miércoles, 29 de septiembre de 2010

Tres laberintos en la obra de Borges


Los dos reyes y los dos laberintos

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.

El laberinto

Zeus no podría desatar las redes
de piedra que me cercan. He olvidado
los hombres que antes fui; sigo el odiado
camino de monótonas paredes que es mi destino.
Rectas galeríasque se curvan en círculos secretos
al cabo de los años. Parapetos
que ha agrietado la usura de los días.
En el pálido polvo he descifrado
rastros que temo. El aire me ha traído
en las cóncavas tardes un bramido
o el eco de un bramido desolado.
Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.
Elogio de la sombra (1969)

Laberinto

No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro.

No esperes que el rigor de tu camino
que tercamente se bifurca en otro,
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin. Es de hierro tu destino

como tu juez. No aguardes la embestida
del toro que es un hombre y cuya extraña
forma plural da horror a la maraña

de interminable piedra entretejida.
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
en el negro crepúsculo la fiera.

"Elogio de la sombra", 1969

lunes, 27 de septiembre de 2010

Juan López y John Ward

Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en un aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.

Jorge Luis Borges, 1985

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El ímpetu de Roberto Arlt.

El 2 de abril de 1900 nació, en el barrio de Flores, Roberto Arlt, escritor irreverente, que en entrevista concedida, en 1929, a "Literatura Argentina" declaró: "Tengo una fe inquebrantable en mi porvenir de escritor. Me he comparado con casi todos los del ambiente y he visto que toda esta buena gente tenía preocupación estética o humana, pero no en sí mismos, sino respecto de los otros. Esta especie de generosidad es tan fatal para el escritor, del mismo modo que le sería fatal a un hombre que quisiera hacer una fortuna, ser tan honrado con los bienes de otros como con los suyos".

A la narrativa de Arlt se la puede calificar de impetuosa, en ella el impulso y la necesidad pesan más que la reflexión, de este modo los personajes alcanzan la categoría de arquetípicos. Sin embargo esos personajes representan al individuo de la clase media porteña del primer cuarto de siglo, que en busca de mejores horizontes, llega a Buenos Aires y se encuentra marginado socialmente.
Como reacción a esa sociedad que los oprime y reprime su individualidad, los personajes de Arlt encuentran una válvula de escape en sus sueños y delirios. Como revolucionarios, estos sueños y delirios son lanzados contra los poderosos pero se quedan a mitad de camino y sólo alcanzan a los miserables, en consecuencia en vez de convertirse en héroes se convierten, a mitad de camino, en asesinos, rateros o delatores de sus propios compañeros. Por otra parte estos personajes, geográficamente ubicables, "hablan" el lenguaje de la calle, esa mixtura que la masa migratoria hizo del idioma de Buenos Aires.
Los protagonistas fueron las familias, los vagos de barrio, los “vivos” o “sabios” de los cafés, las muchachas “decentes” y las “fáciles”, los estafadores, los mentirosos, los cuenteros, los malandrines y muchos otros más.
Las aguafuertes pueden ser tomadas como una verdadera crítica cívica. Desde aquí, también hizo observaciones políticas, que pueden completarse con una serie de artículos de verdadero compromiso social, denunciando el estado de pobreza, de deterioro de la salud pública y de exclusi6n del sistema, volcando su mirada hacia el interior del país.
Plasma lo contemporáneo del siglo con ojo certero y se lo puede considerar como el primer novelista moderno de nuestra literatura. Se puede decir de Roberto Arlt que, de su propia definición como escritor y del trabajo que realiza como tal, jugó su deseo de manera inquebrantable y consecuente.
Sentado en el tranvía, caminando por la calle, Arlt experimenta una "iluminación". Las personas comunes, los episodios de la vida de barrio y suburbana, los espacios físicos, las nuevas configuraciones y las costumbres del trato social son sus asuntos. El vagabundeo termina con un descubrimiento. A partir del dato registrado se despliega un relato. Para ello, Arlt suele necesitar muy poco: una frase, una visión fugaz, el "carpeteo" de algún personaje.
En parte por la preocupación de interesar al lector, en sus crónicas lo cotidiano pierde su carácter evidente. Lo que se halla a la vista, en cuanto se fábula, no es nada obvio. Por el contrario, genera un enigma. Las casas sin terminar suscitan una "sensación de misterio y catástrofe", y el taller donde se arreglan muñecas una pregunta: "¿qué gente será la que hace componer muñecas y por qué? Ese enigma comporta, además, una carga de espectacularidad: el hombre que pide, "insignificantísimo hecho que revela todo un mundo", provoca la comprensión de "toda la tragedia que en él se encerraba" ("El tímido llamado").
Los temas de las aguafuertes son de dominio público. Se trata de hechos que ocurren diariamente, incluso en sitios u horas determinadas: "todos los días, a las cinco de la tarde, tropiezo con muchachas que vienen de buscar costura" ("La muchacha del atado"). El relato tiene en esas circunstancias su respaldo. Lo que allí se dice puede ser comprobado, e insistentemente Arlt invita a su lector a verificar por sí mismo el descubrimiento realizado. Este recurso -la apelación a una memoria y a un espacio compartido- explica la repercusión de las aguafuertes.
A las tres de la madrugada cada ventana iluminada se vuelve sospechosa; es indicio de una historia que no ha sido narrada ("Ventanas iluminadas"). Ese asombro -por las cosas que se ven, las palabras que se escuchan, "las tragedias que se dan a conocer"- permite deducir una conclusión: para Arlt, lo cotidiano es aquello sobre lo cual aún no se ha escrito.
Después de un viaje a Chile, en 1941, y luego de su segundo casamiento, su salud se vio seriamente deteriorada. Mirta Arlt recuerda que su padre la visitó en Córdoba, en esa época:
“…corrí a comprarle ropa de lana, para que se abrigase. Estaba mal vestido, cansado, parecía no importarle el frío tremendo de la sierra”.
Poco después, el 26 de julio de 1942, de regreso en Buenos Aires falleció, muy joven, de un ataque al corazón.
Fueron largos años de escribir contra la corriente, bregando por una literatura auténtica. “Hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados sostiene Arlt.

"Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo, en orgullosa soledad, libros que encierren la violencia de un ‘cross' a la mandíbula”.
Siempre marginado por la elite intelectual.
Basta recordar que él, uno de nuestros más grandes escritores, no publicó jamás en la Revista Sur, de Victoria Ocampo, ni en la Revista Martín Fierro, ni en los suplementos literarios de los grandes diarios, lo cual prueba de qué modo fue discriminado por los sectores dominantes.
Producción literaria:

- Novelas: "El juguete rabioso" (1926); "Los siete locos" (1929); "Los lanzallamas"(1931); "El amor brujo" (1932).- Crónicas periodísticas: "Las aguafuertes porteñas" (1933); "Aguafuertes españolas" (1936)- Relato: "Viaje terrible" (1941)

- Cuentos: "El jorobadito" (1933); "El criador de gorilas." (1951). Dos volúmenes, que contienen alrededor de veinticinco cuentos.- Teatro: "300 millones" (1932); "Separación feroz" (1938); "Saverio el cruel", "La isla desierta" , "El fabricante de fantasmas"; "La fiesta del hierro".

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Veinticinco de agosto, 1983


En 1977, Jorge Luis Borges escribió un cuento para La Nación: "24 de agosto de 1983", donde el propio Borges se soñaba a sí mismo suicidándose en esa precisa fecha, el día en que cumplía 84 años. A medida que se acercaba la fecha de su cumpleaños, apareció mucha gente preocupada por el posible traslado de la ficción a la realidad.
Borges entonces comentó:"¿Qué hago? ¿Me comporto como un caballero y convierto en realidad esa ficción para no defraudar a esa gente? ¿O me hago el distraído y dejo pasar las cosas?

Veinticinco de agosto, 1983

Vi en el reloj de la pequeña estación que eran las once de la noche pasadas. Fui caminando hasta el hotel. Sentí, como otras veces, la resignación y el alivio que nos infunden los lugares muy conocidos. El ancho portón estaba abierto; la quinta, a oscuras. Entré en el vestíbulo, cuyos espejos pálidos repetían las plantas del salón.
Curiosamente el dueño no me reconoció y me tendió el registro. Tomé la pluma que estaba sujeta al pupitre, la mojé en el tintero de bronce y al inclinarme sobre el libro abierto, ocurrió la primera sorpresa de las muchas que me depararía esa noche. Mi nombre, Jorge Luis Borges, ya estaba escrito y la tinta, todavía fresca.
El dueño me dijo:
-Yo creí que usted ya había subido.
Luego me miró bien y se corrigió:
-Disculpe, señor El otro se le parece tanto, pero, usted es más joven.
Le pregunté:
-¿Qué habitación tiene?
-Pidió la pieza 19 -fue la respuesta.
Era lo que yo había temido.

Solté la pluma y subí corriendo las escaleras. La pieza 19 estaba en el segundo piso y daba a un pobre patio desmantelado en el que había una baranda y, lo recuerdo, un banco de plaza. Era el cuarto más alto del hotel. Abrí la puerta que cedió. No habían apagado la araña. Bajo la despiadada luz me reconocí. De espaldas en la angosta cama de fierro, más viejo, enflaquecido y muy pálido, estaba yo, los ojos perdidos en las altas molduras de yeso. Me llegó la voz. No era precisamente la mía; era la que suelo oír en mis grabaciones, ingrata y sin matices.
-Qué raro -decía- somos dos y somos el mismo. Pero nada es raro en los sueños.
Pregunté asustado:
-Entonces, ¿todo esto es un sueño?
-Estoy seguro, mi último sueño.
Con la mano mostró el frasco vacío sobre el mármol de la mesa de luz.
-Vos tendrás mucho que soñar, sin embargo, antes de llegar a esta noche.
¿En qué fecha estás?
-No sé muy bien -le dije aturdido-. Pero ayer cumplí sesenta y un años.
-Cuando tu vigilia llegue a esta noche, habrás cumplido, ayer, ochenta y cuatro. Hoy estamos a 25 de agosto de 1983.
-Tantos años habrá que esperar -murmuré.
-A mí ya no me está quedando nada -dijo con brusquedad-. En cualquier momento puedo morir, puedo perderme en lo que no sé y sigo soñando con el doble. El fatigado tema que me dieron los espejos y Stevenson.
Sentí que la evocación de Stevenson era una despedida y no un rasgo pedante. Yo era él y comprendía. No bastan los momentos más dramáticos para ser Shakespeare y dar con frases memorables. Para distraerlo, le dije:
-Sabía que esto te iba a ocurrir. Aquí mismo hace años, en una de las piezas de abajo, iniciamos el borrador de la historia de este suicidio.
-Sí -me respondió lentamente, como si juntara recuerdos-. Pero no veo la relación. En aquel borrador yo había sacado un pasaje de ida para Adrogué, y ya en el hotel Las Delicias había subido a la pieza 19, la más apartada de todas. Ahí me había suicidado.
-Por eso estoy aquí -le dije.
-¿Aquí? Siempre estamos aquí. Aquí te estoy soñando en la casa de la calle Maipú. Aquí estoy yéndome, en el cuarto que fue de madre.
-Que fue de madre -repetí, sin querer entender-. Yo te sueño en la pieza 19, en el patio de arriba.
-¿Quién sueña a quién? Yo sé que te sueño, pero no sé si estás soñándome. El hotel de Adrogué fue demolido hace ya tantos años, veinte, acaso treinta. Quién sabe.
-El soñador soy yo -repliqué con cierto desafío.
-No te das cuenta que lo fundamental es averiguar si hay un solo hombre soñando o dos que se sueñan.
-Yo soy Borges, que vio tu nombre en el registro y subió.
-Borges soy yo, que estoy muriéndome en la calle Maipú.
Hubo un silencio, el otro me dijo:
-Vamos a hacer la prueba. ¿Cuál ha sido el momento más terrible de nuestra vida?
Me incliné sobre él y los dos hablamos a un tiempo. Sé que los dos mentimos.
Una tenue sonrisa iluminó el rostro envejecido. Sentí que esa sonrisa reflejaba, de algún modo, la mía.
-Nos hemos mentido -me dijo- porque nos sentimos dos y no uno. La verdad es que somos dos y somos uno.
Esa conversación me irritaba. Así se lo dije.
Agregué:
-Y vos, en 1983, ¿no vas a revelarme nada sobre los años que me faltan?
-¿Qué puedo decirte, pobre Borges? Se repetirán las desdichas a que ya estás acostumbrado. Quedarás solo en esta casa. Tocarás los libros sin letras y el medallón de Swedenborg y la bandeja de madera con la Cruz Federal. La ceguera no es la tiniebla; es una forma de la soledad. Volverás a Islandia.
-¡Islandia! ¡Islandia de los mares!
-En Roma, repetirás los versos de Keats, cuyo nombre, como el de todos, fue escrito en el agua.
-No he estado nunca en Roma.
-Hay también otras cosas. Escribirás nuestro mejor poema, que será una elegía.
-A la muerte de... -dije yo. No me atreví a decir el nombre.
-No. Ella vivirá más que vos.
Quedamos silenciosos. Prosiguió:
-Escribirás el libro con el que hemos soñado tanto tiempo. Hacia 1979 comprenderás que tu supuesta obra no es otra cosa que una serie de borradores, de borradores misceláneos, y cederás a la vana y supersticiosa tentación de escribir tu gran libro. La superstición que nos ha infligido el Fausto de Goethe, Salammbó, el Ulysses. Llené, increíblemente, muchas páginas.
-Y al final comprendiste que habías fracasado.
-Algo peor Comprendí que era una obra maestra en el sentido más abrumador de la palabra. Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes.
-Ese museo me es familiar -observé con ironía.
-Además, los falsos recuerdos, el doble juego de los símbolos, las largas enumeraciones, el buen manejo del prosaísmo, las simetrías imperfectas que descubren con alborozo los críticos, las citas no siempre apócrifas.
-¿Publicaste ese libro?
-jugué, sin convicción, con el melodramático propósito de destruirlo, acaso por el fuego. Acabé por publicarlo en Madrid, bajo un seudónimo. Se habló de un torpe imitador de Borges, que tenía el defecto de no ser Borges y de haber repetido lo exterior del modelo.
-No me sorprende -dije yo-. Todo escritor acaba por ser su menos inteligente discípulo.
-Ese libro fue uno de los caminos que me llevaron a esta noche. En cuanto a los demás... La humillación de la vejez, la convicción de haber vivido ya cada día...
-No escribiré ese libro -dije.
-Lo escribirás. Mis palabras, que ahora son el presente, serán apenas la memoria de un sueño.
Me molestó su tono dogmático, sin duda el que uso en mis clases. Me molestó que nos pareciéramos tanto y que aprovechara la impunidad que le daba la cercanía de la muerte. Para desquitarme, le dije:
-¿Tan seguro estás de que vas a morir?
-Sí -me replicó-. Siento una especie de dulzura y de alivio, que no he sentido nunca. No puedo comunicarlo. Todas las palabras requieren una experiencia compartida. ¿Por qué parece molestarte tanto lo que te digo?
-Porque nos parecemos demasiado. Aborrezco tu cara, que es mi caricatura, aborrezco tu voz, que es mi remedo, aborrezco tu sintaxis patética, que es la mía.
-Yo también -dijo el otro-. Por eso resolví suicidarme.
Un pájaro cantó desde la quinta.
-Es el último -dijo el otro.
Con un gesto me llamó a su lado. Su mano buscó la mía. Retrocedí; temí que se confundieran las dos.
Me dijo:
-Los estoicos enseñan que no debemos quejamos de la vida; la puerta de la cárcel está abierta. Siempre lo entendí así, pero la pereza y la cobardía me demoraron. Hará unos doce días, yo daba una conferencia en La Plata sobre el Libro VI de la Eneida. De pronto, al escandir un hexámetro, supe cuál era mi camino. Tomé esta decisión. Desde aquel momento me sentí invulnerable. Mi suerte será la tuya, recibirás la brusca revelación, en medio del latín y de Virgilio y ya habrás olvidado enteramente este curioso diálogo profético, que transcurre en dos tiempos y en dos lugares.
Cuando lo vuelvas a soñar, serás el que soy y tú serás mi sueño.
-No lo olvidaré y voy a escribirlo mañana.
-Quedará en lo profundo de tu memoria, debajo de la marea de los sueños. Cuando lo escribas, creerás urdir un cuento fantástico. No será mañana, todavía te faltan muchos años.
Dejó de hablar, comprendí que había muerto. En cierto modo yo moría con él; me incliné acongojado sobre la almohada y ya no había nadie.
Huí de la pieza. Afuera no estaba el patio, ni las escaleras de mármol, ni la gran casa silenciosa, ni los eucaliptus, ni las estatuas, ni la glorieta, ni las fuentes, ni el portón de la verja de la quinta en el pueblo de Adrogué.
Afuera me esperaban otros sueños.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Two English Poems (Translation)


Dos poemas en inglés (Jorge Luis Borges)
I
El alba inútil me sorprende en una esquina desierta; sobreviví a la noche.
Las noches son como olas orgullosas; olas azul oscuro, de pesadas crestas, cargadas con los tonos de profundos despojos, cargadas de improbables y deseables cosas.
Las noches acostumbran misteriosos dones y rechazos, de cosas que se dan por la mitad y a medias se retienen, de delicias que albergan un hemisferio oscuro. Así obra la noche, yo te digo.
La marea, esa noche, me dejó los jirones y retazos disjuntos de costumbre: algunas amistades que odio, para charlar; música para sueños; la humareda de cenizas amargas. Las cosas a las que mi corazón hambriento no puede hallarles uso. La gran ola te trajo.
Palabras y palabras, cualesquiera, tu risa; y vos tan perezosa e incesantemente bella. Hablamos, y olvidaste las palabras.
El alba destructora me encuentra en una calle desierta, en mi ciudad.
Tu perfil que se aleja, los sonidos que conforman tu nombre, la cadencia de tu risa: esos son los ilustres juguetes que dejaste para mí.
Los revuelvo en el alba, los pierdo, los encuentro; se los cuento a los escasos perros vagabundos y a las pocas estrellas vagabundas del alba.
Tu rica vida oscura…
Debo alcanzarte, de algún modo; aparto estos ilustres juguetes que dejaste para mi, quisiera tu mirada subrepticia, tu sonrisa real; esa sonrisa solitaria y mordaz que la frialdad de tu espejo conoce.

II
¿Con qué podría retenerte?
Te ofrezco esbeltas calles, puestas de sol desesperadas, la luna de suburbios mal cortados.
Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largamente la luna solitaria.
Te ofrezco mis ancestros, mis muertos, los fantasmas que los vivos han honrado con bronce: al padre de mi padre que murió en la frontera de Buenos Aires con dos balas que atravesaron sus pulmones, barbado y muerto, a quien amortajaron sus soldados con una piel de vaca; a ese bisabuelo, de la línea materna, que comandó, con veinticuatro años, una ofensiva de trescientos hombres en el Perú, ahora sólo fantasmas sobre monturas desleídas.
Te ofrezco, sea cual fuere, la sapiencia que contengan mis libros, y la hombría y el humor que contenga mi vida.
Te ofrezco la lealtad de un hombre que jamás ha sido leal.
Te ofrezco el núcleo duro de mí mismo que he guardado, de algún modo; el corazón central que no comercia con palabras, no trafica con sueños, y no tocan el tiempo ni el placer ni las adversidades.
Te ofrezco la memoria de una rosa amarilla vista al atardecer algunos años antes de que nacieras.
Te ofrezco explicaciones de vos misma, teorías de vos misma, auténticas y sorprendentes noticias de vos misma.
Te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón; intento sobornarte con incertidumbre, con peligro, con derrota.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Todo el tiempo, Mario Levrero





Fundación Proa Domingo 5 de septiembre en el marco de Filba,


"Levrero invisible"


Pablo Casacuberta, Felipe Polleri, Marcial Souto y Guillermo Piro


Jorge Mario Varlotta Levrero tenía 27 años cuando se editaba “Strawberry Fields Forever”, el single de Los Beatles cuyas estrofas escogería para encabezar este libro. Hasta ese momento se había negado a escucharlos. Desconfiaba de las modas. Pero una tarde, comprando cigarrillos en un quiosco, se demoró un instante más de lo necesario con el cambio, lo suficiente para escuchar: Let me take you down, ‘cause I´m going to Strawberry Fields… nothing is real… La fascinación fue inmediata. “Nada es real”, dijo en los últimos años. “Sólo el amor y la muerte, pero de la muerte no estoy tan seguro”. En 2004 se marchó para siempre, sin aclarar el Misterio. Dejó más de veinte libros que no hacen otra cosa que alimentar esta confusión. En los tres relatos que componen Todo el tiempo acaso se encuentre una respuesta a aquel Misterio. Pero ocurre a veces y nunca es posible reproducir la experiencia. Se trata de tres relatos, pero que tal vez podrían ser uno solo, una antigua y bella pieza de porcelana que por descuido alguien ha dejado caer al piso. Los personajes se proyectan unos sobre otros, los tiempos se mezclan, la realidad es observada a través de un espejo que proyecta oscuros y confusos reflejos. Los fragmentos están delante de nuestros ojos, pero no encajan: cualquier intento es en vano. Sin embargo, al mirarlos por separado, volvemos a creer que forman parte de ese antiguo jarrón. En su posible figura, en el dolor que nos produce su belleza anhelada, encontramos un aire familiar que creíamos perdido para siempre. El recuerdo de la totalidad de la que alguna vez formamos parte. He aquí la condena y la esperanza que guardan estas páginas.


Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, la novela de Mario Levrero que Mondadori publicó en Octubre. El texto inicial del libro, que hace las veces de prólogo:
Exordio. Nick Carter y los apuros de un lord.
Agarrado de la soga, mis pies golpearon y rompieron el enorme vidrio de la puerta-ventana del bungalow de Lord Ponsonby; mi cuerpo atravesó esta puerta- ventana y fui a aterrizar blandamente, a las cinco en punto de la tarde, junto al sillón donde el Lord levantaba ceremoniosamente su taza de té.
—¡Cristo! —vociferó, dando un salto. Y luego, al reconocerme—: ¿Es usted, Carter? ¿No tenía otra manera de…?
Me dejé caer en el otro sillón. Mi taza de té estaba servida. Me sentí un poco ridículo. Lord Ponsonby volvió a sentarse; no había derramado una sola gota de su té. Tinker, mi ayudante, se movió inquieto en el interior del bolso de mano. Aflojé los cordones para que pudiera asomar la cabeza y respirar con mayor comodidad.
—A veces no puedo contener mi exhibicionismo —expliqué al Lord, levantando yo también la taza para llevarla a mis labios—. Créame que lo siento.
Hubo una pausa para saborear el té. Lo encontré excelente.
—Vea, Carter —dijo luego el Lord—, iré derechamente al grano. Necesito sus servicios.
Asentí. Por detrás del Lord, mi imagen satisfecha se reflejaba en un enorme y hermoso espejo que duplicaba el salón.
—Lo sabía —comenté—. Este era otro motivo para entrar así en su casa, Lord. Quería demostrarle mi excelente estado físico, mi pujanza…
—No era necesario.
—Gracias.
—Ahora, preste usted atención, por favor, Carter. No puedo darle mayores detalles, porque ignoro casi todo. Pero me consta que algo se va a producir, y muy pronto, en el Castillo. Como usted sabrá, el Castillo…

Nick Carter es un detective looser que tiene que salvar al mundo. Nick Carter –que se divierte mientras el lector es asesinado y el autor agoniza- parece proceder de modo similar a la relación que Mario Levrero tiene con la literatura. Mis detractores opinan que utilizo más la inteligencia que la perseverancia, y creen ver en ello una grave defecto”. De alguna manera, ese cruce deductivo/inductivo de Carter parece una analogía de la estética levreriana: la inteligencia más que la perseverancia, el estilo -innegociable- por sobre la “claridad”.
Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo) es una gran novela de “género” descentrada. Una novela donde -desde el título- se mata al autor y al lector, y ambos se resisten a asumir su rol. Porque en Levrero siempre el cómo es más que el qué...


Y aquí el prefacio en el que Mario Levrero cuenta cómo se originó La novela luminosa. Tan extenso para leer en el monitor, como imperdible...

No estoy seguro de cuál fue exactamente el origen, el impulso inicial que me llevó a intentar la novela luminosa, aunque el principio del primer capítulo dice expresamente que este impulso procede de una imagen obsesiva, y la imagen es suficientemente explícita como para que el lector pueda creer en esa declaración inicial...

sábado, 4 de septiembre de 2010

Mario Levrero, la novela luminosa

No estoy seguro de cuál fue exactamente el origen, el impulso inicial que me llevó a intentar la novela luminosa, aunque el principio del primer capítulo dice expresamente que este impulso procede de una imagen obsesiva, y la imagen es suficientemente explícita como para que el lector pueda creer en esa declaración inicial. Yo mismo debería creerla sin ningún tipo de vacilaciones, pues recuerdo muy bien tanto la imagen como su condición de obsesiva, o al menos de recurrente durante un lapso lo bastante prolongado como para que me hubiera sugerido la idea de obsesión.Mis dudas se refieren más bien al hecho de que ahora, al evocar aquel momento, se me aparece otra imagen, completamente distinta, como fuente del impulso; y según esta imagen que se me cruza ahora, el impulso inicial fue dado por una conversación con un amigo. Yo había narrado a este amigo una experiencia personal que para mí había sido de gran trascendencia, y le explicaba lo difícil que me resultaría hacer con ella un relato. De acuerdo con mi teoría, ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel. Mi amigo había insistido en que si la escribía tal como yo se la había contado esa noche, tendría un hermoso relato; y que no solo podía escribirlo, sino que escribirlo era mi deber.En realidad, estas dos imágenes no son contrapuestas, e incluso están autorizadas por una lectura atenta de las primeras líneas de ese primer capítulo, lectura atenta que acabo de realizar ahora, antes de comenzar este párrafo. Al parecer, en ese comienzo están las dos vertientes, pero no se mezclan, porque yo todavía no sabía, al comenzar a escribir, que estaba escribiendo precisamente sobre aquella experiencia trascendente. Allí hablo de la imagen obsesiva, que se refiere a una disposición especial de los elementos necesarios para la escritura, y más adelante hablo de un deseo paralelo, como cosa distinta, de escribir sobre ciertas experiencias que catalogo como “luminosas”. Será unas cuantas líneas más adelante cuando me preguntaré si eso que había comenzado a escribir cediendo al primer impulso, no sería eso otro que deseaba escribir. Pero no hay ninguna mención de mi amigo, y eso me parece injusto –por más que ya no sea mi amigo y que, según me han contado, anda por el mundo hablando pestes de mí–. Es muy probable que en aquel momento hubiera olvidado por completo la recomendación, autorización o imposición del amigo y estuviera realmente convencido de que era mi deseo escribir esa historia.Me llama la atención que ahora, pasado mucho tiempo, vea tan claramente la relación causa-efecto: mi amigo me impulsó a escribir una historia que yo sabía imposible de escribir, y me lo impuso como un deber; esa imposición quedó allí, trabajando desde las sombras, rechazada de modo tajante por la consciencia, y con el tiempo comenzó a emerger bajo la forma de esa imagen obsesiva, mientras borraba astutamente sus huellas porque una imposición genera resistencias; para eliminar esas resistencias la imposición venida desde afuera se disfrazó de un deseo venido desde adentro. Aunque, desde luego, el deseo era preexistente, ya que por algún motivo le había contado a mi amigo aquello que le había contado; tal vez supiera de un modo secreto y sutil que mi amigo buscaría la forma de obligarme a hacer lo que yo creía imposible. Lo creía imposible y lo sigo creyendo imposible. Que fuera imposible no era un motivo suficiente para no hacerlo, y eso yo lo sabía, pero me daba pereza intentar lo imposible.Tal vez mi amigo tuviera razón, pero para mí las cosas nunca son simples. Ahora me veo, con la imaginación disfrazada de recuerdo, escribiendo sencillamente la historia que le había contado a mi amigo, tal como se la había contado, y comprobando el fracaso; me veo rompiendo en tiritas las cinco o seis hojas que habría insumido tal relato, y es bastante posible que se trate de un recuerdo auténtico porque no tengo idea de haber escrito alguna vez esa historia, por más que ahora no quede ningún rastro de ella entre mis papeles. Y de ahí debe de haber surgido entonces la imagen obsesiva, indicando la forma correcta de situarme para poder escribirla de modo exitoso, y de ahí mismo debe de haber surgido ese deseo de escribirla, solo que ahora transformando en un deseo de escribir sobre otras experiencias trascendentes, como escalonándolas, para poder llegar a la historia que quería o debía escribir, la que había tal vez escrito y destruido. Quiero decir que probablemente había de fondo una comprensión de que el fracaso de mi relato se debía a la falta de un entorno, de un contexto que lo realzara, de un clima especial creado con una gran cantidad de imágenes y de palabras para reforzar el efecto que la anécdota debía provocar en el lector.Así fue como me compliqué la vida, porque todo ese entorno y todas esas imágenes y palabras me fueron llevando por caminos insospechados, aunque muy lógicos; esos procesos están maravillosamente explicados en Las moradas, de santa Teresa, mi patrona, pero es claro que a nadie le basta con que le expliquen los procesos; no hay más remedio que vivirlos, y al vivirlos es como se aprenden, pero también es como se cometen los errores y como uno pierde el rumbo. Creo que en esos capítulos que conservo de la “novela luminosa” el rumbo se pierde casi al mismo comienzo, y los cinco extensos capítulos no son otra cosa que el esfuerzo interno de retomar el rumbo perdido. Intento esforzado, sí, y aun meritorio, sobre todo si tenemos en cuenta las circunstancias que lo acompañaron y lo rodearon y finalmente lo mutilaron.Es que yo también había de ser mutilado, y lo fui. La mayoría de las acciones que formaban parte de las circunstancias en que me puse a escribir la novela luminosa, tenía que ver con mi entonces futura operación de vesícula. Cuando acepté que debía inevitablemente sufrir esa operación, primero discutí con el cirujano para postergar la fecha todo lo posible, y conseguí una prórroga de algunos meses. En esos meses completé cuatro libros que venían siendo largamente postergados, mientras me lanzaba a la furiosa escritura de esos capítulos de la novela luminosa. Era obvio que tenía mucho miedo de morir en la operación, y siempre supe que escribir esa novela luminosa significaba el intento de exorcizar el miedo a la muerte. También intenté exorcizar el miedo al dolor, pero no lo conseguí. El miedo a la muerte, sí; no diré que fui tranquilo a la operación, porque seguía teniendo mucho miedo al dolor, pero la idea de la muerte ya no me hacía temblar, después de escritos los cinco capítulos (que en realidad fueron siete). El temor ante la muerte me vuelve de tanto en tanto, sobre todo cuando lo estoy pasando bien, pero a la operación de vesícula fui, en ese sentido, con la frente alta. Al mismo tiempo, la idea de la muerte me había servido de incentivo para trabajar y trabajar contrarreloj, como un poseso. Logré poner en orden mis cosas, o sea mis letras, mientras paralelamente todos los otros asuntos iban quedando relegados. Fue en ese lapso que me creé una deuda, para mí importante, y la deuda fue lo que me llevó después a Buenos Aires, a trabajar.Al principio me había resistido todo lo posible a aceptar la operación. Los médicos eran terminantes, pero los médicos siempre son terminantes, especialmente los cirujanos, y se sabe que los cirujanos cobran muy bien sus operaciones. Al respecto leí una vez algo de Bernard Shaw que comparto plenamente; señalaba lo absurdo de que decidir acerca de la conveniencia de una operación estuviera a cargo precisamente del cirujano que va a cobrar unos buenos pesos por hacerla. Pero el hecho es que me atacaba cada vez más a menudo de unas infecciones en la vesícula que me daban fiebre y hacían temer derivaciones peligrosas. Por fin me llegó el mensaje a través de un libro. Es notable cómo siempre que enfrento un problema difícil, aparece mágicamente la información precisa en el momento preciso. Yo revolvía libros, como es mi costumbre, en busca de novelas policiales, en una mesa de saldos de una librería sobre la avenida 18 de Julio. De pronto mi vista cae sobre un título que parecía destellar: “No se opere inútilmente”, se llamaba, y si no se llamaba así se llamaba de modo muy parecido. El libro no era barato, y a mí el dinero no me sobraba. Me volví a casa dándole vueltas en la mente a la idea de comprarlo. Comprar libros nuevos (éste era nuevo, aunque estaba en una mesa de saldos) y para colmo que no pertenezcan al género policial, cae demasiado afuera de mis principios y hábitos, por no hablar de posibilidades económicas. Pero estaba en mi casa y seguía pensando en ese libro. Y al otro día igual. Al final me decidí y volví a la librería, y volví a tener el libro en mis manos, pero se me ocurrió que a lo mejor no hacía falta comprarlo; miré el índice y vi que había un capitulito destinado a la vesícula. Todo el resto del libro no me interesaba. El capítulo no era muy largo. Yo puedo leer con mucha rapidez. Miré de reojo y vi que ningún vendedor estaba demasiado pendiente de lo que yo hacía, ya abrí el libro como al descuido, como quien lo estuviera hojeando para decidir si lo compra o no, y fui a la primera página de aquel capítulo, y en las primeras líneas ya estaba todo resuelto; comenzaba diciendo que la operación de vesícula era una de las pocas operaciones que la mayoría de las veces es necesaria. Después daba consejos para no operarse si uno no quería –distintas formas de intentar un control nervioso de los canales vesiculares, para permitir que los cálculos fueran y vinieran a su antojo sin quedarse bloqueados en el esfínter del canal, y cosas parecidas–, pero finalmente recalcaba que tener un mal vesicular era llevar una bomba de tiempo que podía explotar en cualquier momento, y requerir una operación de urgencia que, se sabe, no es la forma más segura de someterse a una operación. Cerré el libro, lo dejé en su lugar de la mesa de saldos y me fui para casa rumiando la aceptación, que ya era un hecho.Escribía a mano la novela luminosa, y terminando un capítulo lo pasaba a máquina, y al pasarlo iba introduciendo pequeños cambios y haciendo algunas correcciones. También algún capítulo fue escrito originalmente a máquina. Un capítulo fue desestimado y destruido, pero como verá el lector que llegue hasta ahí, luego me arrepiento y lo resumo en el capítulo que lo sustituye; al parecer, solo había destruido la copia, porque es evidente que luego volví a pasar a máquina el original y volví a ponerlo en su lugar. Pero también conservé el resumen en ese capítulo siguiente, y en esos pasos se me complicó la numeración de los capítulos. No sé bien en qué etapa de las innumerables correcciones los cinco capítulos sobrevivientes quedaron con la forma que tienen ahora (y los dos destruidos no dejaron rastros); estuve cargando con esa novela trunca durante dieciséis años, y cada tanto me empeñaba en una nueva revisión que añadía o quitaba cosas.En el 2000 recibí una beca de la Fundación Guggenheim para realizar una corrección definitiva de esos cinco capítulos y escribir los nuevos capítulos necesarios para completarla. La nueva corrección fue realizada, pero los nuevos capítulos no fueron escritos, y los vaivenes de ese año durante el que disfruté de la beca están narrados en el prólogo de este libro. Durante ese lapso, que fue de julio de 2000 a junio de 2001, sólo conseguí dar forma a un relato titulado “Primera comunión”, que quiso ser el sexto capítulo de la novela luminosa pero no lo logró: yo había cambiado mi estilo, y habían cambiado muchos puntos de vista, de modo que lo conservé como relato independiente. Continúa, de algún modo, a la novela luminosa, pero está lejos de completarla. También el prólogo, “Diario de la beca”, puede considerarse una continuación de la novela luminosa, pero sólo desde el punto de vista temático.Pensé en juntar todos los materiales afines en este libro, e incluir junto a los que contienen actualmente en mi “Diario de un canalla” y “El discurso vacío”, ya que estos textos son también de algún modo continuación de la novela luminosa. Pero el proyecto me pareció excesivo, y opté finalmente por limitarlo a los textos inéditos exclusivamente. Y sigue, y probablemente siga eternamente, faltando una serie de capítulos que no fueron escritos, entre ellos la narración de aquella anécdota que le había contado a mi amigo y que dio origen a la novela luminosa.Yo tenía razón: la tarea era y es imposible. Hay cosas que no se pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso. El sistema de crear un entorno para cada hecho luminoso que quería narrar, me llevó por caminos más bien oscuros y aun tenebrosos. Viví en el proceso innumerables catarsis, recuperé cantidad de fragmentos míos que se me habían enterrado en el inconsciente, pude llorar algo de lo que habría debido llorar mucho tiempo antes, y fue sin duda para mí una experiencia notable. Leer eso sigue siendo para mí removedor y aun terapéutico. Pero los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan o suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura.Creo, en definitiva, que la única luz que se encontrará en estas páginas será la que les preste el lector.
M.L., 27 de agosto de 1999 – 27 de octubre de 2002

viernes, 3 de septiembre de 2010

Mario Levrero

Mario Levrero, seudónimo de Jorge Varlotta, nació en Montevideo el 23 de enero de 1940 y murió en la misma ciudad el 30 de agosto de 2004.
La mayor parte de su vida la pasó en su ciudad natal, con períodos de residencia más o menos prolongados en Buenos Aires, Rosario, Piriápolis, Colonia y Burdeos, en Francia.

Se desempeñó como librero, fotógrafo, humorista, editor de una revista de entretenimientos y, en sus últimos años, dirigió un taller literario. Comenzó a publicar su obra a fines de la década de los 60, en editoriales de Montevideo y Buenos Aires.

La literatura de Levrero ha sido clasificada como literatura de ciencia ficción y literatura fantástica. Es por esto que Ángel Rama lo colocó dentro de los escritores "raros", y que no responden al canon de realismo. En contra del monopolio existente dentro del mundo de las editoriales, Mario Levrero creyó en Internet para publicar sus textos. Por esta razón es posible encontrar sus escritos en este medio. Hay una trilogía de Levrero que debe contarse entre los proyectos narrativos más originales de la narrativa latinoamericana contemporánea.

Original pese a anunciar su aprendizaje de narradores como Borges, Kafka, Walser o Lagerkvist. La trilogía involuntaria compuesta por El lugar, La ciudad y París, esos relatos laberínticos y plagados de claves que no están hechas para ser resueltas, y guiños a referencias que siempre se esfuman en el aire antes de ser descifradas son sus mejores obras. Levrero fue también guionista de cómics para la revista Fierro, el de la pulp fiction, la novela de detectives, el cine porno, el dibujo animado infantil. En ese rubro hecho de todos los rubros marginales, sus libros más recomendables son Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, cuyo detective, tomado de los folletines americanos, y su sidekick de bolsillo (literalmente), resultan inolvidables, y la estupenda Dejen todo en mis manos.


El libro empieza con un escritor -que parece un trasunto del propio Levrero-, hablando con su editor, quien le dice, su novela es buena pero...
Podía habérmelo imaginado, porque sé desde hace unos cuantos años que mis novelas pertenecen a esa clase; buenas, pero. Los críticos se esfuerzan por clasificar mi literatura como perteneciente a tal o cual categoría, pero los editores son más realistas, y unánimes; hay una sola categoría posible para mi literatura: buena, pero..."El editor pagará al escritor una suma que le resulta interesante si averigua quién escribió una novela que les ha llegado firmada con el nombre de Juan Pérez, pero sin dirección. Por ese libro está interesada una fundación cultural sueca. El autor acepta el encargo y se desplazará en autobús al pueblo de Penurias. El resto de nombres de pueblos que aparecen en el libro son: Desgracias, Miserias, Lamentos.

“Hay algo terriblemente culpable en el hecho mismo de ser uruguayo, y por lo tanto nos resulta imposible decir no clara, franca y definitivamente”, nos dice el narrador en la primera página del libro. Los sueños darán paso a un cierto matiz onírico dentro del contexto de una narración realista: “Soy un escritor. No soy Philip Marlowe” (página 17). El narrador llega al pueblo de Penurias, y como un Marlowe aficionado comienza su investigación. Ya ha leído la novela de Juan Pérez y le ha entusiasmado, dice de ella en la página 19: “Tenía un estilo llano, muy sencillo, vigoroso, y colorido”. En la página 96 se cita al admirado Kakfa: “Este hotel era sólo para ti... La frasecita inconclusa me golpeó la mente. ¿Kafka? Una paráfrasis. Pero ¿Por qué demonios había pensado eso?”


La gente incluso suele decirme: «Ahí tiene un argumento para una de sus novelas», como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones.


Y como olvidar que hoy 3 de septiembre, es su cumpleaños número 70.



El mundo

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.
A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
—El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.
No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos
Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.