Parte I
El Hacedor
por Jorge Luis Borges
resbalaban sobre el, momentáneas y vividas; el bermellón de un alfarero, la
bóveda cargada de estrellas que también eran dioses, la luna, de la que
había caído un león, la lisura del mármol bajo las lentas yemas sensibles,
el sabor de la carne de jabalí, que le gustaba desgarrar con dentelladas
blancas y bruscas, una palabra fenicia, la sombra negra que una lanza
proyecta en la arena amarilla, la cercanía del mar o de las mujeres, el
pesado vino cuya aspereza mitigaba la miel, podían abarcar por entero el
ámbito de su alma. Conocía el terror pero también la cólera y el coraje, y
una vez fue el primero en escalar un muro enemigo. Avido, curioso, casual,
sin otra ley que la fruición y la indiferencia inmediata, anduvo por la
variada tierra y miró, en una u otra margen del mar, las ciudades de los
hombres y sus palacios. En los mercados populosos o al pie de la montaña de
cumbre incierta, en la que bien podía haber sátiros, había escuchado
complicadas historias, que recibió como recibió la realidad, sin indagar si
eran verdaderas o falsas.
Gradualmente, el universo fue abandonándolo, una terca neblina le borro las
líneas de la mano; la noche se despobló de estrellas, la tierra era
insegura bajo sus pies. Todo se alejaba y se confundía. Cuando supo que se
estaba quedando ciego, grito; el pudor estoico no había aun sido inventado
y Hector podía huir sin desmedro. Ya no veré (sintió), ni el cielo lleno de
pavor mitológico, ni esta cara que los años transformaran. Días y noches
pasaron sobre esa desesperación de su carne, pero una mañana se despertó,
miro (ya sin asombro) las borrosas cosas que lo rodeaban e
inexplicablemente sintió, como quien reconoce una música o una voz, que ya
le había ocurrido todo eso y que lo había encarado con temor, pero también
con jubilo, esperanza y curiosidad. Entonces descendió a su memoria, que le
pareció interminable, y logro sacar de aquel vértigo el recuerdo perdido
que relució como una moneda bajo la lluvia, acaso porque nunca lo había
mirado, salvo, quizá, en un sueño.
El recuerdo era así.Lo había injuriado otro muchacho y el había acudido a
su padre y le había contado la historia. Este lo dejo hablar como si no
escuchara o no comprendiera y descolgó de la pared un puñal de bronce,
bello y cargado de poder, que el chico había codiciado furtivamente. Ahora
lo tenia en sus manos y la sorpresa de la posesión anulo la injuria
padecida, pero la voz estaba diciendo: "que alguien sepa que eras un
hombre", y había una orden en la voz. La noche cegaba los caminos; abrazado
al puñal, en el que presentía una fuerza mágica, descendió la brusca ladera
que rodeaba la casa y corrió a la orilla del mar, soñándose Ayax y Perseo y
poblándose de heridas y de batallas la oscuridad salobre. El sabor preciso
de aquel momento era lo que ahora buscaba; no le importaba lo demás: las
afrentas del desafío, el torpe combate, el regreso con la hoja sangrienta.
Otro recuerdo, en el que también había una noche y una inminencia de
aventura, broto de aquel. Una mujer, la primera que le depararon los
dioses, lo había esperado en la sombra de un hipogeo, y el la busco por
galerías que eran como redes de piedra y por declives que se hundían en la
sombra. Por que le llegaban esas memorias y por que le llegaban sin
amargura, como una mera prefiguración del presente?
Con grave asombro comprendió. En esta noche de sus ojos mortales, a la que
ahora descendía, lo aguardaban también el amor y el riesgo. Ares y
Afrodita, porque ya adivinaba (porque ya lo cercaba) un rumor de gloria y
de hexámetros, un rumor de hombres que defienden un templo que los dioses
no salvaran y de bajeles negros que buscan por el mar una isla querida, el
rumor de las Odiseas e Iliadas que era su destino cantar y dejar resonando
cóncavamente en la memoria humana. Sabemos estas cosas, pero no las que
sintió al descender a la ultima sombra.
"Entonces descendió a su memoria"...emociona. Borges pretende que creamos que Homero fue alguien, que ese griego al que adjudicamos Odiseas e Iliadas tuvo un rostro, un lugar de nacimiento, que fue uno y no muchos. Lo consigue sobre todo a partir de la común experiencia de la ceguera y del común recurso a la memoria de la que ambos hicieron una especie de ídolo. Memoria que aquí se revela infinita, anclada en los sabores, en lo escuchado, en una plenitud de los sentidos incluída la vista, en esas sombras que se van cerrando hasta hacer desaparecer todo como en un fundido en negro. Memorable...Por cierto que se echan de menos nuestras conversaciones, Rossina, parece que se fue de vacaciones :). Un abrazo.
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