miércoles, 28 de diciembre de 2011

La otredad en "Lejana"


A través del análisis del cuento Lejana, diario de Alina Reyes, publicado en 1951 por Julio Cortázar, identificamos una serie paralela de mundos posibles, donde lo fantástico viaja simultáneo y paralelo a lo real: entre este mundo y aquel, entre lo real y lo escrito; atraviesan ciudades, personas modificando vidas; la reunión de las dos partes en un solo personaje; la fusión intensa que permite que al final el narrador ya no sea Alina Reyes, sino la voz de la manifestación de ella misma "Me acuerdo que un día pensé "Allá me pegan, allá la nieve me entra por los zapatos y esto lo sé en el momento, cuando me está ocurriendo allá yo lo sé al mismo tiempo ¿Pero por qué al mismo tiempo? A lo mejor me llega más tarde, a lo mejor no ha ocurrido todavía (...)".
La ambigüedad se expresa claramente en la narrativa de la protagonista.
"Porque a mí, la lejana, no la quieren."
Aquí el uso de la primera persona y de la tercera persona del singular denota esa dicotomía. Alina Reyes es el pasaje de una interioridad reservada que al pasar el puente se exterioriza irracionalmente; las dos partes se unen y se vuelven a dividir de una manera imperceptible, y de esta nueva división surge una especie de traspaso del ser, en el que Alina se convierte en la mendiga, y grita, "De frío, porque la nieve le estaba entrando por los zapatos rotos, porque yéndose camino de la plaza iba Alina Reyes, lindísima en su sastre gris, el pelo un poco suelto contra el viento, sin dar vuelta a la cara y yéndose."
Alina Reyes necesita salvar a la otra para ser la otra, la que no llegó a ser y siempre habitó su interior, porque la ausencia no se llena hasta el encuentro final de las dos almas.
El vacío de una superficialidad que la hace pobre en su riqueza; búsqueda y hallazgo de su alma; sufre, porque quiere sufrir porque sufrir es ser por fin ella.
Necesita el puente, el frío y el dolor para que sepan que Alina Reyes no es sino su antítesis.
Si proyectada salva, es salvada también, porque aún en el dolor siente el placer de ser la fuerza extraña que no es extraña.
Lo uno y lo múltiple, la identidad y la diversidad; desalojada por la entrevisión de la multiplicidad.
El concepto de individuo unívoco, en el que el encuentro con el otro; encuentro con uno mismo; descomposición de la personalidad individual, es también irrupción de lo otro, presencia de lo desconocido en la propia conciencia.
El texto anuncia "Diario de Alina Reyes" y comienza siendo narrado en primera persona, con todo el intimismo, la naturalidad y la autenticidad que la forma del diario de vida conlleva y el sujeto enunciante desdoblado.
El estilo introspectivo del yo que dialoga consigo mismo a solas constituye una especie de garantía de fidelidad respecto de las ideas y sentires.
Es espejo en el que la protagonista se contempla y, en este sentido, es en sí mismo dador de identidad.
La yuxtaposición de hechos que se enumeran sin nexo aparente o bien las construcciones elípticas sugieren en ocasiones el divagar de la conciencia: "Pero sí, Alina Reyes, y por eso anoche fue otra vez, sentirla y el odio".
Los coloquialismos léxicos "soy una chica sin humos"; "parapeto", entre los que llama la atención una solitaria inclusión del característico "che", "Eso le da frío a cualquiera, che, aquí o en Francia", además de los familiarismos, los diminutivos y aumentativos: "M'hijita, la última vez que te pido que me acompañes al piano. Hicimos un papelón"; "enormísimo", "abrigadísimo", "delgadísima", "lindísima", a lo que debe sumarse el uso de fragmentos en lenguas extranjeras "Votre ame est un paysage choisi...", "piré, champagne", "Now I lay me down to sleep; factor que contribuye a la configuración de un personaje en tránsito que habita espacios simultáneos, pero distintos y distantes. No fundidos.
Expansión del ego, revelando la indeterminación de la propia identidad; la irrupción de lo otro, lo que en apariencia lejano y sin conexión, sin embargo, se va apoderando hasta compartir la identidad de la protagonista.
Alina es una especie de anagrama vivo en el que el espacio en blanco o los puntos suspensivos insinúan que es alguien más, que le falta algo para ser totalmente, algo que aún no ha descubierto, completamente opuesto a lo que ella sabe y cree de sí: se trata de un otro yo, de otra realidad.
Efectivamente, a partir de aquel juego del lenguaje se constata que 'la lejana' está elaborada en cuanto doble opuesto de Alina; todo en ella constituye la antítesis de la protagonista.
Ambas conciencias se iluminan mutuamente, configurándose como el reflejo invertido de cada una. De ahí que se configuren en cuanto opuestos complementarios, relación en la que los límites de la ajenidad tienden a desvanecerse.
No en vano la otredad se manifiesta en este relato mediante la experiencia de una presencia ajena como si fuera propia, de una voz extrínseca hablando desde adentro.
Coexistencia simultánea de esos dos yo. Es más bien un problema de perspectivas opuestas conviviendo en un mismo ser. La continua presencia ajena-lejana enfatiza en Alina el sentimiento de descolocación, de estar a medias, una incomodidad que no la deja ser feliz ni con una realidad ni con la otra.
El proceso de conciencia que el diario narra, va mostrando cómo lo otro irrumpe progresivamente en el yo, cómo lo cotidiano es sobresaltado por lo insólito, cómo lo fantástico se va apoderando poco a poco de toda realidad razonable y cierta -destruyendo toda lógica y certidumbre-.
Se da así una lucha de personalidades, expresada estilísticamente por medio del uso intercalado de la primera y la tercera personas. El discurso ajeno se yuxtapone al propio, lo invade: "porque soy yo y le pegan"; "Porque a mí, a la lejana, no la quieren".
No existe un diálogo, pero sí el deseo de comunicación, expresado en las ansias de Alina de enviarle un telegrama a la Lejana.
"Sujeto y discurso se pluralizan agudamente y el cuento como tal se transforma en un espacio donde uno y otro pierden sus identidades seguras y definidas..."
La protagonista deviene, en tal sentido, sujeto heterogéneo, plural y también sujeto transcultural, en el sentido de que en ella se da un proceso transitivo, de paso entre mundos.
Tal vez por ello es que a medida que el cuento y los días en el diario avanzan, el yo evoluciona hacia una posición de aceptación del otro e incluso de deseo de encuentro y de posesión. Aquí la figura del puente, adquiere relevancia primordial.
A Alina le obsesiona la idea del puente; "Más fácil salir a buscar ese puente, salir en busca mía y encontrarme como ahora, porque ya he andado la mitad del puente entre gritos y aplausos..."
El puente como posibilidad de paso, de cruce del umbral y, consecuentemente, de reunión e integración.
Juego confuso y a veces angustiante entre las imágenes del yo y del otro, del yo que no sólo es incapaz de sacudirse del otro sino que además se reconoce en él constantemente.
El anhelo de reunión, de fusión de la identidad quebrada de la protagonista -"Se doblegará si realmente soy yo, se sumará a mi zona iluminada, más bella y cierta con solo ir a su lado y apoyarle una mano en el hombro".
El diario culmina el 7 de febrero y da paso a una voz en tercera persona, un narrador aparentemente omnisciente, certero, que relatará el anhelado encuentro final, en medio del puente de Budapest.
Ceñía a la mujer delgadísima, sintiéndola entera y absoluta dentro de su abrazo, con un crecer de felicidad igual a un himno, a un soltarse de palomas, al río cantando. Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las sensaciones de afuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada, pero segura de su victoria, sin celebrarlo pero tan suyo.

viernes, 23 de diciembre de 2011

La navidad de Auster

Fue lo primero que me acercó a sus letras. Casi por casualidad, por causalidad. Que lo disfruten. Que haya mucho todavía por compartir. Que este año renueve la confianza, la fe y las ganas. Siempre. Gracias a todos y a cada uno de ustedes.

Rossina

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.

Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición.

que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carné de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carné, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete, de treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

La poesía properciana


En su determinación se articula un código creativo vinculado con la tradición alejandrina, deudora de la elegía helenística, pero el poeta introduce variaciones al emular el modelo; no sólo combina temas epigramáticos, sino que introduce auténticos epigramas en su libro de elegías.
Entendemos elegía como la combinación de distintos géneros literarios como resultado de las influencias literarias más dispares; la conjunción de elementos íntimos y subjetivos tales como el papel de la mujer, y del amor en la vida y en la actividad del poeta.
Individualmente podemos tematizar la existencia del elemento autobiográfico.
La voz de la primera persona no como recurso ni fotomontaje sino como proceso.
Ya que del momento que el poeta interpreta el papel del poeta enamorado, la elegía no es autobiográfica.
Los elegíacos no cantan a una relación amorosa en particular, sino a la vida amorosa en sí misma. Petrarquista o trovador ha creado una mitología erótica, de donde proviene la emoción amorosa de sus versos y no de la evocación de sus eventuales penas de amor.
Subjetivismo fingido.
El elemento biográfico es un pretexto poético y sufre un proceso de reelaboración y transfiguración; factor que impide una crónica lineal de su relación con Cintia. Realidad y ficción se fusionan en su obra.
Fusión plena entre obra poética y elección de vida. Esclavo del amor.
Es capaz de crear el mundo tomando como motivo una situación cotidiana que le sirve de pretexto, alcanzando una nueva situación lírica y significación.
En la Elegía I, se define por oposición a Homero, asociado al tipo de poesía épica.
La poesía como fin subjetivo catártico, como liberación de emociones, positivas o negativas que el amor genera.
La épica sirve a los fines colectivos como la elegía a los individuales.

"por eso si hay pudor confiesa ya tus faltas: confesar por quien mueres a veces en el amor te alivia" (I,9, 33-34)

El inminente viaje de la mujer amada y el consiguiente abandono. La cura amoris, será su preocupación, definiendo su militia amoris "no nací para la gloria, no nací para las armas: quieren lo hados que soporte esta milicia".
Por oposición al poder bélico que representa Augusto.
Es la proyección de los distintos sentimientos inspirados por Cintia la que motiva su poesía. Sólo por Cintia alcanzó su gloria tanto renombre y sólo por Cintia se complace.
Sólo tu me agradas: ¡Ojalá solo yo, Cintia te agrade! Este amor valdrá más que el nombre de padre.
A pesar de que en la elegía II, aflora su intención de dedicarse al canto épico y loar a Augusto. Reconoce que esta disposición es tan solo un esbozo y vincula aún más su poesía amorosa en detrimento de la épica y la didáctica.
En los poemas de la elegía III se alude a la memoria de los enamorados una vez muertos.
Cuando la sombra de la muerte se acerque a su umbral, el poeta umbro rechazará la pompa de los desfiles, los lamentos vanos. Quisiera el poeta por el contrario el humilde cortejo de un entierro plebeyo y la transmisión de su poesía. Evidencia del amor que no perece.
Los celos de Propercio se traducen en lamento, hasta el punto tal que el rapto de la amada representa su propia muerte
Se instala la metáfora de la piedra pomez (utilizada para alisar los papiros que formaban los volúmenes) con esta imagen se alude al hecho de pulir formal y temáticamente la propia poesía.
"Ciertamente aquel Homero evocador de su caída, supo que su obra se engendraría en el futuro"
Esta referencia se justifica porque Homero representa el máximo exponente del canto épico, y de inmortalización de su poesía.
Reconoce el mérito del canto épico a pesar de que el suyo esté tan lejano.
La exaltación de la mujer amada y la proyección de los sentimientos que suscita.
"¡Afortunada, si de algún modo fuiste elogiada por mi libro!"
La poesía aparece como medio de eternizar y eternizarse ante el paso insondable a la muerte.
Gloria imperecedera.
Es característica la evocación de Propercio a las 9 musas, aunque sus nombres no se citan expresamente, sus atributos permiten definirlas.
La elegía IV se dirige contra la celestina Acantis, que ciega a los maridos, desprecia la fidelidad, y quebranta las leyes del pudor. Abierta al goce inmediato, desvirtúa la fidelidad.
Propercio rechaza los adornos y la superficialidad a favor del nudus amor (amor desnudo, sin artificios).
Finalidad amorosa en su poesía
"Libro mis batallas en el angosto lecho"
Definiendo al amor como al universo especial que aúna enfermedad y dolor sin curación, y a la poesía elegíaca como curación.
Expresa la posición del amator exclusus o amante rechazado.
El abandono en cualquier caso asociado a un largo viaje, enlazada con una alusión a la fugacidad del amor.
"Cuánto amor apenas en un instante se evapora"
El dolor del amante abandonado en su primeras noches a solas y en el sentirse molesto a sus propios oídos.
Sitúa el estado de felicidad en el poder llorar junto a la amada.
Sometido a la certeza absoluta del amor exclusivo.
"No puedo amar a otra ni abandonar a ésta"
Los amantes deben disfrutar sus alegrías inmediatamente, puesto que como la belleza misma el tiempo de amar es fugaz y volátil"
Por eso, mientras sea posible, gocemos amándonos: nunca es bastante largo el amor".
Se configura como héroe de la milicia amorosa. y de este estatuto la deificación de Cintia.
El enojo de Cintia es auténtico y se debe a los celos, determinado por los amores furtivos en que Cintia lo sorprende.
"Le cantaban a un sordo, desnudaban sus pechos ante un ciego".
Ante la insensibilidad del poeta frente a las insinuaciones de las cortesanas.
La superposición de los distintos estados de ánimo es inmediata. La infidelidad de Propercio. La ira de Cintia que adopta forma de reacción militar y que castiga al amante.
Propercio proclama su admiración por todas aquellas mujeres que amen el umbral solo de su esposo, y pregona como modelo femenino ideal el de las mujeres orientales, que al morir el esposo disputan sobre cuál ha de seguirle en la muerte.
El amante y la mujer amada han de ser idealmente libres. Independencia sin custodia: fides. Su eje estructural, asumiendo el seruitium y militia amoris definidos por pudictia y la ilusión de amor unicus.
Relación amorosa igualitaria y equiparada.
"Yerra quien busca el final de un amor insensato, el amor verdadero desconoce toda medida"

viernes, 2 de diciembre de 2011

De estudios preliminares...

De la página preliminar de Jorge Luis Borges a Ficción y Realidad:

José Bianco es uno de los primeros escritores argentinos y uno de los menos famosos. La explicación es fácil. Bianco no cuidó su fama, esa ruidosa cosa que Shakespeare equiparó a una burbuja y que ahora comparten las marcas de cigarrillos y los políticos. Prefirió la lectura y la escritura de buenos libros, la reflexión, el ejercicio íntegro de la vida y la generosa amistad.
[..]
Como el cristal o como el aire, el estilo de Bianco es invisible. Las palabras, aunque armoniosas, no se interponen entre el autor y los lectores. Este es un modo de afirmar que su estilo es clásico. [..] Las páginas de José Bianco nos confían casi imperceptiblemente, una historia que nuestra imaginación agradece y de la que no podemos descreer. Esta virtud no es común.
[..]
Recuerdo gratamente la lectura de su novela Sombras suele vestir , palabras que proceden de Góngora. En ella, Bianco nos cuenta una historia donde, tal como sucede en la realidad, lo cotidiano y lo fantástico se entretejen. Ayuda a lo fantástico la gravitación de la Biblia, tantas veces recordada y citada por los protagonistas.
Jorge Luis Borges. Buenos Aires, 18 de Septiembre de 1985.

Estudio preliminar, José Bianco

Obras escogidas.

Sinopsis.


No sé hasta que punto es lícito asociar los nombres de Voltaire y Diderot, junto con Rousseau los héroes intelectuales de la Revolución Francesa.
El filósofo del siglo XVIII venera la razón, pero exalta sus límites. Prefiere declararse vencido de antemano, confesar la debilidad de su entendimiento.
Reemplaza el mundo de las existencias por un mundo de objetos que le pertenecen, pues los ha convertido en objetos de su conocimiento.
¿Qué importa saber lo que existe o no existe?
Consideremos Res Nullius al hombre Voltaire y al hombre Diderot que diferían y profundamente, en más de un sentido. Señalemos la función rectora de ambos en la sociedad francesa del siglo XVIII.
Voltaire asigna negligentemente al mundo, por pura comodidad, un origen divino; otros como Diderot el juego infinitamente complejo de causas pequeñas e innumerables.
Las ideas liberales del siglo XVIII traerán la Revolución Francesa.
Diderot se declara el "hombre de la naturaleza". La naturaleza es lo contrario de la sociedad. Instinto, educación, experiencia; en eso se basa la moral de Diderot.
A juicio de Voltaire, en cambio, unicamente la sociedad puede consolarnos de la triste condición humana. Lo mejor que han inventado los hombres para soportar sus males es ponerlos en común.
La naturaleza de Voltaire es ser al mayor grado posible un hombre social.
Las ideas filosóficas de Diderot son imprecisas (es materialista y ateo) "los seres circulan unos en otros" "No hay más individuo que la totalidad", "nacer vivir y morir es cambiar de forma".
Se acusa a Voltaire de no saber lo que quiere pero jamás podría acusárselo de no saber lo que no quiere: la crueldad, la ignorancia, el fanatismo y la injusticia.
Diderot está mas cerca que Voltaire de la Revolución Francesa y de nuestra actual democracia igualitaria, pero Voltaire monárquico, absolutista y aristócrata contribuye más que Diderot a echar abajo las bases del antiguo régimen. Sacude al altar sin tocar el trono.
"Si Dieu n´existait pas il faudrait l´inventer" "je ne suis pas chretien mais c´est pour t´aimer mieux".
Considera monstruosa la idea del pecado asociada al placer o al deseo.
Al fanatismo religioso opone el fanatismo de la razón.
Voltaire es la guerra a esa religión cristiana que ha engendrado tantas guerras.
Denuncia las tonterías y crueldades que se cometen en su nombre. Discute con erudición discutible la autenticidad de los escritos revelados. Su defecto más pernicioso : la intolerancia.
Si bien la Iglesia apoyó a los oprimidos, no trató nunca de reivindicar su libertad ni de despertar en ellos la conciencia de sus derechos.
Ha puesto coto a multitud de males, pero ha dejado subsistir el principio del mal.
Ahogan una libertad de pensamiento que es la fuente de la libertad política y necesitan luchar contra la Iglesia para defender los derechos del espíritu humano.
Era preciso negar con furia antes de poder negar con simpatía.
Un hombre de letras debe vivir en un país libre, escribe Voltaire...