domingo, 2 de septiembre de 2012

El taller literario de cinco minutos




El único taller literario al que fui duró cinco minutos, yo tenía dieciseis años. Había escrito un cuento larguísimo que se llamaba "El último poeta". Y fui a léerselo a un viejo, muy raro y muy sabio, que vivía en San Pedro, Bosio Arnaes, que parecía un búho. Había escrito una novela inmensa sobre los isleños. Una de las últimas veces que lo vi estaba estudiando ruso para leer a Dostoievski en ruso; la última, casi ciego, lo estaba leyendo en ruso. Recuerdo su mesa llena de papeles y de mapamundis. Lo que voy a decir ahora ya lo conté muchas veces, y hasta lo escribí, pero ya que estoy lo vuelvo a contar. A la gente le gusta que le cuenten siempre lo mismo, por eso existe la literatura. La cosa es que voy a la casa de Bosio Arnaes y le leo el principio de mi cuento, que empezaba así: "Por el sendero venía avanzando, el viejecillo". Y fue todo lo que leí, porque me paró y me dijo: "¿Por qué sendero y no camino? ¿Por qué en lugar de 'avanzando' no ponemos 'caminando'? La gente no avanza, camina. ¿Por qué 'viejecillo' y no 'viejito' o 'viejo' o 'anciano'? ¿Por qué 'el' viejecillo y no 'un' viejecillo, dado que no conocíamos el personaje?" Y cuando yo ya pensaba que era imposible cometer tantos errores en una frase tan corta, me preguntó por qué no lo había escrito, por lo menos en el sentido gramatical lógico: "El viejecillo venía avanzando por el sendero". Yo era muy joven y arrogante, mi única respuesta fue "porque ese es mi estilo, señor". El viejo me miró largo y dijo: "Antes de tener estilo, hay que aprender a escribir". Ese fue mi único taller literario, cinco minutos de duración. Desde entonces creo que corregir es un trabajo de humildad, arriesgarse a descubrir que aquello que escribiste puede no ser estupendo sino más bien un mamarracho.

Abelardo Castillo

9 comentarios:

  1. Amiga,
    aquí estoy volviendo a poner orden en mi rutina a la que regreso luego de un grato descanso. Playa lectura, buena compañía y tiempo, para recordar, imaginar,reflexionar y observar, abrir mis ojos para que se llene mi alma y que espero puedan brotar las palabras, las necesarias para seguir "aprendiendo a escribir"

    Me ha encantado el texto. Sabias palabras las de este señor.
    Me recuerda a un viejo profesor de literatura
    gracias a quien (desde entonces) aprendí a disfrutar de la lectura y la escritura.

    Un abrazo-



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  2. Beatriz, espero que encuentres la oportunidad de dedicarle un escrito a aquel docente que dejó tanta huella "ineludible". Lo espero ansiosa, como aquel relato sobre tu viejo libro que te trajo el relato de Clarice.
    Bentornata!

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  3. Bien!

    Bien lo dijo "Hay que apreder a escribir".

    Un abrazo.

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  4. Sí sí, muy cierto. Y es muy terrible corregir, tedioso y tortuoso y uno nunca sabe si está bien escrito. Tengo un gran trabajo pendiente por eso, desfallezco ante la tarea de corregir....tendré que pedir ayuda. Besos.

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  5. Rossina:

    Está muy bueno.
    Otro escritor que está siempre presente.
    Se refiere a la intensidad, de otra manera.
    "Lo bueno dura poco".

    Otra: en la mayoría de los clásicos, leemos obras de traductores: quién pudiera leer los originales, tal como fueron escritos.

    Saludos.

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  6. jejee...quizás uno va a esos talleres no esperando aprender, sino a que escuchen y aplaudan lo que escribimos!...qué soberbios somos!
    =)

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  7. Lo que daria por un maestro asi...muy bueno el blog. Saludos

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  8. Porque ese es mi estilo, jaja. Quién hubiera dicho que se podía usar el estilo como excusa para circunstancias como ésta. Ahora, un maestro, definitivamente.

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  9. 1. La soberbia es incompatible con la escritura. No se si tendrá esto algo que ver con que todos los escritores que me interesan tengan una especie de facilidad para reconocer errores, para esquivar la tendencia al orgullo, también para parecer personas comunes y que con ironía se distancian de lo que escriben, como si no valiera la pena. De la corrección al Abelardo primerizo se deduce una ley fundamental: que hay que buscar la simplicidad, por esa tendencia que solemos tener de escribir grandilocuencias.

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