necesario de desterrar toda preferencia aúlica para alcanzar a Keats como quería alcanzarlo, como él mismo se veía y se quería. 

viernes, 20 de febrero de 2015

Hemingway por Vila-Matas.


Estoy viendo la fotografía de los desolados exteriores de una casa en Ketchum, Idaho. La última residencia de Hemingway. Y me parece evidente que era una casa para matarse. Se diría que la atravesaba el viento de la nada y que había sido construida con la misma tristeza que al final de sus días sentía el escritor, ante su gran fracaso: el intento de convertirse en su propio mito. La veo como una casa para matarse y muy extraña, ya que, paradójicamente, parece hecha con el estilo de la mejor prosa de su propietario. Esa prosa tersa y directa que enseñaba a asumir la vida en su totalidad para poder escribir sobre ella, la prosa extraordinaria de sus libros de relatos.
A esa casa regresó Hemingway por última vez a principios de 1961. Venía de un sanatorio y se había convertido en un hombre de cabello blanco, pálido, de miembros enflaquecidos. Cuatro años antes en París, a García Márquez ya le había chocado, el único día de toda su vida en que lo vio, ese aire frágil y de abuelo prematuro que tenía el escritor, el máximo símbolo en este siglo del hombre de acción: "Había cumplido 59 años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas".
Ese escritor en estado terminal, cuyos héroes habían sido siempre duros, resistentes y muy elegantes en el sufrimiento, viajó del sanatorio a su casa de Ketchum a principios de 1961. Para animarlo, le recordaron que tenía que contribuir con una frase a un volumen que iba a ser entregado al recientemente investido presidente John Fitzgerald Kennedy. Pero un día entero de trabajo no lo condujo a nada, sólo fue capaz de escribir: "Ya no me sale, nunca más". Hacía tiempo que lo sospechaba y ahora lo confirmaba. Estaba acabado. Más acabado incluso que Scott Fitzgerald cuando, al final de la Segunda Guerra Mundial, el barman del Ritz de París preguntó quién era ese monsieur Fitzgerald por el que todo el mundo le preguntaba.
La historia de ese hombre acabado -que había sido atractivo, vital, soldado y guerrillero, boxeador, cazador y pescador, gran bebedor- había comenzado 63 años antes en Oak Park, Illinois. Su padre, el doctor Clarence Edmonds Hemingway, le había enseñado a pescar, a manejar herramientas y armas, a cocinar carne de venado, mapache, ardilla, paloma silvestre, peces de lago. Pero le había enseñado también que nunca se debía matar por el placer de matar, una regla que su hijo olvidó cuando fue hombre. Hemingway se pasó la vida matando animales. El negativo de sus gloriosas fotografías de cazador de leones en Kenia es una patética y ridícula imagen en la que lo vemos con un rifle... matando patos en Venecia.
Para Vargas Llosa, cuando Hemingway iba a los toros, recorría las trincheras republicanas de España, mataba elefantes o caía ebrio, no era alguien entregado a la aventura o al placer, sino un hombre que satisfacía los caprichos de esa insaciable solitaria: el bicho de su vocación literaria. "Porque para él", escribe Vargas Llosa, "como para cualquier otro escritor, lo primero no era vivir, sino escribir". El propio Hemingway pareció confirmarlo cuando dijo: "Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer, sólo la muerte puede ponerle fin".
Borges, en cambio, tenía otra teoría sobre Hemingway. Sostuvo que las experiencias del novelista, como corresponsal de guerra en el Cercano Oriente y en España y como cazador de leones en África, se reflejaban en su obra, pero que eso no significaba que las aventuras las hubiera buscado movido por fines literarios, sino porque le interesaban íntimamente. Borges dijo esto y añadió: "En 1954, la Academia de Suecia le otorgó el Premio Nobel de Literatura por su exaltación de las virtudes más heroicas del hombre. Acosado por la incapacidad de seguir escribiendo y por la locura, se dio muerte al salir del sanatorio, en 1961. Le dolía haber dedicado su vida a aventuras físicas y no al sólo y puro ejercicio de la inteligencia".
Hemingway se dio muerte en esa casa que recordaba su mejor prosa, la de sus tensos cuentos breves. Pero había pasado mucho tiempo desde que los había escrito y el que se mató era otro, alguien que estaba ya muy lejos de su excepcional debut como narrador de cuentos. El que se mató estaba triste y simplemente podrido de talento. No era el vanguardista, cuyo objetivo artístico (junto al de James Joyce) había sido el más original entre todos los de los literatos de vanguardia que se movían por los cafés del Boulevard Saint Michel de París.
Estoy de acuerdo con César Aira cuando afirma que los vanguardistas aparecieron cuando se hubo consumado la profesionalización de los artistas y se hizo necesaria la tabla rasa. Pienso que ahora, cuando existe la novela profesional en un estado muy correcto que no puede ser superado y la situación corre peligro de congelarse, lo que necesita la narrativa actual en lengua castellana es empezar de nuevo. Es lo que necesitaba la narrativa mundial cuando Hemingway, al publicar su primer libro, se propuso recuperar el gesto del aficionado a inventar nuevas prácticas que devolvieran al arte de escribir relatos la facilidad de factura que tuvo en sus orígenes: hacer que la palabra y la estructura comunicaran pensamiento, sentimiento y también sentido físico. Esto, que nos parece fácil de hacer ahora (sobre todo porque nos lo enseñó Hemingway y luego lo han desarrollado, con especial acierto, Salinger y Carver), no era así en un tiempo en que la literatura aún significaba bordar bien en un costurero, con adornos neogóticos de ser posible, mucho espadachín, educación de colegio de elite y otras zarandajas.
No se puede hablar de la evolución del cuento moderno sin pensar en Hemingway. "Un cuento siempre cuenta dos historias", ha dicho Ricardo Piglia. Para él, el cuento clásico -Poe, Quiroga- narra en primer plano una historia y construye en secreto la otra y el efecto sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie. En cambio, en la versión moderna del cuento (Chejov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses y desde luego, Hemingway) se relatan dos historias como si fueran una sola.

En los cuentos de Hemingway, lo más importante nunca se cuenta y la historia secreta se construye con lo no dicho. Esto es claramente visible en algunos de sus más inolvidables relatos. Pienso en Un gato bajo la lluvia, en Los asesinos (al que tanto debe, por cierto, el cineasta Tarantino), en Mientras los demás duermen, en Un lugar limpio y bien iluminado, en El gran río de los corazones. Como ha señalado García Márquez, lo mejor de los cuentos de Hemingway es la impresión que causan de que algo les quedó faltando. Eso es precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. En El gran río de los corazones, por ejemplo, la historia secreta -los devastadores efectos de la guerra en el pobre Nick Adams- está hasta tal punto cifrada que el relato parece la descripción banal de una excursión de pesca. Es impresionante la maestría que despliega Hemingway en ese relato, ya que logra que se note la ausencia de la historia que falta. Lo mismo pasa con Un gato bajo la lluvia, el mejor de todos sus relatos, donde la soledad de las parejas -como diría Dorothy Parker- es la historia secreta que subyace bajo la descripción trivial de los intentos de una jovencita recién casada por proteger a un gatito desamparado, que bien podría ser el hombre con quien comparte su luna de miel. Uno de los cinco mejores cuentos de la historia de la literatura.
Sus relatos más festejables fueron escritos en el mejor París de todos los tiempos. Yo no sería escritor de no haber leído París era una fiesta a los 18 años, en ese mismo café de la Place de Saint Michel que él dijo que era estupendo para escribir, porque le parecía simpático, caliente, limpio y amable o, en los términos del camarero viejo de uno de sus grandes cuentos, "un lugar limpio y bien iluminado". Hablo de ese café donde nos cuenta que se encontró a esa muchacha bella y diáfana que vio entrar una tarde de vientos helados. La que encontré también yo, en mi primer viaje a París, sentado incrédulo en ese mismo café donde intentaba escribir mi primer cuento, mientras miraba a una muchacha que tomaba té y leía un libro. Ella me había dejado muy impresionado pues, aunque hoy parezca ya mentira, era impensable en la Barcelona de mediados de los años sesenta ver a una chica sola en un café y ya no digamos, leyendo un libro. Pero, sobre todo, lo que más helado me dejó fue que la muchacha del cuento de Hemingway siguiera allí , encantadora, de cara fresca como una moneda recién acuñada, si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave, de cutis fresco de lluvia.
"Yo ya no veré más que esto", repetía Baroja al final de sus días, cuando alguien le hablaba de cambios. Pero Hemingway, que admiró mucho a Baroja sin que esté muy claro que lo hubiera leído, quiso ir y ver más allá de su mirada, más allá de su aliento breve y genial de cuentista. Pretendía ir al otro lado del río y entre los árboles, más allá de esa feliz inspiración instantánea de la que hablaba Rimbaud: la que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato. Más allá, en fin, de sus geniales miniaturas, adentrándose en el riesgoso terreno de la novela y rebasando así (como, por otra parte, ya hacía en su exagerada vida) sus propios límites: "Me di cuenta de que tenía que escribir una novela. Pero parecía imposible conseguirlo, precisamente cuando, esforzándome con gran dificultad, había aspirado a meter en un solo párrafo el destilado de todo lo que sale en una novela".
A excepción de El viejo y el mar, el novelista Hemingway no fue bien acogido por la crítica. Se habló de un progresivo deterioro del nivel literario y eso lo amargó. Pero yo estoy con Roberto Bolaño cuando piensa que, incluso en Tener y no tener (que tiene fama de ser su peor novela), hay algo hermoso y artístico, aunque pueda resultar una obra irregular. Lo mismo sucede con Por quién doblan las campanas y, sobre todo, con la más vapuleada de todas: Al otro lado del río y entre los árboles. A pesar de los errores estructurales y los descuidos, anómalos en un técnico tan genial, Hemingway dejó en esa novela tanto de sí mismo que consiguió transmitir la emoción de los temas esenciales de su obra: la inutilidad de la victoria y la elegancia en el sufrimiento.
Lo importante es que, como todos los grandes escritores, Hemingway se arriesgó buscando rebasar sus propios límites. Y si se equivocó, tenía derecho a ello. Es una manera muy curiosa de avanzar en el arte de la escritura, hacerlo a la manera de un artesano: a trompicones, corrigiéndose de continuo y creciendo con cada error. No hay que olvidar que, como dice Borges, el gran Hemingway, como Kipling, se veía a sí mismo como un escrupuloso artesano. Lo fundamental para él era justificarse ante la muerte con una tarea bien hecha.
La inutilidad de la victoria iba a conocerla cuando, al concedérsele el Nobel, se lamentó de su incapacidad para ir a Estocolmo, alegando las secuelas de la conmoción cerebral producida por dos aterrizajes violentos y sucesivos en África. De hecho, sufría una degeneración física y nerviosa general. En cuanto a la elegancia en el sufrimiento, no puede decirse que hiciera demasiada gala de ella al final de sus días. Perfumado de alcohol y de la mortal nicotina de su vida, decidió una mañana despertar a todo el mundo con sus disparos de divorciado de la vida y de la literatura. "La semana pasada trató de suicidarse" -dice de un cliente un camarero viejo en Un lugar limpio y bien iluminado. Cuando el camarero joven le pregunta por qué, recibe esta respuesta:
-Estaba desesperado.
Hemingway había cambiado Cuba por esa casa de Ketchum que era una casa para matarse. Un domingo por la mañana se levantó muy temprano. Mientras su mujer aún dormía, encontró la llave de la habitación donde estaban guardadas las armas, cargó una escopeta de dos caños que había empleado para matar pichones, se puso el doble cañón en la frente y disparó. Paradójicamente, dejó una obra por la que pasean todo tipo de héroes con estoico aguante ante la adversidad. Una obra que -como dijo Anthony Burgess- ha ejercido una influencia que va más allá de la literatura, pues incluso el peor Hemingway nos recuerda que, para comprometerse con la literatura, uno tiene primero que comprometerse con la vida.

Enrique Vila-Matas
Barcelona, abril 1998

miércoles, 18 de febrero de 2015

Borges a Leopoldo Lugones


A Leopoldo Lugones


Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio:

          Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.

Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.

En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.

J.L.B.

Buenos Aires, 9 de agosto de 1960.


martes, 17 de febrero de 2015

Gustavo Adolfo Bécquer (17/2/1836)

Casa natal de Bécquer en Sevilla



















Hoy como ayer mañana como hoy

Hoy como ayer, mañana como hoy, 
¡y siempre igual! 
un cielo gris, un horizonte eterno, 
¡y andar... andar! 

Moviéndose a compás, como una estúpida 
máquina, el corazón; 
la torpe inteligencia, del cerebro 
dormía en un rincón. 

El alma, que ambiciona un paraíso, 
buscándolo sin fe; 
fatiga, sin objeto, ola que rueda 
ignorando por qué. 

Voz que incesante con el mismo tono 
canta el mismo cantar; 
gota de agua monótona que cae, 
y cae sin cesar. 

Así van deslizándose los días 
unos de otros en pos, 
hoy lo mismo que ayer... y todos ellos 
sin goce ni dolor. 

¡Ay! a veces me acuerdo suspirando 
del antiguo sufrir... 
Amargo es el dolor; pero siquiera 
¡padecer es vivir!

viernes, 13 de febrero de 2015

A Julio Cortázar

Julio, vivo en mis deshoras...
Después de leer en el colegio "Rayuela", de modo lineal y no como vos lo sugerías, me enojé. Con vos y conmigo por no lograr entenderlo. Y además, seguramente, porque debe haber habido un aplazo.
Tuvieron que pasar muchos años, pelear como en un Boca-River entre borgeanos y cortazarianos, siempre del lado opuesto a los tuyos.
Pero un día encontré unos libros, sé que me esperaban. Estaban todos apilados en un estante de la que era mi oficina. Eran para mí. No creo en las casualidades. Seguro había llegado mi momento.
Me dije: "justo a mí que Cortázar no me gusta", y alguien, no recuerdo quien, replicó que eso era imposible. 
Decidí entonces desentrañarte, desenmarañar llegado el caso, tus letras, con el mismo empeño puesto en "Rayuela" en mis años de adolescencia.
Fui la primera en decir que no eras buen poeta, porque "Happy new year" me parecía tonto, y no conocía tu crepúsculo que hoy amo. Ahora adoro todos y cada uno de tus poemas.
Ayer, que hacía treinta y un años de tu partida a otro cielo. Treinta y un años también de tu constante compañía, elegí "Java" para homenajearte. "Java" hecha tango.
Y llegaron "Las armas secretas", "Final del juego", "Todos los fuegos el fuego", que me convirtieron en una buscadora incansable de todo el resto de tu obra.
A partir de ahí decidí que serías mío para siempre, y que no cesaría de buscarte en cada esquina, en cada puesto, en Tristán, en las calles que transitaste, aquí y allá.
Conocí mucha gente que te amaba desde siempre, casi igual a como yo lo amaba a él. Al maestro. A Borges. Al que publicó tu "Casa tomada". Tan similares y un poco distintos...
Gracias por todo lo que nos dejaste, que es fuente inagotable, porque suele ser la relectura más sabrosa que la lectura, y lo volví a comprobar ayer transcribiendo los subrayados de "Octaedro". Me encanta cada tanto rever mis marcas...
Les pedí a ellos, a los que nos une ese amor por vos, que eligieran un poema, lo hiciesen, o se identificaran con un cuento, un libro, lo que quisieran. Y así fue.
Fue una fiesta.
Los muros de Internet, en su mayoría, llevaban tu foto, tus poemas en tu voz, los tuyos y los que inspiraste, tus letras hechas tango, algún cuento...
Y me tocó descubrir "Maricló", gracias a ella que es de mar...
Te repito, fue una melancolía pero con sabor a fiesta, en plena coincidencia de que estás, de que nunca te fuiste.
Hoy ya puedo hablar desde el otro bando. Ahora yo sería de River y de Boca.
He leído casi todo lo que nos dejaste y solo tendría que preguntarte por "Divertimento".
Ayer, solo por ayer, elegí "Octaedro" y "El otro cielo", al que me hacés llegar cada vez que atravieso la Galería Güemes o pido un café en la London y estudio bajo el cuadro que te recuerda...
O en el delta, trayéndome al instante tu "Relato con fondo de agua".
Estás, no te fuiste, estás en las calles del bajo, de ronda con Abelardo, que te criticó el final de "Las armas secretas" y coincidiste. Abelardo, que no me creyó que lo elegía a él antes que a vos.
Hay cartas que no te llegaron, la de Don Eduardo Galeano por ejemplo, como tu carta no llegó a Felisberto o no detuvo a Alejandra en su decisión.
Estás también en cada barcito parisino y en cada acorde de jazz. Estás. Siempre estuviste. Nunca te fuiste, Julio.

jueves, 12 de febrero de 2015

Libros subrayados, Octaedro


Julio, que hoy hace treinta y un años que nos dejó, y treinta y un años que nos acompaña.


Che, y decile a la enfermera que no me joda cuando escribo, es lo único que me hace olvidar el dolor aparte de tu eminente farmacopea, claro.

Es cierto que escribir me calma de a ratos, será por eso que hay tanta correspondencia de condenados a muerte.

Nadie se atreve a meterse con mi cuaderno.

Les va a costar separarse después del almuerzo porque es entonces cuando volverá lo otro, la hora de irse a sus casas, el último, definitivo entierro.

También para ellos lo peor va a ser la vuelta, antes hay la ceremonia y las flores, hay todavía contacto con esa cosa inconcebible llena de manijas y dorados, el alto frente a la bóveda, la operación limpiamente ejecutada por los del oficio, pero después es el auto de remise y sobretodo la casa, volver a entrar en casa sabiendo que el día va a estancarse sin teléfono ni clínica, sin la voz de Ramos alargando la esperanza para Liliana.

Las palabras unas tras otras rellenando el vacío.

Las piezas desnudas que olían a verano.

En tanta niebla de tiempo.

Casi al alba, el cigarrillo consumido, la copa de vino en la mano indecisa. El vino como un guante de tiempo, había escrito Claudio Romero en alguna parte.

Cada uno instalado en su burbuja instalado entre paréntesis.

Todo se cumplía cíclicamente, cada cosa en su hora y una hora para cada cosa...

Fijar las cosas y los tiempos, establecer ritos y pasajes...
Este presente sucio, lleno de ecos de pasado y obligaciones de futuro.

De esos muertos que quisiste y que están en ese ahí que ya me exaspera nombrar con palabras de papel.

Quisiera leer muchas cosas, es ahora cuando tengo que empezar a leer.

Todo estaba como quieto, como de alguna manera congelado en su propio movimiento.

Todos sentíamos que en el fondo la inmovilidad seguía, que estábamos como esperando cosas ya sucedidas o que todo lo que podía suceder era quizá otra cosa o nada, como en los sueños.

Un poema de "Salvo el crepúsculo": Java, y si se trata de elegir un cuento, hoy elijo éste: El otro cielo.

miércoles, 11 de febrero de 2015

El maestro Benedetti, señales...

Señales

En las manos te traigo
viejas señales
son mis manos de ahora
no las de antes

doy lo que puedo
y no tengo vergüenza
del sentimiento

si los sueños y ensueños
son como ritos
el primero que vuelve
siempre es el mismo

salvando muros
se elevan en la tarde
tus pies desnudos

el azar nos ofrece
su doble vía
vos con tus soledades
yo con las mías

y eso tampoco
si habito en tu memoria
no estaré solo

tus miradas insomnes
no dan abasto
dónde quedó tu luna
la de ojos claros

mírame pronto
antes que en un descuido
me vuelva otro

no importa que el paisaje
cambie o se rompa
me alcanza con tus valles
y con tu boca

no me deslumbres
me basta con el cielo
de la costumbre

en mis manos te traigo
viejas señales
son mis manos de ahora
no las de antes

doy lo que puedo
y no tengo vergüenza
del sentimiento.

sábado, 7 de febrero de 2015

El futuro, Julio Cortázar



Y sé muy bien que no estarás.
No estarás en la calle,
en el murmullo que brota de noche
de los postes de alumbrado,
ni en el gesto de elegir el menú,
ni en la sonrisa que alivia
los completos de los subtes,
ni en los libros prestados
ni en el hasta mañana.
No estarás en mis sueños,
en el destino original
de mis palabras,
ni en una cifra telefónica estarás
o en el color de un par de guantes
o una blusa.
Me enojaré amor mío,
sin que sea por ti,
y compraré bombones
pero no para ti,
me pararé en la esquina
a la que no vendrás,
y diré las palabras que se dicen
y comeré las cosas que se comen
y soñaré las cosas que se sueñan
y sé muy bien que no estarás,
ni aquí adentro, la cárcel
donde aún te retengo,
ni allí fuera, este río de calles
y de puentes.
No estarás para nada,
no serás ni recuerdo,
y cuando piense en ti
pensaré un pensamiento
que oscuramente
trata de acordarse de ti.
El futuro, Julio Cortázar