jueves, 28 de julio de 2011

"La busca de Averroes"

El Aleph, 1949

Empecemos por una de sus tantas posibles lecturas, a través de los subrayados:

que la divinidad sólo conoce las leyes generales del universo, lo concerniente a las especies, no al individuo.

de algún patio invisible se elevaba el rumor de una fuente;

se dilataba hacia el confín la tierra de España, en la que hay pocas cosas, pero donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno.

Aristóteles. Este griego, manantial de toda filosofía, había sido otorgado a los hombres para enseñarles todo lo que se puede saber;

La víspera, dos palabras dudosas lo habían detenido en el principio de la Poética. Esas palabras eran tragedia y comedia. Esas dos palabras arcanas pululaban en el texto de la Poética; imposible eludirlas.
De esa estudiosa distracción lo distrajo una suerte de melodía.

con esa lógica peculiar que da el odio.

habla de un árbol cuyo fruto son verdes pájaros. Menos me duele creer en él que en rosas con letras.

pero se deja describir con las mismas voces.

–Los actos de los locos –dijo Farach– exceden las previsiones del hombre cuerdo.

Al fin habló, menos para los otros que para él mismo.

sólo es incapaz de una culpa quien ya la cometió y ya se arrepintió; para estar libre de un error, agreguemos, conviene haberlo profesado.

si el fin del poema fuera el asombro, su tiempo no se mediría por siglos, sino por días y por horas y tal vez por minutos. La segunda, que un famoso poeta es menos inventor que descubridor.

Infinitas cosas hay en la tierra; cualquiera puede equipararse a cualquiera. Equiparar estrellas con hojas no es menos arbitrario que equipararlas con peces o con pájaros. En cambio, nadie no sintió alguna vez que el destino es fuerte y es torpe, que es inocente y es también inhumano. Para esa convicción, que puede ser pasajera o continua, pero que nadie elude, fue escrito el verso.

el tiempo, que despoja los alcázares, enriquece los versos.

condenó por analfabeta y por vana la ambición de innovar.

Reflexioné, después, que más poético es el caso de un hombre que se propone un fin que no está vedado a los otros, pero sí a él.
Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante en que yo dejo de creer en él, «Averroes» desaparece.)

El tiempo agranda el ámbito de los versos y sé de algunos que a la par de la música, son todo para todos los hombres.

lunes, 11 de julio de 2011

Haciendo el amor con la literatura

Montevideo, 5 de diciembre de 1996.

ABELARDO CASTILLO
Haciendo el amor con la literatura
por María Esther Gilio.


Abelardo Castillo, a quien Sábato, Bioy y Cortázar consideraron uno de los grandes de la literatura argentina, pasó por Montevideo para hablar sobre "El escritor latinoamericano en la posmodernidad". BRECHA dialogó con él sobre la literatura, especialmente la suya.
Nacido en San Pedro (República Argentina), en 1935, es autor de varios libros de cuentos (Las otras puertas, Cuentos crueles, El cruce del Aqueronte, El otro judas, Las maquinaciones de la noche) y novelas (El que tiene sed y Crónica de un iniciado).
-Frente a las discusiones -muy vivas en los últimos años- sobre qué es la literatura me pregunto qué vigencia tiene hoy la respuesta que diera Sartre hace medio siglo.
-Nosotros los escritores, ya en los años sesenta, habíamos visto que en la literatura de ficción no cabía el compromiso. La exigencia del compromiso era para el hombre que creaba esa literatura, pero la literatura en sí misma no debía someterse a ningún compromiso. Cortázar fue un hombre profundamente comprometido, y su mejor obra es totalmente ajena a todo compromiso.
-Onetti consideraba que la mejor obra de Sartre era La náusea. "¿Qué compromiso hay en La náusea?", decía.
-Creo que con Sartre se produjo una gran confusión a partir del momento en que dijo: "Frente a un chico que se muere de hambre, La náusea no tiene peso". A partir de ahí vino la adhesión de la mayoría de los intelectuales al compromiso expresado en la propia obra. En verdad no se trataba de que la literatura, las matemáticas y la música no tuvieran peso, sino que su obra, enfrentada a un niño muerto de hambre, no la tenía. Y detrás de esa afirmación lo que había era una posición ética sobre su propia responsabilidad como escritor y no sobre la literatura en general. Creo que en Qué es la literatura muchos capítulos deberían volver a leerse. Roland Barthes, poco antes de morir, dijo que en los próximos años Sartre volvería a ser leído con interés.
-Y Barthes era uno de sus discípulos rebeldes.
-Muchos capítulos -acerca del lenguaje, por ejemplo, y acerca de la ficción- siguen siendo válidos.
-Leopoldo Marechal, refiriéndose a su obra, ha dicho "es un narrador sin dejar de ser poeta". Y usted mismo completa esta idea cuando dice: "Escribir ficciones es ante todo un acto poético".
-Aristóteles decía, y Marechal lo repetía con frecuencia, que todos los géneros de la literatura son en realidad géneros de la poesía. Y examinando la obra de los grandes escritores que no escriben en verso encontramos zonas que pertenecen a la poesía.
-¿Qué es la poesía para usted?
-No es un género, no es escribir versos, es una actitud frente al mundo. Cuando uno lee novelas como El gran Meaulnes, de Alain Fournier, está ante un objeto poético. El Adanbuenosayres, de Marechal, está atravesado en todo sentido por la poesía. Los cuadernos azules, de Adán, son la obra de un poeta que escribe en prosa.
-Pensemos un poco en Jorge Luis Borges.
-Yo no creo que Borges sea un gran poeta cuando escribe en verso, gran poeta en el sentido en que lo son Vallejo o Neruda. Siempre hay en su poesía algo de prosista, de hombre que sabe escribir verso, pero que no es poeta. Sin embargo, hay zonas de su prosa que son hondamente poéticas.
-¿Cuándo podemos decir "he aquí un poeta"?
-Yo diría que el poeta lo es por su manera de situarse ante el mundo.
-Quiere decir que el poeta ve...
-El ojo que no está. Picasso pintaba los dos ojos aun cuando la figura estuviera de perfil. Ese ojo no está en la cara que se ve, pero existe. Un poeta, y un escritor en serio, es el que ve todos los ojos. Aquellos que, aunque no se ven, están. En la realidad o en los sueños. Hace poco me hizo reír una frase de Borges: "¿por qué tengo que creer que un subsecretario es más real que un sueño?".
-Hace muchos años yo lo entrevisté y usted me regaló su libro de cuentos El cruce del Aqueronte. Cuando empecé a leerlo me enfrenté a cantidad de pequeñas correcciones. Algunas ínfimas. Pequeñas tachaduras que hacían desaparecer palabras y terminaciones en mente. Flechitas muy prolijas que conducían de palabras tachadas a sinónimos.
-Es casi como verlo a uno en ropa interior.
-Tratándose de un escritor es más divertido que eso. Luego, mucho tiempo más tarde, usted dijo en una entrevista: "Al modelo ideal no se llega nunca". Entonces imaginé el encarnizamiento de un escritor que persigue el cuento que imaginó. Aun después de publicado, criticado, leído. Y también pensé en esos escritores que dicen:"después que termino el cuento, o la novela, ya no me pertenece".
-Sí, es verdad. Yo nunca siento que lo hecho está terminado. Y no creo que la corrección pertenezca a la retórica. A lo que trivialmente llamamos literatura. Paul Valéry tocó este tema de la corrección. El decía que se trataba de algo que uno hacía en uno mismo, llevado por la pasión de acercarse a un modelo ideal al que nunca se llegará. Esto pertenece menos a la literatura que a una zona metafísico-poética. "Es un acto ético, más que estético", decía Valéry. En definitiva se trata de aproximar ese original todavía indeciso, que está entre el ser y el no ser, al modelo ideal que uno tiene en la cabeza mucho antes de sentarse a escribir.
-Si eso es así, ¿cómo se decide el escritor a entregar su trabajo al editor? ¿Cuándo?
Abelardo Castillo cierra los ojos como si una montaña de pesadumbre se hubiera abatido sobre su cabeza.
-Sólo por cansancio, hay un momento en que no se puede más -dice, transformando su pesar en carcajada-. Ay, ay, finalmente llega un día en que se pone todo en una carpeta y se lleva al editor.
-Lo cual no quiere decir que todo acabó.
-No, claro que no. Se trata de algo que sólo acaba con la muerte, perdón por lo teatral de la frase. Borges tiene una corrección que es ilustrativa. En la primera versión de un poema decía: "Y fue por este río con trazas de quiyango que vinieron las naos a fundarme la patria". Y luego de hecha la corrección: "Y fue por este río de sueñera y de barro que vinieron las proas a fundarme la patria".
-Esta versión es más fuerte.
-No sólo más fuerte. Quiyango es una especie de poncho indio, bastante alejado de nosotros.
-Cambia algo metafórico por algo muy real: "sueñera y barro".
-Además "naos" es una palabra griega muy retórica, que a nosotros nos hace pensar en La Ilíada.
-Proas es mucho más corpórea.
-Uno puede ver a las naves que, cortando el agua, se dirigen hacia la tierra donde se levantará la ciudad. Cambios así no se hacen sólo para embellecer el texto, sino para darle el sentido que uno quiere que tenga.
-Faulkner decía que si un día llegaba a alcanzar esa perfección, ese ideal al que cada vez que escribía aspiraba, sólo restaba cortarse la garganta.
-Por eso mejor no alcanzarlo nunca. Recuerdo a Bioy, que hablando del deseo de bellas mujeres, decía: "lo terrible es que esos deseos ¡ay! a la larga se cumplen".
-Usted, que ha escrito cuento y novela, dice: "con el cuento se tocan ciertos límites de la palabra". ¿Por qué con el cuento, y no con la novela o la poesía?
-Con la poesía también se tocan esos límites, no con la novela. La novela da espacio para contar hechos, contar lo que sienten los personajes, dar una visión del mundo. Thomas Mann, Dostoievski son ejemplos. En el cuento nada de eso importa: hay que encontrar la palabra justa en el momento justo.
-Cuando un escritor se dispone a escribir, ¿cómo decide la forma que deberá tomar esa historia que tiene en la imaginación? ¿Cómo decide si debe hacer un cuento o una novela?
-Para mí, y creo que para cualquiera que se disponga a escribir, es imposible pensar en un cuento si no se tiene el final. Ningún cuentista cuenta algo sin saber adónde va.
-Es como si dijéramos: el futuro determina el presente. Es decir, ese final que ya conocemos irá decidiendo los pasos a dar.
-Claro. Es así que ocurre, exactamente así, mientras que en la novela pasa lo contrario. Hay algo que va a suceder, que no está muy claro. La situación es vaga, brumosa. El camino se irá haciendo al caminar. En el cuento hay algo que ya sucedió y toda dispersión conspira contra su belleza. En el cuento el final es esencial y el cuentista no puede dispersarse en cosas que no hacen a la anécdota central. Cuando un hombre se cae en la calle, el novelista piensa "de dónde vino", "qué va a hacer cuando se levante". El cuentista lo único que piensa es "¿por qué se cayó?". Son actitudes inversas frente a la realidad. Uno se pregunta ¿por qué pasó? y el otro ¿qué va a pasar?
-A veces los escritores dicen cosas que no resultan muy creíbles. Dicen por ejemplo: "yo tenía pensado que Martín se enamorara de Manuela, pero se enamoró de Margarita. O decidió irse al Africa o se hizo homosexual. El personaje no me obedece", dicen. No sé cómo puede pasar eso. No termino de entenderlo, pienso que mienten.
-Sin embargo pasa. Le cuento. Me pasó en Crónica de un iniciado. Había un personaje que yo detestaba, una especie de cornudo consciente, el doctor Cantilo. Cuando estaba terminando la novela empecé a sentir que ese personaje me estaba pidiendo una especie de vindicación.
-Usted lo despreciaba porque sabía que la mujer lo engañaba y él aceptaba el engaño.
-Sí, hasta que descubrí que las razones por las que él permitía el engaño eran razones de amor. Yo lo trataba con desdén pero él había crecido y se había puesto por encima del protagonista, por encima del hombre con quien su mujer lo engañaba.
-Hay que convenir que habla de Cantilo de una manera tal que no me extrañaría que esta noche lo llamara por teléfono.
-Ah, claro que me gustaría llamarlo.
-En este momento tenemos dos cosas claras. Un aspecto de la relación autor personaje y la seguridad de que Crónica de un iniciado sólo podía ser una novela.
-Sería peligrosísimo que en un cuento se diera un cambio así. Un cuento no tiene espacio para semejante cambio.
-En su obra hay unos cuantos personajes alcohólicos. Uno termina pensando que el tema le interesa mucho y también preguntándose si no fue usted mismo el personaje de esa historia. Entre otras cosas por la simpatía y comprensión con que trata a esos alcohólicos. Ese Esteban de El cruce del Aqueronte, que viaja hacia Concordia para dar una conferencia sobre el arte de no sé qué, y no para de beber durante 20 horas, es tan inteligente, tan buen mozo.
Abelardo Castillo, se ríe a carcajadas y pide otro café sin dejar de reír.
-El narrador se describe parecido a Montgomery Clift -dice finalmente.
-Ese cuento luego pasó a ser el capítulo segundo de su novela El que tiene sed. ¿Ahí también el alcohólico tiene que ver con usted? ¿Y el manicomio y la Sirenita?
-El manicomio no, nunca estuve en el manicomio. Pero lo demás sí.
-Desde que tocamos el tema me estoy preguntando si aún es alcohólico.
-¿Y qué se responde? -Que dado los libros que escribió, y las conferencias que a veces da, no puede ser.
-Dejé de tomar hace 22 años. Yo, más que alcohólico, era dipsómano. No tomaba todos los días. Podía tomar durante tres meses, casi como un suicida. En una tarde una botella de whisky, por ejemplo, y luego dejar de tomar durante otros tres meses.
-Lo que usted tomó en ese viaje a Concordia...
-Lo que tomó Esteban -dice con aire serio. Y luego riendo-: Sí, tomé como un condenado. Un día leí un artículo sobre Edgar Poe, Dylan Thomas y Malcom Lowry donde decía que lo raro no era que los tres hubieran muerto a los 40 de delirium tremens sino que no hubieran muerto diez años antes. Yo paré a punto de cumplir 40. Hacía cuatro años que vivía con Silvia, mi mujer -dice, echando una breve mirada a Silvia, que en la mesa de al lado lee, toma café y de vez en cuando nos sonríe-, pero Silvia no me creía.
-No le creía, pero lo bancaba.
-Me bancaba. Yo tenía la seguridad de que iba a dejar de un día para otro. Como mi abuelo, que durante su juventud había tomado muchísimo, y le dijo a mi abuela que dejaría de beber cuando naciera su primer hijo varón.
-La abuela muy feliz de ser la responsable de sus borracheras.
-Eso es. La cosa era que tenía más y más mujeres hasta que un día nació el varón. Ahí se pasó una semana borracho, fuera de la casa, y nunca más tomó.
-¿Y usted cómo dejó? -Era en el verano de 1974. Estábamos con Silvia en San Pedro, en un baile, y yo tomaba como para matarme ya. Silvia me miraba con la misma dulzura que hoy, pero con un leve reproche. Yo le dije: "quedate tranquila, ésta es la última vez". No me creyó, nadie me creía. Fue la última vez.
-Usted es frecuente personaje de sus cuentos. Aparece como Castillo o Abelardo o "el escritor". Uno sabe, por algo que dice, que ese escritor es usted. No hay escritor que no se refleje en lo que escribe. En ese sentido lo que usted hace es lo corriente. En cambio, no es corriente que el escritor deje ver al lector los hilos que lo unen al personaje. ¿Qué persigue con eso?
-Nunca pensé en eso, no sé. Ahora, cuando yo hablo de Abelardo o de Castillo, tenga la seguridad de que eso que cuento ni remotamente me sucedió.
-Entonces usted no es el personaje de "El marica".
-No. Tal vez lo que quiero cuando hago eso es darle al cuento mayor verosimilitud. En cambio Esteban Espósito, del que ya hablamos, no se llama ni Abelardo ni Castillo pero sí soy yo. Ese cuento está basado en un hecho real. De pronto me desperté en un ómnibus pensando: "¿adónde voy?". Y, vaya adónde vaya, "qué voy a hacer".
-El alcoholismo es un tema que evidentemente le interesa y podemos suponer por qué. Otro tema es la traición.
Abelardo Castillo queda en silencio. Mira la mesa, mira a Silvia. Sonríe.
-Daniel Moyano y Clarice Lispector dicen que escriben para entender. ¿Podría ocurrirle lo mismo?
-Probablemente sí. Tal vez lo que quiero es saber. Pero además si lo llevo a mi biografía saltan otras cosas. Soy hijo de un matrimonio separado. Mi madre se fue de casa, yo era un niño y durante muchos años vi eso como un abandono y también como una traición. Y tal vez, como dice Daniel Moyano de sí mismo, quiero saber, quiero entender. No sé. Pero es verdad que la traición es algo que recorre casi toda mi literatura. Y, yo diría, buena parte de la literatura argentina.
-A Borges el tema lo persigue.
-En Borges es permanente. En Roberto Arlt también. Recuerde El juguete rabioso. Y en el Martín Fierro, ¿qué es Cruz sino un traidor? El traiciona a sus propios compañeros, a los que están en la partida, y se queda con Martín Fierro. Es cierto que se trata de una traición ética y que después él encontró el honor, la dignidad y la amistad. Pero esa dignidad y esa amistad parten de un acto de traición.
-Después de leer "La fornicación es un pájaro lúgubre" uno se pregunta por qué no usa más el humor. Es muy gracioso. La frase sobre la fundación de Buenos Aires me hizo llorar de risa.* Cuénteme la vinculación entre la muerte de Henry Miller y ese cuento; vinculación que aparece insinuada en el propio cuento.
-Me llaman de Clarín porque acaba de morir Henry Miller y me dicen que escriba algo. Yo soy buen lector de Miller, el cual me interesa no sólo por su posición frente al sexo sino frente al mundo. Contesto que me dejen pensarlo y llamo a mi amigo Bernardo Jobson, devoto de Miller, que me dice: "¿Sabés qué habría que hacer hoy? No cobrar en ningún hotel alojamiento de Buenos Aires, poner en las puertas carteles: 'Hoy se fornica gratis'". Y ahí se le ocurre una especie de cuento vinculado a Henry Miller, que no escribe. A partir de lo cual a mí se me ocurre otro, vinculado a aquél, pero distinto, que escribo y es ese que usted leyó en el que el protagonista, al enterarse de la muerte de Miller, decide que no puede dejar en banda a esa chica muy joven con la que está relacionado afectivamente y que no conoce el orgasmo.
-Y decide matarse para hacérselo conocer.
-Eso mismo, matarse sobre esa cama hasta que lo conozca.
-Usted dice algo sobre la lucidez que no es muy compartido por otros escritores. Dice que es necesario estar lúcido mientras se escribe. Recuerdo, por ejemplo, a Carson Mc Cullers hablando de esa semilla que crece en la obra, a influjo del inconsciente. Es decir que no propone el control sino cierta despreocupación. ¿Será que no tiene mucha confianza en su inconsciente?
-Tengo una gran confianza en mi inconsciente, pero esto tiene que ver con lo que ya hablamos sobre el cuento y la novela. Carson Mc Cullers es esencialmente una novelista y en la novela -no en el cuento-, sólo se puede confiar en el inconsciente y dejar que la obra vaya creciendo. De cualquier manera, aun en la novela, cuando el texto está construido, y comenzamos la corrección, hay que recurrir a la lucidez para resignificar o exaltar determinados momentos. Durante la corrección de la novela sólo se puede estar lúcido. Para mí éste es el verdadero momento de la escritura: cuando se tiene ya la materia y se procede a su forma definitiva. Comparto aquello que decían los griegos: "la estatua ya está en el mármol".
-Me imagino que es feliz escribiendo.
-Cuando escribo cuentos sí. La novela me produce una gran desazón. Ese no saber bien hacia dónde va uno.
-¿Y si tuviera la posibilidad de ser feliz de otra manera? ¿Si le garantizaran eso: ser muy feliz sin escribir?
-Primero, creo que eso que llamamos felicidad no existe. Hay momentos parciales, que son esos que a veces tratamos de rescatar con la literatura -dice, y se sumerge en una larguísima explicación sobre el amor, la muerte, la felicidad, la creación, la plenitud. Y otra vez el amor, hacer el amor, compartir una charla con un amigo querido. Todo lo cual sintetizado sin piedad, como sintetizan los periodistas, quería decir: "No concibo el mundo sin la literatura".
* Esa frase dice: "Es una mañana gris como la que hace cuatrocientos años le inspiró a don Pedro de Mendoza la gigantesca broma de llamarle Buenos Aires a este pantano".