Heredò una vieja máquina de coser con la que intentó remendar su corazón desgarrado.
Dicen los que la conocieron que lo consiguió. Luego colgó un cartel en su puerta:“Se hacen arreglos"
Abuela Carmen me lo decía casi siempre, “Esto será lo único que tú heredarás de mí el día que...,susurrando luego otras palabras que ella sabía que a mí no me gustaba escuchar. Era la modista del barrio. Debajo de aquella magnolia que perfumó días de mi infancia yo estudiaba cada uno de los mecánicos movimientos de aquella máquina. El “tric-trac-tric-trac” del pedaleo, los acompasados balanceos de los pies de abuela, el círculo de la negra polea encajada en aquella rueda que con sus giros permitía que el hilo fuera desenrollándose de su carretel y que la aguja subíera y bajara dando pequeños mordiscos al tejido.
A abuela le costaba enhebrar la aguja y todavía recuerdo el sonido de su voz cuando empezaba a quejarse de su decadencia,- “¡Hay mis ojos que ya no ven cómo antes!".
Esas palabras eran para mí la invitación a participar de la magia que ella y su máquina Singer creaban por las tardes, bajo la sombra de la magnolia. Era una agradable tarea, casi un desafiante juego, poder introducir el hilo en el diminuto ojo de la aguja. Y mientras ella cosía, yo abría el pequeño cajón de la derecha, y allí estaban colocados en riguroso orden los carreteles de hilos de una gama maravillosa de colores y las tijeras alineadas de mayor a menor y una cajita pequeña de cartón en donde guardaba las tizas planas y cuadradas de un suave tono gris. Con ellas dibujaba las pinzas que entallaban las prendas, el largo justo del dobladillo, la forma de las solapas, el ancho del canesú y las sisas que encajaban perfectamente luego con la manga. En otro cajón, debajo del primero, guardaba sus dedales y cintas métricas, amarillas y gastadas, con las que yo aprovechaba para medir los progresos de mi altura. Y trabillas y agujas y alfileres pinchadas en la barriga de un osito que ella misma había cosido para que no se extraviaran. Y botones, infinidad de botones multicolores de distintos tamaños que me entretenía en ordenarlos.
¡Cuántas tardes de mi infancia estaban también encajadas entre los engranajes de aquella máquina! Mi asombro crecía cuando veía como cada puntada se enlazaba con la que le precedía y esta a su vez se encadenaba con la siguiente y las diferentes piezas quedaban perfectamente unidas. Y al final me deslumbraba la culminación de aquel trabajo, una primorosa creación hecha sólo con retales, con los mecanismos de su máquina y las hacendosas y curtidas manos de abuela. Luego aquella obra quedaba colgada en una percha, lista para el planchado. Entonces abuela cerraba su máquina, al final de la jornada. Recuerdo mi primer disfraz de mariposa para la fiesta de la escuela, el vestido de mi comunión adornado de alforzas y puntillas, la blusa de plumettí con una transparencia que me hacía reticente a su uso por puros prejuicios de mostrar mis incipientes brotes de una adolescencia que comenzaba a insinuarse.
Aquella curiosidad fue agregando nuevas palabras a mi vocabulario. En el diccionario que papá me había regalado para un cumpleaños buscaba sus definiciones. Y descubrí que esos vocablos, zurcir, sulfilar, hilvanar, remendar, tenían algo común con su vida, unir, corregir, arreglar...cicatrizar sus heridas.
Era ése su objetivo desde siempre, desde que la vida le puso la primera zancadilla y le dejó el corazón malherido. Aún así, casi desde lo imposible, fue dando puntadas, una tras otra, como su máquina, para encadenar un día con el siguiente en el esfuerzo por conseguir que su vida y la de aquellos que formaban su mundo jamás se deshilvanaran.
La dueña de la máquina se marchó para siempre una mañana de verano y con ella también momentos de mi infancia cosidos bajo la sombra de aquella magnolia. Y me dejó para siempre su ternura entre los engranajes de esta máquina de coser “Singer” y la aguja enhebrada para que hoy sea yo quien siga "creando" puntadas que encadenen ilusiones.
Sí, yo he heredado su vieja máquina, tal como me lo había prometido. Espero haber puesto un buen hilo para que mis mis días no se deshilachen. Acaso alguna vez necesite como ella remendar mi corazón.
Luego, tal vez, cuelgue también, el cartel de “SE HACEN ARREGLOS”
*beatriz* 2006 Luego, tal vez, cuelgue también, el cartel de “SE HACEN ARREGLOS”
Escribo esto y permanece aún el tric-trac de la máquina en mis oídos. Sonido de barrio antiguo al parecer universal, porque yo también recuerdo haberlo oído, rítmico, es decir, poético, de una riqueza metafórica y mítica que Beatriz ha sabido usar para ensanchar ese su mundo de recuerdos, de una forma generosísima.
ResponderEliminarLa memoria del corazón tiene la necesidad del estallido. Es pariendo recuerdos donde el presente se enriquece.
ResponderEliminarGracias Mario, Gracias Rossina.